Miles de indígenas tlaxcaltecas ingerían la carne de sus enemigos mexicas (aztecas), mientras centenares de castellanos torturaban, “aperreando, quemando o ahorcando” a cualquiera que pudiera tener pistas sobre el oro perdido un año antes durante la Noche Triste. Y enormes columnas de “refugiados” abandonaban la ciudad que había maravillado a los castellanos dos años atrás. La urbe con el mercado más grande del mundo en el que se vendían alimentos nunca antes vistos por ningún europeo era ahora un famélico despojo de templos en ruinas.
Bajo una lluvia torrencial y con el hedor de la muerte y el hambre de una población asediada, el 13 de agosto de 1521, en el emplazamiento de la actual Ciudad de México, caía definitivamente la capital de los mexicas, Tenochtitlán, a manos de las tropas hispanas y sus aliados locales. La destrucción del asedio de Hernán Cortés extinguió el primer gran imperio con el que se encontró Europa en América.
Mutua fascinación y recelos
Los emisarios que el emperador Moctezuma había enviado a la costa dos años antes, volvían con descripciones insólitas. Varias montañas que flotaban en el agua cobijaban a seres extremadamente pálidos. Los relatos de las poblaciones costeñas añadían animales quiméricos bicéfalos con cabeza de hombre y cuerpo similar a los ciervos locales (mazatl). También trataban de explicar la ferocidad de unos demonios de cuatro patas que arracaban jirones de carne a dentelladas, y la capacidad de estos hombres blancos de lanzar truenos a su antojo a través de unas varas,
Era el año 1519, Europa estaba revolucionada por las 95 tesis que un monje había colgado en una ciudad alemana, y otra expedición que partiría en agosto, al mando de Magallanes, se iba a convertir en la imprevista primera vuelta al mundo.
Hernán Cortés había inutilizado, que no quemado, sus barcos y se adentró con su pequeño contingente hacia la capital mexica firmando por el camino alianzas con algunos de los enemigos del imperio azteca. En el mes de noviembre, la falta de léxico que padecieron las poblaciones mesoamericanas al ver los barcos, perros, caballos o armas de fuego se contagió a los españoles cuando llegaron a la Tenochtitlán.
Los europeos, la mayoría castellanos, están entrando en la ciudad más grande que han pisado y que jamás pudieran imaginar. “Los que con nuestros propios ojos la vemos, no la podemos con el entendimiento comprender”, advertía de su fascinación un año después Cortés en su carta al recién nombrado emperador Carlos. El capitán imagina que en la plaza central entrarían dos Salamancas. Más grande que Sevilla y Córdoba juntas, y su templo mayor supera la alzada de la Giralda, señalaba el conquistador.
Dos elementos que les fascinan, uno de ellos el mercado en el que Cortés sitúa a “70.000 ánimas comprando y vendiendo” cosas que jamás Europa ha visto, olido o probado y que en pocos años serán elementos cotidianos de la dieta. “Por no saber sus nombres no las expreso” dirá en la misiva al monarca.
Y en segundo lugar el tamaño de los templos. Además del gigantismo, entran en juego más elementos, la ciudad es un vergel y además está flotando, rodeada de canales de agua, con un continuo tráfico de canoas.
Bernal Díaz del Castillo también confiesa sus limitaciones para expresar todo cuanto allí vieron. Igual que los mexicas se quedan sin referencias reales para asimilar lo que están viendo, Bernal acude al Amadís de Gaula, el libro de caballerías más famoso en la España de la época, y más que probable al capítulo en el que se describe el palacio y la torre de la Ínsula Firme. “Esta torre estaba asentada en medio de una huerta, la más hermosa de árboles y otras yerbas de todas naturas, y fuentes de agua muy dulce que nunca se vio”. Nos quedamos admirados, y decíamos que parecía a las cosas de encantamiento que cuentan en el libro de Amadís.
Secuestro de Moctezuma
A esta entrada en la ciudad de noviembre de 1519 le sucedieron unos meses de tensa calma, con el emperador Moctezuma secuestrado por los españoles y que estalló con la matanza del Templo Mayor de la primavera siguiente, en la que los europeos masacraron a buena parte de la nobleza local.
Cortés, que durante la matanza se encontraba en la costa combatiendo a Pánfilo de Narváez, regresó a una capital hostil y a finales de junio decidió partir en la conocida como Noche Triste. Un desastroso intento de huida nocturna que acabó en una escabechina de españoles y aliados.
