Desde hace mucho tiempo y años, la compleja trama judicial en la que nos hundieron los sucesivos gobiernos de España ha empañado la comprensión del accidente que sufrió un petrolero, abanderado en Bahamas, frente a las costas de Galicia el día 13 de noviembre de 2002. Los árboles procesales y jurídicos, cierto que altos y frondosos, han ocultado y siguen ocultando el bosque, los hechos, la verdad. Nos fijamos en el dedo que señala, por ejemplo, la última sentencia de un tribunal inglés contraria a la demanda del Reino de España, enfureciendo por enésima vez a los patriotas del Tesoro, sin levantar la vista para observar, o al menos recordar, que estamos ante un accidente que la ineptitud de las autoridades españolas convirtió en una catástrofe. Algo que, como los patriotas del Tesoro se niegan a comprender, hemos repetido en la trágica riada de Valencia. Encubrimos los errores, nos negamos a afrontar los hechos con sentido común a fin de reparar lo que hemos hecho mal y no volver a tropezar en la misma piedra, y la historia se repite. Tenemos un historial de tragedias marítimas en Galicia muy superior a zonas de Europa con mayor tráfico y peores condiciones de navegación.
La verdad del siniestro
Empecemos por el principio. La vía de agua que sufrió el Prestige y lo puso al borde del naufragio, quedó minimizada con la acertada maniobra que ordenó el capitán Apóstolos Mangouras para adrizar el buque. Solo era cuestión de llevar el petrolero a puerto o a un lugar de refugio donde examinar las averías, acordonarlo de barreras anticontaminación y trasvasar el fuel pesado que transportaba en sus tanques. No era una operación especialmente complicada para los medios disponibles en nuestro país. Pero la autoridad marítima española del Gobierno del señor Aznar López decidió que mejor desentenderse del problema, alejarlo, llevarlo al quinto pino, una decisión absurda, ilegal (los convenios y tratados internacionales prohíben que un país barra su casa y le eche la basura al vecino), que convirtió un accidente manejable en una catástrofe medioambiental. Esa decisión se toma en medio de un espectáculo de declaraciones oficiales (ministros, vicepresidentes, la comisaria europea, el delegado del Gobierno en Galicia, etc.) que aún hoy nos abochornan. ¡Cuánta incompetencia y cuánta necedad! Y provoca además una cadena de errores graves y de consecuencias tan previsibles como desgraciadas. Por ejemplo, la detención del capitán del Prestige, basada en una mentira flagrante (un bulo, diría hoy el Gobierno del señor Sánchez Castejón) y en la invención de un delito imposible. La mentira fue difundir que el capitán del petrolero había desafiado al Gobierno (“Yo sólo obedezco a mi armador”) cuando en verdad, como se comprobó en las grabaciones que meses más tarde el Gobierno tuvo que entregar al Juzgado, lo que dijo Mangouras cuando le conminaban a coger remolque es que “el remolcador recibe órdenes del armador, no mías”. El delito inventado fue atribuir al capitán la responsabilidad del derrame contaminante. Esa infamia nos hundió en un nuevo agujero negro. ¿Dónde estaba el dolo o la imprudencia? ¿Dónde el delito? Y no olvidemos que en ese tiempo, digamos los primeros cuatro meses posteriores al accidente, la máquina del fango del Gobierno ya trabajaba a destajo para denigrar al capitán Mangouras a base de bulos, a cual más canalla; y para caer en el ridículo más espantoso cuando osaron tocar la bandera del buque (ciertamente una bandera de conveniencia), o relacionar el siniestro con Gibraltar, supuesto destino del buque. La comisaria europea De Palacio fantaseó al respecto la gracieta de los “puertos de conveniencia”. En fin, para qué seguir.
