Tal y como estaba previsto, el Consejo de Ministros del pasado martes aprobó el Anteproyecto de ley de Memoria Democrática, con lo que el texto largamente pergeñado por la exvicepresidenta Calvo y coronado ahora por el ministro Félix Bolaños se ha convertido ya en proyecto de ley. Tiempo habrá durante su tramitación en las Cortes para volver sobre su contenido y, en particular, sobre su propósito, esa rimbombante “recuperación, salvaguarda y difusión de la memoria democrática” que nos anuncian las Disposiciones generales del Título Preliminar. Lo que ahora me interesa destacar es un aspecto sobre el que, a mi modo de ver, no se ha reparado lo suficiente. Me refiero al marco temporal establecido por la ley: a saber, la etapa de nuestra historia contemporánea que transcurre entre la sublevación militar del 18 de julio de 1936 y la entrada en vigor de la Constitución de 1978.
Vayamos por partes. En cuanto al cierre del periodo, se entiende que se haya optado por la fecha emblemática de la Constitución de 1978, por más que la Ley de Reforma Política de enero de 1977 y, en especial, las elecciones legislativas del 15 de junio de aquel año, seguidas en octubre por la Ley de Amnistía, hubiesen supuesto también un final de etapa adecuado. Se entiende por lo emblemático, justamente. Claro que si lo que se pretende es “el reconocimiento de quienes padecieron persecución o violencia, por razones políticas, ideológicas, de pensamiento u opinión”, como indican las mismas Disposiciones generales, ese cierre, en vez de acortarse en un año, podría haberse alargado unas cuantas décadas a poco que tomáramos en consideración el reguero de víctimas dejadas por el terrorismo de ETA o los GRAPO –y en mucha menor medida por el de los GAL–, en tanto en cuanto lo fueron por los últimos coletazos de la violencia franquista y antifranquista. Pero es cierto que en este caso ya existe desde 2011 una ley ad hoc, la de Reconocimiento y Protección Integral a las Víctimas del Terrorismo, que cubre o debería cubrir dicha laguna.
Constituye un enmascaramiento de lo que fue en verdad, desde el punto de vista del respeto a la legalidad y al derecho a la vida, la Segunda República española
Cosa distinta es cuando uno se detiene en el inicio del periodo. La Segunda República no fue una democracia parangonable con las que podían considerarse como tales en aquel tiempo. Fue una democracia en la que la violencia estuvo presente, casi desde el mismo 14 de abril de 1931, de un lado y otro del espectro ideológico y en la que los partidos políticos, fuesen del color que fuesen, no tuvieron jamás empacho alguno en recurrir al uso de la fuerza para alcanzar el poder cuando el resultado de las urnas les había apeado de él. Ver, pues, el golpe de Estado del 18 de julio de 1936 y lo que trajo consigo como la estricta consecuencia del designio de unos conmilitones fascistas a los que apoyaba el gran capital no sólo es una simpleza que cualquier historiador digno de tal nombre debería evitar y repudiar, sino que constituye un enmascaramiento de lo que fue en verdad, desde el punto de vista del respeto a la legalidad y al derecho a la vida, la Segunda República española.
El pasado 18 de julio la historiadora Pilar Mera, autora de un ensayo sobre el golpe de Estado de 1936, publicaba en El País un artículo rememorativo en el que afirmaba que “la rebelión (…) fue el camino elegido por aquellos que no aceptaron las reformas que se pusieron en marcha en 1931 y querían volver al mundo previo, por lo que algunos comenzaron a tejer conspiraciones desde el primer momento”. Sobre el resto de las conspiraciones tejidas a lo largo de aquellos años republicanos, y en particular sobre las de signo contrario, nada decía Mera en su artículo. Como si aquel régimen se hubiera caracterizado por una placidez democrática sólo perturbada por las aviesas maniobras de quienes finalmente, un 18 de julio de hace 85 años, lograron quebrarla sin remedio.
Y es que olvidar al resto de las víctimas de la violencia habida durante la Segunda República, como si no merecieran también un reconocimiento semejante al que la ley prevé para las que empezaron a contarse, y de qué manera, a partir del 18 de julio de 1936, es hacer un flaco favor a esa memoria democrática que el Gobierno y quienes le apoyan pretenden honrar. Eso en el mejor de los casos. En el peor, equivale a falsear la historia con un relato maniqueo cuyo propósito inconfesado poco o nada tiene que ver con esa “recuperación, salvaguarda y difusión de la memoria democrática”.