Ha querido el destino que el proceso del Brexit haya quedado perfectamente enmarcado entre dos elecciones escocesas. En 2016 se celebraron sólo un mes antes del referéndum y las de 2021 un año después de la salida formal de la Unión Europea y sólo unos meses más tarde de que ésta se hiciese completamente efectiva. Escocia, de hecho, fue el gran protagonista sentimental del divorcio. El 29 de enero de 2020, dos días antes de la salida del Reino Unido, los eurodiputados se pusieron en pie y entonaron tomados de la mano el Auld Lang Syne, una canción folclórica de un poeta escocés que ensalza la amistad. La eurodiputada escocesa Aileen McLeod se dirigió al hemiciclo y les pidió que dejasen una luz encendida para Escocia. Todo muy emotivo y, a la vez, muy doloroso para el Gobierno de Boris Johnson, que no se esperaba una puñalada semejante en un momento tan delicado.
Pero, con o sin canciones en Bruselas, desde el primer momento se sabía que el Brexit iba a traer problemas en Escocia. En septiembre de 2014 los escoceses votaron en un referéndum de independencia que arrojó un resultado ajustado, pero favorable a la permanencia dentro del Reino Unido. Uno de los argumentos que emplearon los unionistas fue que si Escocia se iba también tendría que abandonar la Unión Europea, lo que obligaría a las autoridades del nuevo Estado a solicitar la admisión, cosa que podría dilatarse varios años ocasionando un destrozo en la economía escocesa.
Menos de dos años más tarde el entonces primer ministro David Cameron volvió a tentar a la suerte convocando un plebiscito nacional sobre la permanencia en la Unión Europea. Esta vez no tuvo suerte, una mayoría estrechísima pero suficiente de británicos votaron a favor de largarse. En esa mayoría no estaban los escoceses, que siempre han sido mucho más eurófilos que sus compatriotas ingleses o galeses. Tan pronto como se supo el resultado muchos en Escocia pidieron un nuevo referéndum ya que las circunstancias habían cambiado. El Partido Nacional Escocés, acaudillado por Nicola Sturgeon, moduló su mensaje pasando del mero nacionalismo regional al europeísmo con la intención de ampliar su base electoral y convertirse en un partido con dos misiones: la de conseguir la independencia de Escocia y la de reintegrarla en la Unión Europea como miembro de pleno derecho.
Si Sturgeon consigue la mayoría esperada planteará de nuevo la cuestión de la independencia, lo que abriría la puerta a la adhesión de Escocia a la UE
Pero para imponer a Londres un nuevo referéndum Sturgeon necesitaba fortalecerse en las urnas y eso significaba esperar a las elecciones regionales de este año. Escocia goza de cierta autonomía desde el año 1998, algo menor que la de las comunidades autónomas españolas o los länder alemanes, pero suficiente como para solicitar la celebración de un referéndum de independencia, tal y como se pudo comprobar hace seis años. Si Sturgeon consigue la mayoría esperada planteará de nuevo la cuestión de la independencia, lo que abriría la puerta a la adhesión de Escocia a la UE.
Pero la victoria en un segundo referéndum traería a Sturgeon un desafío similar al que enfrentó el Reino Unido entre 2017 y 2020, el de sacar a un Estado de una unión política y económica sin desatar el caos. Sturgeon está convencida de que pueden sortear los escollos porque ha aprendido de los británicos. Los partidarios del Brexit tenían ideas tremendamente diferentes sobre lo que significaba el Brexit, no hicieron preparativos para las negociaciones y se negaron a prever problemas seguros como el de la frontera con Irlanda. Los nacionalistas, por el contrario, aseguran tener claro el destino de Escocia como nuevo Estado de la UE y así se lo transmiten a los votantes. Echando un vistazo a la propaganda escocesa sobre la independencia es imposible no acordarse de la complacencia británica en los meses anteriores al referéndum del Brexit.
Diferencias económicas y empleo
La realidad es que separar Escocia del resto del Reino Unido sería complejísimo y seguramente traumático. Habría que colocar una frontera dura con Inglaterra, crear una nueva moneda y atravesar un periodo de transición largo y plagado de suspicacias mutuas. Escocia e Inglaterra llevan juntas desde 1707 por lo que están unidas de manera mucho más profunda de lo que el Reino Unido estuvo nunca a la Unión Europea. La recaudación de impuestos, la Justicia, las relaciones exteriores, la defensa, las aduanas, la deuda pública, el sistema eléctrico, las reservas mineras y muchas cosas más son comunes.
A diferencia de Irlanda, que a todos los efectos fue siempre una colonia británica, Escocia ha sido un socio confiable. Ha participado en el Gobierno enviando numerosos primeros ministros, el último de ellos Gordon Brown, natural de Glasgow e hijo de un pastor de la Iglesia de Escocia. El imperio y la posibilidad de comerciar libremente con él la hicieron prosperar sin que la unión interfiriese en cuestiones religiosas o peculiaridades legales. Siempre hubo una demanda latente por recuperar el parlamento, pero era minoritaria. Fue en tiempos de Margaret Thatcher cuando el nacionalismo escocés se fortaleció a causa del colapso de la industria pesada y la minería del carbón, que afecto con gran dureza a Escocia. Creció entonces el desempleo y el diferencial de riqueza entre Escocia e Inglaterra aumentó. El Partido Nacional Escocés (SNP), fundado en los años 30, encontró su razón de ser. Los laboristas se subieron a la ola promoviendo la llamada devolución, es decir, que los escoceses recuperasen el parlamento y una serie de competencias que Westminster les había arrebatado en el siglo XVIII. El partido laborista creyó que con esto sería suficiente para impedir la independencia, para los nacionalistas, sin embargo, la autonomía era un simple trámite previo a la misma.
