Un palacete de acentos blanco y ámbar rematado por pizarra que se defiende del mundo y tiempo con una arboleda de pinares cual Escorial socialista. La casa, colmada de cristaleras, enrevesa faroles a cada columna corintia -inevitable estilo decadente- y es el gran símbolo de los ideales perdidos en los ochenta. A sus pies, los setos como segundo vallado ocultan ese inmaculado mobiliario albo con el forzoso mimbre de nuevo rico de los setenta (el filme erótico Emmanuelle como imaginario progresista). Cada ventana se corona con formas de balneario, Long Island en Puerta de Hierro, para un Gatsby que tuvo todo y falleció sin apenas disfrutarlo.
Nos encontramos, claro, en Villa Meona; casoplón construido entre finales de los ochenta e inicios de los noventa a mayor gloria de la pareja Isabel Preysler y Miguel Boyer. La primera, reina de las nieves de la prensa del corazón, ejerce de suma sacerdotisa en la apacible vejez de un viejo ministro socialista de economía que murió en la hipocresía de juzgarse de izquierdas. Con más de 5.000 metros cuadrados de terreno, una inversión de 95 millones de pesetas (según el periodista Juan Luis Galiacho), es probablemente la mejor y más grande metáfora de una traición histórica asociada a un partido político en el tiempo.
Porque, en efecto, antes del chalé de Galapagar del césar visionario peronista, incluso de aquella "dacha" marbellí del turbocapitalista Aznar, el espíritu se hizo cuerpo en este mamotreto al norte de Madrid que abochornó a lo más florido de la aristocracia española. El propio Alfonso Ussía, que bautizó el inmueble con el citado apodo, se inspiró en su primer Tratado de Buenas Maneras en ese falso castillo del Loira para hacer uno de sus textos más memorables:
"Una buena casa gusta o entusiasma. Una hermosa casa de campo encanta o sorprende. Un casoplón alucina. En la sociedad de hoy casi todo es alucinante. Un traje alucinante, un coche alucinante, una tienda alucinante, una cena alucinante, un reloj alucinante. El casoplón, por definición, o es alucinante o no es casoplón. Y los que dicen 'casoplón', suelen ser unos tontos alucinantes".
La nueva nobleza de toga progresista alcanzaba su añorada posición social luego de años en la oscuridad del franquismo. Al poco de presentar el chalé a la prensa, ¡Hola! de cinco de noviembre de 1992, la tasa de paro alcanzaba en España el 20%. Dos países, dos sociedades, que se enfrentan ahora en dos memorias: aquella hija de los gozosos ganadores del periodo -Sergio del Molino o Ignacio Varela- y otra en contra de los taciturnos perdedores (Ignacio Echevarría, Federico Jiménez Losantos o Gabriel Albiac).
El felipismo como literatura
Las primeras páginas de Un tal González son la confesión inadvertida de un fracaso: Sergio del Molino es poco capaz de defender esta obra sobre la época felipista como ensayo. Estamos, de nuevo, ante las trampas literarias propias de la "no ficción" que permitieron a Javier Cercas pasar su libro del 23F también como praxis. De hecho, las dos obras son parejas en estilo y conclusiones: Suárez y González son tipos encantadores, afables, que desconocían todos los tejemanejes de sus subalternos y jamás parece que instigaran crímenes de cualquier tipo. Hombres nobles, que apenas mintieron y solo buscaban "continuar la historia de España" (el ectoplasma de Cánovas del Castillo "posee" los dos libros).
Un repaso a la excepcional y valiente biografía de Gregorio Morán sobre Suárez e incluso el perfil bastante honesto de Jorge Semprún de cómo funcionaba el último felipismo -casi un sistema de omertá- rompen este ensueño propio de un mal lector o un ensayista que busca ser biógrafo futuro de Pedro Sánchez. Siglos de maquiavelismo, décadas de pérfidos Bismarck o Talleyrand, a la papelera de la historia ante un ardid literario de "hombre hecho a sí mismo" -tan conservador- inspirado en Felipe González Márquez (léase marcando las erres como lo hacía Carrascal entre corbata y corbata en su noticiero de Antena 3).
Primero fue Filesa, luego los GAL, para acabar con el bochornoso caso Roldán; nadir de un PSOE cleptocrático y que era defendido fieramente por una PRISA omnipotente
Un síntoma de este juicio es el párrafo de candidez manifiesta, parece incluso la letra de una canción de Víctor Manuel -el juglar del PSOE-, donde el narrador se pone estupendo a lo Max Estrella y acaba "rumbo a Ítaca" (posible mesón perdido en la Castellana donde le invite a tremendo ágape ese ubicuo de la bodeguilla, el búnker felipista, que fue Miguel Ángel Aguilar):
"No conozco a Felipe y no pretendo conocerlo, pero a veces creo que lo conozco. Es un trampantojo que él mismo provoca. Estar con él es familiar, uno lleva toda la vida a su lado, aunque no lo haya visto nunca en persona. Tal vez sea parte de su hechizo. No puedo negar que me afecta, pero de fondo hay una afinidad inefable en la que ambos nos reconocemos ciudadanos de un mismo país, más allá del pasaporte. El país que hizo Felipe es mi país, el que me ha hecho a mí. Contando esta historia, me estoy contando a mí y, charlando con Felipe, me siento, de algún modo pueril, rumbo a Ítaca. No quisiera que esta balsa de piedra ibérica se alejase demasiado del contorno de su figura, hasta que esta fuera sólo un punto en el horizonte y se perdiera de vista".
