Dicen los entendidos que la duda es buena porque contribuye al conocimiento y porque manifiesta una sanísima humildad intelectual. Yo, por supuesto, coincido. Si no dudáramos creeríamos, no sé, que el Gobierno se desvela por los trabajadores, que los medios de comunicación son independientes y que todo va bien en España, aun con el precio de la gasolina disparado y la posibilidad real de un desabastecimiento. Además, seguros de nosotros mismos, inmersos en la ficción de que poseemos la verdad última de las cosas, estaríamos tentados de mirar al prójimo por encima del hombro, con esa irritante condescendencia con la que el iniciado mira a quien no lo está.
Por si esta defensa de la duda fuera insuficiente, en su Introducción al cristianismo Joseph Ratzinger la presenta como un puente tendido entre el ateo, que vacila de vez en cuando, y el creyente, que también. Es la duda, riqueza compartida solidariamente, lo que permite que uno y otro se comuniquen y se encuentren, reconociéndose ambos como semejantes atribulados por una misma incertidumbre. Benedicto XVI descubre en la duda un enorme potencial evangelizador y nosotros aplaudimos su descubrimiento: ningún ateo lo es lo suficiente como para no dudar una sola vez en su vida y qué decir del creyente medio, que siempre duda más de lo que a él le gustaría.
Estoy de acuerdo con estas dos ideas porque conciben la duda como hay que concebirla. Para Ratzinger y para el hombre que encomia la humildad intelectual, la duda es un medio que tiene sentido en función del fin al que sirve: el conocimiento, en un caso, y el encuentro de dos semejantes en torno a la Verdad, en el otro. Ambos la consideran como un estado provisional, transitorio, incompleto; como un bien, ciertamente, pero como uno que sólo lo es en tanto que propicia un bien mayor.
El "piensa bien" de Borges
Enfatizo esta idea porque la duda que prospera hoy es distinta. Sus defensores nos la presentan menos con la vaguedad de un trayecto que con la nitidez de un destino. A ojos de la sociedad contemporánea, el hombre dubitativo es el que ha captado la esencia de la realidad y el hombre seguro, en cambio, el que ha fracasado en el intento: ante el caos, la mutabilidad, el frenesí, la multiplicidad del mundo, un individuo sensato sólo puede responder con ese encogimiento de hombros que precede a la indiferencia. Para él, la duda es el culmen de un itinerario intelectual, el fruto de un (des)conocimiento pleno de las cosas, que estarían envueltas en una densa e insalvable incertidumbre.
Piensa bien y, si te equivocas, el error no es tuyo" dice Borges como réplica al cínico "piensa mal y acertarás"
Creo, ya he mostrado mis cartas, que esta duda yerra su tiro. No sólo porque, ensoberbecida, se rebele contra su condición de medio y se erija en fin, sino también, y casi fundamentalmente, porque se proyecta sobre el sujeto equivocado. No debemos dudar del testimonio del mirlo que canta cada mañana el orden y la belleza del mundo, tampoco de ese árbol que, desnudo ante la inminencia del invierno, nos invita a vivir más austeramente, ni de la nobleza de las intenciones de un amigo, ni de la abnegación de una madre. En todo caso, y puestos a dudar, habremos de hacerlo de nuestra capacidad, tan precaria, para honrar como debemos al mirlo, al árbol, al amigo, a la madre. Convencido de que a una humanidad desconfiada le sigue casi por añadidura un mundo inhabitable, me uno a Enrique García-Máiquez y a su reivindicación del hombre ingenuo, que tiene una concepción tan baja de sí mismo y una tan alta de todo lo demás que de lo único que se le ocurre dudar es, ay, de sus propias fuerzas. "Piensa bien y, si te equivocas, el error no es tuyo" dice Borges como réplica al clásico —y cínico— "piensa mal y acertarás". ¡Bingo!
Frente al escéptico que recela de todo, frente a esas filosofías que desconfían incluso de lo evidente, yo digo que la duda más benéfica, quizá la única que realmente lo sea, es la que tiene por objeto a uno mismo. Primero, porque implica un reconocimiento implícito de la propia miseria y, segundo, porque ese reconocimiento, a su vez, predispone a quien lo hace a la esperanza de una misericordia que le redima.