El monumental error de judicializar el accidente
La imputación al capitán Mangouras de dos delitos imaginarios sumió el accidente en un proceso penal con final en el infinito y más allá. Al final, tras diez años de fatigosa y carísima instrucción, fueron tres quienes se sentaron en el banquillo de los acusados:
- El capitán del Prestige;
- El jefe de máquinas, Nikolaos Argyropoulos, imputado por las declaraciones de un enfermo de vanidad, soberbia y babosada, que fue enviado al petrolero el día 14 de noviembre de 2002 con la misión de amenazar al capitán y verificar la puesta en marcha de la máquina propulsora por el personal del buque. Pero el majadero se sintió un héroe y salió del buque a las pocas horas proclamando que él, él, él, sólo él había conseguido arrancar los motores a pesar del boicot del capitán y el jefe de máquinas. Tan desesperado estaba el Gobierno que le compró la chatarra al enfermo. Nunca, nadie, durante la vista oral del proceso
- supo qué demonios pintaba allí el caballero Argyropoulos.
- Y el director general de Marina Mercante, José Luis López-Sors.
Ninguno de ellos había cometido delito alguno. A Mangouras le colgaron delitos falaces. A Argyropoulos le colgaron la insania de un mentecato; y a López-Sors le cayó encima la “infiel oposición”, eso que llaman política en España.
Casi diez meses duró la vista oral. Podría contar mil historias, de Mortadelo y Filemón, de Pepe Gotera y Otilio, de un fiscal (un tal Álvaro García Ortiz, exterminador de mensajes comprometidos), alelado en su oceánica incompetencia, que nunca estuvo a la altura del proceso y que se ganó el menosprecio del tribunal, abogados y juristas que participaron en el proceso. Podría contar declaraciones tan indignas como las que se sacó del magín el señor Fernández Mesa, que siendo la autoridad máxima del Gobierno en Galicia, afirmó ante el tribunal que él no entiende de barcos (¿de qué entiende este hombre?) y que no tomó ninguna decisión, ninguna, él presidía un alegre “comité de crisis” que nada tenía que ver con las previsiones legales de la Orden del Ministerio de Fomento, de 23 de febrero de 2001, que aprobaba el Plan Nacional de Contingencias por Contaminación Marina Accidental. Una orden rubricada y comunicada a las comunidades autónomas del litoral el 22 de marzo de 2001, pero él no decidió nada. Era indecente, pero inocente.
La sentencia de la Audiencia de La Coruña condenó a Mangouras a 9 meses de prisión por un delito de desobediencia y absolvió a los otros dos acusados, Argyropoulos y López-Sors.
La sentencia del Tribunl Supremo
La resolución de la Audiencia fue recurrida ante el Tribunal Supremo (TS), entre otros, por la Abogacía del Estado, pues con esa sentencia no se podía ir a ningún sitio a reclamar nada fuera del Convenio internacional sobre responsabilidad civil nacida de daños debidos a contaminación por hidrocarburos (CLC 1969). El TS cumplió su papel y elevó de forma más que discutible la condena a Mangouras a dos años de cárcel por un delito del que había sido absuelto, de forma bien argumentada, por la Audiencia de La Coruña. Muy pesado sería comentar la sentencia 865/2015 de la Sala Segunda del TS, fechada el 14 de enero de 2016, redactada con prosa enrevesada y muchas veces confusa, pero dejaré constancia aquí de una incongruencia palmaria que arruina el armazón argumental de la resolución. Confirma la absolución al director general de Marina Mercante en el principio de que el Supremo tiene vedada la revisión de los hechos probados en la sentencia recurrida, salvo que el acusado sea escuchado, una práctica excepcional. Sin embargo, cuando absuelve a Mangouras del delito de desobediencia por el que había sido condenado por la Audiencia y le condena a dos años de prisión por un delito contra el medio ambiente que la Audiencia había declarado no probado y por tanto inexistente, se pasa por el arco del triunfo el principio expresamente reiterado en la propia sentencia. Naturalmente, de estos errores y estas trapacerías toman buena nota los tribunales extranjeros.
