El único criterio que se debería admitir como netamente objetivable a la hora de enjuiciar las decisiones de autoridades e instituciones, es el que mide si unas y otras cumplen fielmente con sus obligaciones. Resulta ocioso recordar que hay otras perspectivas más subjetivas, igualmente respetables, desde las que ejercer la crítica, pero lo que no es tolerable es reclamar que sean estas y no aquella, la del cumplimiento del deber, las preeminentes.
Y no es ocioso reclamar tal cosa porque a lo que venimos asistiendo en España, de forma continuada, es a una descalificación de las instituciones que responde a exclusivos fines partidarios, y descansa en posiciones que excluyen cualquier atisbo de interés colectivo. Un buen ejemplo de este proceso sistemático de deterioro lo hemos visto estos días, con la inaudita participación del Gobierno en la iracunda maniobra de deslegitimación del Tribunal Constitucional a cuenta de la sentencia sobre el estado de alarma.
Ha sido como poco temeraria la participación del Gobierno en la iracunda maniobra de deslegitimación del Constitucional a cuenta de la sentencia sobre el estado de alarma
Con esta sentencia, bien es cierto que tardía, el TC ha cumplido con su obligación. Los magistrados que han argumentado contra la constitucionalidad de aquel primer decreto, han cumplido con su obligación. Los que han defendido lo contrario a través de votos particulares, han cumplido con su obligación. El que no ha estado a la altura de lo que exigía el momento, el que no ha cumplido con la mínima exigencia de lealtad institucional, ha sido el Gobierno de la Nación.
La discrepancia es un signo inequívoco de normalidad y, casi más importante, de pluralidad. Eso es lo que deberían haber destacado los portavoces del Ejecutivo, en lugar de poner el foco en la discrepancia y convertir la discusión interna habida en el tribunal en prueba de descrédito del único intérprete efectivo de la Constitución. Lo que en cumplimiento de sus obligaciones el TC le ha dicho al Gobierno, por una exigua pero válida mayoría, es: hagan ustedes lo que crean necesario hacer, pero háganlo bien; apliquen las leyes adecuadas o refórmenlas si son insuficientes. La respuesta del Gobierno no ha podido ser más desoladora.
Que ni más ni menos las ministras de Justicia, Defensa y la que ejerce como portavoz, hayan acusado al TC de “elucubrar”, de “insensibilidad social”, entre otras lindezas, en un insólito ejercicio de erosión, es mucho más que irresponsable: es temerario. Un regalo argumental para los sediciosos que niegan la legitimidad del más importante tribunal de garantías y para toda esa panoplia de anarcoides vacuos que pueblan el inconsistente territorio de la alucinación política.
Asistimos a una descalificación de las instituciones que responde a exclusivos fines partidarios y descansa en posiciones que excluyen el interés colectivo
Tribunal de Cuentas, Tribunal Supremo, Consejo General del Poder Judicial… Ninguna institución parece estar a salvo. “Insensibilidad social”, así llaman ahora al caballo de Troya de la politización de las instituciones. Margarita Robles, otrora notoria representante de las más convencionales élites judiciales, alineada ahora con la escuela del trasnochado concepto neomarxista del uso alternativo del Derecho. Y por ahí seguido hasta dibujar un país menor, prototipo premonitorio del Estado endeble que anuncian destacados estudiosos del buen gobierno si se sigue expandiendo sin control la percepción de unas instituciones descaradamente parciales.
Cuando eso ocurre, advierten Susan Rose-Ackerman y J. Bonnie Palifka (citados por Víctor Lapuente en “La calidad de las instituciones en España”. Círculo de Empresarios), cuando las instituciones dejan de ser un referente de autoridad, también moral, “el país sufre bajo crecimiento económico, baja inversión (…) mayor fraude fiscal, una desigualdad económica más elevada, baja confianza social, una educación más pobre…”. Y yo añado: con la apatía, cuando no complicidad, de un periodismo crecientemente acrítico, demasiadas veces convertido en correa de transmisión de la descalificación y el etiquetado ideológico de jueces, magistrados, tribunales y organismos reguladores; un periodismo que se autodestruye cada vez que renuncia al papel de contrapoder y acepta, sumiso, el de brazo armado del poder.
La postdata: Cs, esto es todo amigos
Cuando ciertos personajes aparecen en escena, es que ya está todo perdido. El reparto y la escenografía de la reciente convención de Ciudadanos no ha servido para el propósito que animó su convocatoria. No hay resurrección, porque en política no hay milagros, y el único milagro pasa porque, tal y como avisa Ignacio Camacho, el PP se las apañe de algún modo y acabe favoreciendo la resucitación de los de Arrimadas. No habrá fusión con el PP, proclamó la lideresa. Cierto, porque en todo caso lo que habrá será absorción.
No hay nada que hacer. En el imaginario colectivo ya no queda sitio para un partido al que hace tiempo que se le negó el atributo de la utilidad. No le dé más vueltas, señora Arrimadas. Toda discusión sobre el particular es una pérdida de tiempo, pertenece al terreno de lo estéril. La duda es si vendrá alguien a cubrir el vacío que dejan los naranjas; y si queda alguien dentro de Ciudadanos que pueda rescatar para un nuevo proyecto a los que no se resignen a la integración con los populares.
Y es en este punto donde surge siempre el mismo nombre: Edmundo Bal. Su credibilidad sigue intacta. No le pesa la mochila. Hay quien incluso piensa en él como el mejor candidato para revitalizar, de cara a 2023, un proyecto durmiente que integre el liberalismo progresista y una actualización de la vieja socialdemocracia; un proyecto de centroizquierda o de liberalismo de progreso, conceptos colindantes, cuando no intercambiables; espacios naturales del Cs que Rivera anegó de codicia y que Pedro Sánchez se dispone a asaltar con su enésimo disfraz.