Johnson apostó por una salida lo más completa posible para satisfacer a su electorado, que es básicamente inglés. Abandonó el mercado único, la unión aduanera y algunos programas muy populares en Escocia como Erasmus
En 2007 el SNP obtuvo por primera vez la mayoría en el Parlamento escocés, lo hizo a costa del laborismo que desde entonces no ha hecho más que perder terreno. Puestos a elegir, los escoceses nacionalistas prefieren quedarse con el producto original y no con el sucedáneo. La brecha entre Inglaterra y Escocia se ha ido ensanchando. Los escoceses emigran cada vez menos al sur y son más reivindicativos de las tradiciones propias que las celebran siempre en oposición a las inglesas. Pero, a pesar de todo, en el referéndum de 2014 decidieron mantenerse en la unión. Ahí podría haber acabado todo de no haber mediado el Brexit. Johnson apostó por una salida lo más completa posible para satisfacer a su electorado, que es básicamente inglés. Abandonó el mercado único, la unión aduanera y algunos programas muy populares en Escocia como Erasmus, que beca a los estudiantes europeos para cursar un año de estudios en otro país.
Todo esto ha terminado por romper el frágil consenso de hace seis años. Escocia se ha visto repentinamente impotente. La opinión de sus votantes, su parlamento y sus parlamentarios en Westminster cuentan poco. Desde el punto de vista demográfico Escocia es insignificante. Sólo el 8% de la población del Reino Unido reside en Escocia. Su economía es minúscula al lado de la de Inglaterra. El PIB del Gran Londres es casi cuatro veces superior al de Escocia, muy dependiente, por lo demás, de la extracción de petróleo y gas en el mar del Norte y, por lo tanto, sometido a los vaivenes en su precio.
División en el independentismo
Todo eso ha hecho que cale la idea entre muchos escoceses de que estarían mejor dentro de la Unión Europea, donde se integrarían como un país pequeño al estilo de Eslovaquia, Hungría, Portugal o la vecina Irlanda a la que miran con cierta envidia. La Unión Europea les da una moneda lista para usar, una política comercial y un mercado de 450 millones de consumidores, además de fondos de cohesión y un amplio surtido de subsidios. Los nacionalistas quieren hacer ver que la independencia no es un salto hacia el abismo como el Brexit, sino un destino seguro en el que ponerse a salvo.
Pero la independencia no llegará sola. Primero tienen que arrasar en las elecciones del próximo 6 de mayo y luego arrancar un nuevo referéndum a Boris Johnson. Las encuestas indican que Sturgeon ganará sin problemas, pero no está del todo claro que su victoria sea abrumadora. El independentismo escocés atraviesa una crisis interna. Alex Salmond, el anterior líder del SNP, se ha puesto por su cuenta con un partido recién fundado llamado Alba que es más radical que el SNP. No parece, eso sí, que ni Salmond ni Alba entusiasmen demasiado a los escoceses. En los sondeos repta por debajo del 2%, de modo que el principal obstáculo de Sturgeon no se llama Alex Salmond, sino Boris Johnson. El Reino Unido no tiene un equivalente al artículo 50 de la Unión Europea. Según la ley británica la unión es una competencia exclusiva del Parlamento de Westminster, que es quien tiene que aprobar por mayoría el referéndum.
Sólo les quedaría la vía catalana, es decir, convocar un referéndum al margen de la ley y exponerse a que el Gobierno británico intervenga el Gobierno autónomo escocés como sucedió en España
Hoy Westminster está controlado por el partido conservador y el Gobierno ya ha anticipado que no autorizará ese referéndum. Johnson quiere reforzar el poder central y hacer más visible la Union Jack en Escocia invirtiendo directamente en el territorio sin pasar por el Gobierno regional. En ese caso sólo les quedaría la vía catalana, es decir, convocar un referéndum al margen de la ley y exponerse a que el Gobierno británico intervenga el Gobierno autónomo escocés como sucedió en España hace cuatro años con la Generalidad. Eso, aparte de generar una fractura social aún mayor en la sociedad escocesa, pondría a Bruselas contra las cuerdas ya que todas las instituciones europeas condenaron con vehemencia el referéndum catalán de 2017.
Si siguen ese camino nadie en Bruselas podría seguir apoyando a Escocia por miedo a que ciertas regiones con anhelos independentistas dentro de la Unión Europea exigiesen el mismo trato. En el Reino Unido, por su parte, el ejemplo podría cundir y extenderse a Gales y a Irlanda del Norte. En Gales es poco probable que agarrase tracción porque allí el nacionalismo es minoritario, pero en Irlanda del Norte se vería involucrado directamente un país comunitario. Los nacionalistas norirlandeses no quieren tanto la independencia como integrarse en la República de Irlanda, algo que desde Dublín ven con recelo para evitarse problemas. Sería como abrir la caja de los truenos en el peor momento con una crisis económica en curso y mucha incertidumbre en el horizonte.