Cuenta la leyenda que tras llorar a la sombra de un ahuehuete, Cortés reagrupó a sus tropas, con importantes victorias como la de Otumba, regresando en la primavera de 1521 a la capital. El de Medellín cortó los suministros de comida y agua dulce en un sitió que se prolongó 73 días, hasta que el emperador Cuauhctémoc entregó la ciudad.
Meses de asedio, hambre y canibalismo
En ‘Vencer o morir’ (Desperta Ferro), el historiador Antonio Espino López relata cómo en las jornadas de cruentos enfrentamientos durante el asedio, Cortés consistió la antropofagia de sus aliados locales: “aquella noche tuvieron bien que cenar nuestros amigos, porque todos los que se mataron, tomaron y llevaron hechos pozas para comer”, relató al emperador Carlos en su tercera carta de relación.
El canibalismo horrorizó a los españoles desde que pusieron pie en el continente y un año atrás llegó a ser prohibido por el caudillo español, pero como relata Espino no está claro si esta fue una concesión extraordinaria a los tlaxtaltecas, principal enemigo de los mexicas y aliados de los españoles, o simplemente Cortés miraba continuamente para otro lado.
Pasada la primera semana de agosto, la caída de la resistencia mexica era inevitable por mucho que el oráculo de Huizilopochtli augurara un sino victorioso al emperador azteca. Los intentos de negociación para propiciar la rendición no fructificaron y los pasajes de las crónicas de esos días transmiten el más puro horror de una población masacrada. “Aquel día se mataron y prendieron más de cuarenta mil ánimas y era tanta la grita y lloro de los niños y mujeres, que no había persona que no quebrantase el corazón”, recuerda Cortés sobre la jornada del 11 de agosto, antes de censurar la actuación de sus aliados: “y ya nosotros teníamos más que hacer en estorbar a nuestros amigos que no matasen ni hiciesen tanta crueldad que no en pelear con los indios; esta crueldad nunca en generación tan recia se vio, ni tan fuera de toda orden de naturaleza, como en los naturales de estas partes”. Todos los protagonistas que presenciaron el colapso cuentan las bajas aztecas por decenas o centenares de miles. El historiador Hugh Thomas en el clásico ‘La conquista de México’ sugiere que sería factible la cifra de 100.000 muertos, que aportó López de Gómara.
El hundimiento mexica llegó entre el 12 y el 13 de agosto, el hedor de los miles de cadáveres descomponiéndose en las calles fue uno de los obstáculos que encontraron las tropas invasoras. Los últimos conatos de resistencia incluían a mujeres armadas, según explicó Francisco de Aguilar, y una lluvia torrencial culminó la derrota final mexica. López de Gómara también relato las pésimas condiciones de los asediados: “Eran muchos, comían poco, bebían agua salada, dormían entre los muertos y estaban en perpetua hedentina; por estas cosas enfermeraron y les vino la pestilencia, en que murieron infinitos”.
El bullicio de los estertores defensivos del imperio cesó de golpe con la captura de Cuauhctémoc. Según relata Bernal, el griterio, explosiones, las notas de los cuernos, y tambores mexicas, y el zumbido del ataque y la resistencia se detuvo: “de noche y de día teníamos el mayor ruido, que no nos oíamos los unos a los otros; y después de preso Guatémuz cesaron las voces y todo el ruido”.
La obra editada por Desperta Ferro también menciona la propia dificultad para concluir la guerra. Los mexicas no poseían los códigos bélicos de cualquier pueblo europeo y hasta la propio idea de rendición asumida por Europa, no encajaba en la sociedad mesoamericana. “Más que a la rendición, los mexicas estaban acostumbrados a la sumisión política de la élite social de la ciudad objeto de su ataque”, explicó el historiador Ross Hassig.
Desde Troya a Berlín, las violaciones, matanzas y saqueos han sucedido a las victorias. En este caso las escenas de canibalismo fueron buena parte del trofeo de los aliados tlaxcaltecas, mientras los españoles se emborrachaban y probaban plantas alucinógenas antes de la preceptiva misa y procesión por la victoria. El mayor imperio mesoamericano desaparecía a manos del naciente predominio español. Unos años más tarde, algunos mexicas versaba en un poema el final de su mundo: /El precio de un hombre del pueblo/apenas llegaba a dos puñados de maíz,/ no alcanzaba más de diez tortas de mosca;/ nuestro precio no era más que/ veinte tortas de grana de natrón./ El oro, el jade, las mantas de algodón, / las plumas de quetzal,/ todo lo que es precioso/ no valía para nada.