El calvario procesal del Reino de España
Con su proceder alocado, el Reino de España inicio sendos procesos en Inglaterra, contra el P&I (The London Steamship Owners Mutual Insurance Association - The London P&I Club), y en Estados Unidos contra la sociedad de clasificación del PRESTIGE, American Bureau of Shipping (ABS). La cuestión era saltarse los límites indemnizatorios que impone la normativa internacional, CLC y FIDAC (Protocolo de 1992 del CLC), para compensar de forma objetiva los daños causados por un derrame contaminante. He escrito que los Gobiernos de España actuaron de forma alocada porque fuera de los convenios de la OMI el pleito se centra en los contratos y relaciones entre las partes que, salvo excepciones, aceptan el Derecho inglés para dirimir cualquier conflicto; y porque fuera del CLC hace mucho frío y demostrar que un accidente marítimo fue causado de forma intencionada para provocar el daño resulta una misión casi imposible. Y porque empecinados en el error, los Gobiernos españoles rechazaron las negociaciones que tanto ABS como el London Club propusieron al Gobierno para cerrar los onerosos e inútiles procesos judiciales. Como era de esperar, tanto en Nueva York como en Londres nos han pintado la cara con reiteradas sentencias adversas que incluían la condena en costas. Más de mil millones de euros tirados a la basura por la incapacidad de nuestros políticos de ver más allá de sus intereses personales y, como mucho, los del partido que les acoge. Repito: fueron los Gobiernos los que decidieron correr como pollo sin cabeza ignorando el CLC y la normativa internacional de la OMI.
Un último apunte. La comisión MARE, creada por el Parlamento europeo para analizar el siniestro del Prestige; la subcomisión creada por el Congreso de los Diputados, ya con Rodríguez Zapatero al frente del Gobierno; y la totalidad de los foros académicos o/y profesionales que se celebraron en los meses que siguieron al accidente declararon por amplia mayoría que la gestión del mismo fue desacertada y que lo lógico, lo sensato, hubiera sido llevar al buque a un lugar de refugio en vez de lanzarlo hacia el temporal; y que la detención y el procesamiento del capitán Mangouras sólo pretendía ocultar los graves errores cometidos por las autoridades españolas en la dirección de la emergencia.
La última sentencia
La resolución del Tribunal de Apelación de Londres, que cierra de forma contundente la posibilidad de que España obtenga alguna compensación fuera del CLC, ha despertado el patriotismo del Tesoro, ese patriotismo falaz y bulero que prefiere la condena de marinos inocentes a un análisis digno y riguroso de las causas del accidente; y que con su encubrimiento consigue que todo siga igual y que el accidente se repita. El peor negocio.
Naturalmente se ha hablado de la pérfida Albión y no pocos juristas, tal vez por desconocimiento de las profundidades del caso, han apuntado hacia normas e interpretaciones que obviaban los hechos o los desfiguraban. La demanda arbitral del Club estaba basada en que los perjudicados, el Reino de España, están usando la acción directa de la española Ley de Contrato de Seguros, artículo 76, y el Código Penal español, artículo 117, que prevén la acción directa de los perjudicados contra el asegurador de responsabilidad civil.
En este punto es donde surge la demanda arbitral del Club, justamente fundada en que esa acción directa deriva de y está gobernada por el contrato de seguro entre las partes. Luego a esa acción le son de aplicación las cláusulas de ese contrato y entre ellas el pacto de arbitraje y la pay to be paid. El árbitro da la razón al Club y los Juzgados ingleses lo confirman.
Había, hay que salvar al Tesoro, nuestro dinero, retorciendo lo que haga falta y cargando al TS con una misión de la que nunca podrán sentirse orgullosos, sin pensar en declarar a los Gobiernos que se han sucedido en los últimos 22 años responsables de malversar no menos de 1.000 millones en decisiones que sabían o debían saber, que eran claramente erróneas y sólo conducían a la ruina, al descrédito y al reino de la mentira. Una pena.
Bien podría ANAVE (Asociación de Navieros Españoles), la AEDM (Asociación Española de Derecho Marítimo) y el Colegio de Prácticos, por ejemplo, organizar un simposio para debatir a fondo las peripecias judiciales del malhadado accidente del PRESTIGE. A ver si aprendemos.