Apoyados en la mejor barra de La Riviera, la que normalmente se reserva como zona VIP, mi amigo el columnista de la competencia me pregunta: “¿A cuántos conciertos has ido en tu vida?” Saco la calculadora mental y no atino: como mínimo dos por semana durante tres décadas, pero he tenido temporadas en que iba a una media de veinte o veinticinco al mes. A bote pronto, me salen como mil quinientos (con la duda de si debo contar como treinta cada uno de los más de cien festivales a los que he asistido). Hubo algún año en que me conocían los porteros de casi todas las salas de Madrid y en sitios como El Sol me dejaban entrar sin mirar la lista de puerta. Toda esta intro de autoficción narcisista tiene una justificación razonable: el miércoles salí de La Riviera con la sensación de haber asistido al peor concierto de mi vida (o a los tres peores cuartos de concierto, ya que no aguanté hasta el final). Intentaré explicarlo.
Confieso que entré al recinto muy optimista, casi triunfal, porque en 1993 yo defendía el valor de Counting Crows cuando casi nadie en la prensa musical creía en ellos. Este grupo de San Francisco arrasó en ventas a finales de siglo, pero en muchos sentidos iban contra el espíritu de la época. Sonaban blandos cuando se llevaba el rock duro, cariñosos cuando mandaba el nihilismo y medio hippies en un momento en que lo que molaba era ser punk. Para un miembro cool de la Generación X, devotos de la tensión de Joy Divison y Nirvana, aparecer por clase o por la oficina con un cedé de Counting Crows era arriesgarse a acusaciones de ñoñería y mal gusto.
En junio de 1997, cuando el grupo de San Francisco afrontaba su primera gira española, Los Planetas les hicieron de teloneros a regañadientes, solamente porque les presionó su compañía discográfica. Aunque vendieron siete millones de copias de su ópera prima, el radiante August and everything after, en el underground hípster se consideraba indecoroso relacionarse con Counting Crows. A pesar de todo, el grupo siempre tuvo un brillo especial. Mientras los grupos grunge de Seattle tenían más sonido que canciones, ellos destacaban por la perfección de himnos como Round Here, Omaha, Rain King, Perfect Blue Buildings y -por supuesto- Mr. Jones (la canción que les abrió de par en par las puertas de la MTV y de las radiofórmulas de todo el planeta).
Counting Crows, versión catarro
Una década después, la prensa musical se puso a babear con Wilco, que no tenían canciones mejores que la media de Counting Crows, pero como escuchaban rock alemán (krautrock) y no sonaban en Los 40 Principales eran más prestigiosos (aunque Jeff Tweedy de Wilco jamás vaya a tener la mitad de voz de Adam Duritz). Sobre todo, Counting Crows son un grupo sólido y fluido, como demostró el alto nivel de sus siguientes cuatro discos, en especial el arrollador Hard Candy (2002). Lo mismo te componían el tema principal de una secuela de Shrek que entregaban temas que sonaban a clásicos setenteros (“Holiday in Spain”, “A Long December”, “Miami”… ). Veinte años después de la cima que supuso “Hard Candy”, se llenó La Riviera para disfrutarles de nuevo, aunque lo que obtuvimos fue un tremendo gatillazo, ya que una banda engrasada y un repertorio espléndido fueron saboteados por la falta de voz de Adam Duritz, cuyo registro potente y vulnerable es la marca de la casa.
Adam Duritz culpó del desastre a su condición griposa y celebró la oportunidad de que el público le ayudase con las canciones, pero no devolvió la parte proporcional de las entradas
El desastre quedó claro ya en las tres primeras piezas. Da igual que atacaran tonos más country, rock o folk: lo que antes era un enorme caudal expresivo había quedado reducido a riachuelo. Duritz disimulaba como podía el hecho que de no era capaz de llegar a casi ninguna de las notas altas. Siempre a remolque de las canciones, en vez de cantar realmente lo que hacía era algo más ceracno al recitado o spoken word, como si en vez de un vocalista poderoso fuese un cuentacuentos.
El primer himno a rastras se lo perdonamos, en el segundo muchos levantaron la ceja, “Mr Jones” fue una tregua porque había que sacar el móvil para grabar…pero hasta ahí duró la confusión. Cuando atacó la preciosa “Omaha” aquello no se contagiaba de ninguna manera y supimos que estaba la noche perdida (y los casi cincuenta euros que costaban las entradas generales en esta bajamar económica).
La estafa era tan evidente que Adam Duritz tuvo que aludir a ella, más o menos entre el cuarto y el quinto tema. Dijo algo así como que su voz estaba débil, también mencionó la “flu” (gripe), añadiendo que tenía un cariño muy especial a España y que por nada del mundo hubiera cancelado este concierto. La reacción mayoritaria del público fueron los vítores y los aplausos. Sus cuerdas vocales no remontaron en toda la noche y pasado el ecuador del concierto volvió a afrontar el asunto: “mi voz no está en buen momento, pero por suerte os tengo a vosotros también para cantar”. Como era de esperar, abusó a fondo del recurso de girar el micro hacia el público para que le ayudasen con los estribillos, estrofas o lo que fuera. Por eso la cuestión principal de esta reseña solo puede ser una: ¿fue aceptable la actitud del líder carismático de Counting Crows?
Después de darle bastantes vueltas, me declaro partidario de los ‘espantadistas’ antes que de los malos ‘cumplidores’. Pongo dos ejemplos extremos: he sufrido a Antonio Vega dando un concierto lamentable en la plaza del Dos de Mayo, prácticamente durmiéndose en el teclado durante las canciones, con su siempre leal grupo ayudándole en las voces para que no le tirasen al pilón. Allí nadie aplaudía, pero tampoco te cobraban 8.000 pesetas por verlo (o te las cobraban pero vía impuestos, que duele menos). También he visto a la imponente cantante alemana Ute Lemper pidiendo disculpas en el Teatro Albéniz porque no se sentía en condiciones de actuar ni despúes de haber hecho venir a un foniatra que le inyectó generosas dosis de cortisona.
Mientras volvía a casa de La Riviera, pensé mucho en la dignidad de los cantantes de flamenco que deciden dar la espantada cuando no tienen la voz en condiciones, o están demasiado ebrios, o no sienten que esa noche tengan el cuerpo templado para darlo todo. Mi consejo, la verdad, es que dejemos de jalear a artistas como Adam Duritz que piensan que todo vale. Sufrió él menos que nosotros y eso no parece aceptable.
Posdata: Quien haya pinchado en el vídeo del concierto que comparto más arriba quizá piense que la cosa no fue para tanto, lo que pasa es que no refleja el bajísimo nivel del concierto. Curiosamente, en Youtube solo hay vídeos de la misma canción, "Round here", tanto en Madrid como en Barcelona. Algo huele a maquillaje del desastre por parte del equipo del tour. Otra prueba de que un concierto jamás se podrá juzgar viéndolo por Internet, hay que salir de casa para gozarlo o sufrirlo.
Dip
Por favor, no nos vacile. A usted lo que le va ahora es el reaguetton, tal empacho de conciertos a lo largo de su vida como dice haberse pegado, le ha hecho odiar la música de verdad. Sencillamente no le creo. Después de sus últimas crónicas en pro de lo latino barato y cutre, no sé cómo se atreve...