En 1950 un joven paisa llamado Fernando Botero llega a una Bogotá a medio hacer. La ciudad está iluminada por unas estrellas que parecen descansar en las azoteas de los edificios. Una rutina mojigata discurre entre los cerros que abrazan a una urbe que busca su identidad. El ambiente gris suspendido en el aire se cuela por los huecos que salpican el asfalto. La luz del día irradia procedente de las pinturas del artista que hoy dice “Yo nunca he pintado una gorda en mi vida”. El halo de satisfacción cándida que Botero traza en sus voluminosos óleos insinúa lo que Marta Traba (crítica de arte y fundadora del Museo de Arte Moderno de Bogotá-MAMBO en 1963) definió como  una “diáfana ferocidad”.