Leí la noticia con una mezcla de estupor y de dicha. Con cientos de preguntas golpeando como un martillo mi mente inquieta. ¿Y si jamás nadie hubiera reparado en su caso? ¿Y si los científicos, cansados, hubieran tirado la toalla? ¿Y si no hubieran sido capaces de probar con datos lo que intuían con teorías? Si todo esto hubiera ocurrido, la protagonista de cientos de titulares esta semana, ni sería hoy relevante ni hubiera salido de prisión. Probablemente continuaría con su vida entre rejas. Una mañana más. Una tarde más. Un día más. ¿Qué es eso en la regla del tiempo cuando a tu reloj se le reventaron las agujas de tanto desear que se movieran? ¿Qué es eso cuando has perdido injustamente veinte años de tu existencia en una cárcel? Siete mil trescientos días. Con otras tantas noches.
Un periodo demasiado largo en el que imagino a Kathleen Folbigg entre paredes frías de cemento, tumbada boca arriba en un catre estrecho y minúsculo, sin poder conciliar el sueño, con los ojos como platos reviviendo cada de una de las muertes de sus hijos. Una madre -con todo lo que esa palabra supone- condenada por haber matado a sus cuatro vástagos. Fallecieron repentinamente entre los diecinueve días y los diecinueve meses. No hubo signos de envenenamiento ni de asesinato en las autopsias. Aun así, sin apenas pruebas en su contra, la justicia australiana y el planeta entero condenaron, condenamos, a esta mujer. Los expertos dedujeron que los había asfixiado con la almohada y llegó a ser considerada la peor asesina en serie de la historia de Australia. Ahora, con cincuenta y cinco años, ha sido indultada.
“Hoy es una victoria para la ciencia y, sobre todo, para la verdad. Estos últimos veinte años en prisión he pensado siempre en mis hijos, he llorado por ellos, los he querido y echado de menos terriblemente”
Miro y remiro el video que ha publicado estos días. Busco cualquier indicio de rabia contenida. De rencor. De odio por todo lo que le han robado. Sin embargo, no encuentro ni siquiera lágrimas. En primer plano, sólo unas canas asomando en un pelo rizado y robusto y unos ojos azules cristalinos que sobresalen en un rostro blanco como el polvo de arroz y aparentemente sereno, diciendo a cámara lo aliviada y agradecida que está por haber sido indultada y liberada de la cárcel. “Hoy es una victoria para la ciencia y, sobre todo, para la verdad. Estos últimos veinte años en prisión he pensado siempre en mis hijos, he llorado por ellos, los he querido y echado de menos terriblemente”. Mientras suenan de fondo sus palabras, en las imágenes la vemos también en una cocina, colocando y oliendo un ramo de flores. Después, sentada de perfil en lo que parece una terraza, cogiendo aire y mirando hacia delante.
Como si poner la vista en el futuro fuera algo fácil cuando te lo han quitado todo en el pasado. Porque, ¿cómo se afronta una condena semejante sabiéndote inocente? ¿Cómo? ¿Quién cura el dolor causado, los años sin libertad siquiera para llorar la muerte de sus cuatro pequeños? Nadie ha inventado aún un manual con respuestas para tales interrogantes.
Se empeñó a fondo por llegar hasta la verdad. Involucró a más de noventa científicos, entre ellos dos premios Nobel. Juntos consiguieron que se reabriera la investigación y varios años después han logrado que la justicia exonere a Kathleen
La “suerte” a Kathleen le llegó entorno a 2020 y tenía nombre de científica española. El de la inmunóloga Carola García de Vinuesa. Fue un alumno quien le habló del caso a esta experta y le puso en la pista: las muertes de los bebés podrían deberse a una causa genética. Ahí empezó su lucha por esclarecer estos cuatro fallecimientos en los que la madre siempre alegó que no había tenido nada que ver. García de Vinuesa era entonces investigadora principal del Centro de Inmunología Personalizada de Australia y se empeñó a fondo por llegar hasta la verdad. Involucró a más de noventa científicos, entre ellos dos premios Nobel. Juntos consiguieron que se reabriera la investigación y varios años después han logrado que la justicia exonere a Kathleen. “En los cuatro niños, causas naturales explican sus muertes”, dice la científica española en una entrevista. “Estoy contenta por Katy y por la ciencia que ha triunfado”.
Pero, ¿qué ocurre cuando no vence la ciencia y tampoco existe la justicia? ¿Cómo se repara la historia de todos los que mueren en una cárcel sin que nadie conozca su inocencia excepto ellos mismos? ¿Quién les devuelve la vida que perdieron? Ahora Kathleen vuelve a vivir, pero de qué manera. Pienso en ella mientras paseo por la orilla de una playa del norte en estos días de calor sofocante. La veo en los cangrejos que buscan en los agujeros oscuros y húmedos que se abren entre las rocas, el escondite perfecto para sobrellevar las miradas ajenas y los dedos señaladores. Porque, aunque ya no existan rejas que coarten la libertad de esta madre huérfana de hijos, de alguna forma, como estos crustáceos, vivirá siempre encerrada entre las grietas… huyendo del peligro, huyendo de un pasado injusto.
Petrarca
¡Qué vida más triste y robada¡
Perhaps
No es que gane la ciencia, es que perdió la justicia. Si es inocente es porque no había pruebas definitivas de su culpabilidad, quien sea que la condenó lo hizo por sentimientos, no por razón. No es que ahora gane la ciencia, es que entonces perdió la justicia.