Eterno retorno, otra vez, del padre moribundo de Cercas convirtiendo a Adolfo Suárez en "uno de los suyos". El que busque, entonces, la palabra GAL en el libro rematadamente cursi de Sergio del Molino se encontrará con apenas menciones como "reacción tibia" de un estado civilista. A del Molino, también, le dan igual las cacicadas propias del mejor Romero Robledo, el gran maniobrero de la Restauración, del PSOE como la intervención a sangre y fuego de Rumasa o la red de financiación ilegal que fue Filesa (caso que solo juzga como "feísimo" y que fue superior netamente a los sobresueldos de Bárcenas y el Partido Popular). Al final Felipe, en esta obra, es un hombre bienintencionado y el propio del Molino en un párrafo abochornante adoctrina a su yo de 18 años con que…
"…hoy, si pudiera hablar con ese adolescente que impostaba su cinismo, le diría que se uniera al aplauso, que le dijera al menos un gracias, que aquel tal González no hiciera mutis sin un gesto —siquiera un guiño— de un chaval nacido en 1979 que, si podía refunfuñar a gusto en un país libre, en parte era por él y por los que, con toda la ingenuidad y civilidad del mundo, lo hicieron presidente".
Mucho más inteligente, más mezquino, es el libro de Ignacio Varela; uno de los particulares Iznogud que rodearon al califa sevillano. Recorrido limpio de adjetivos sobre el arte de la política, tiene una visión mucho más desengañada del PSOE y lo describe como un perfecto afiche de diseño en el estilo de las nuevas tendencias de márquetin que hicieron furor en los años ochenta. Varela vende así al electorado un bonito envoltorio, con apenas contenido ideológico, que llegó a unas masas que buscaban la modernidad como damnatio memoriae de los "tiempos asesinos" a los que cantaba Fernando Márquez "El Zurdo", falangista pop, en su himno "Para ti". Es poco casual que el mismo ardid ofrecía un brillante José Luis López Vázquez como experto en publicidad a unos turroneros valencianos dentro de la infravalorada película Moros y cristianos. Estos últimos, incluso, contaban como familiar a una reconocible ministra socialdemócrata.
Varela, en fin, ejecuta más que escribe unas memorias de sociólogo, plagadas de datos, que son confesión inadvertida de cómo una campaña de mercadotecnia pudo hacer a “un piernas” sevillano la figura redentora para gran parte de los perdedores de la guerra civil. Un ejemplo: en el célebre eslogan "Por el cambio" -que pergeñó José María de la Iglesia en poco tiempo- se incide como clave la preposición "por" para conseguir ese electorado indeciso. Diez millones de votos, de españolitos, dieron su confianza gracias a esos eslóganes al viejo partido de Indalecio Prieto. Este volvería al poder desde los años treinta en loor de multitudes y con el apoyo intelectual de la gran Pradera central de su gurú Javier (Jesús Aguirre dixit).
El autor, además, es inteligente en las entrevistas al renegar del final del felipismo y vindica todo el trayecto anterior como relativa redención de la democracia española. Ajeno, quizá, a toda la cocinilla interna de los setenta y los ochenta, -era simplemente un consultor-, el lector no encontrará en su libro la financiación por la socialdemocracia alemana del PSOE transicional, ni tampoco la colaboración vía Enrique Múgica del socialismo con el golpe de estado que pretendía Alfonso Armada, tutor real. Más ensayista que escritor, profesional de los datos, Varela recuerda que:
"En mi opinión, la primera legislatura de Felipe González fue el periodo más intenso y profundamente reformista de la historia moderna de España; muchos de sus efectos llegan hasta nuestros días". Uno de ellos, según el locutor Federico Jiménez Losantos, sería el fin de la independencia judicial. La pinza de liberales y comunistas.
Oposición mediática
Pedro J. Ramírez, director de Diario 16 en los ochenta, es quizá la brújula de toda esa amalgama de fuerzas vivas a izquierdas y derechas que se opusieron al felipismo. González, de hecho, le llamó “el único periodista de derechas inteligente” que conocía. No mentía y su temor a él le llevó a forzar la disputa entre Juan Tomás de Salas y Pedro J. que se saldó con el despido del último del periódico citado en marzo de 1989. ¿El motivo? Investigar los GAL; aquella trama para asesinar terroristas de ETA con origen difuso y que eliminó cualquier coartada moral del PSOE ante sus votantes. Desde octubre de 1989 dirigiendo 'El Mundo', el periodista riojano va a ser la verdadera némesis de una socialdemocracia que enlazaba caso de corrupción tras caso de corrupción.
Primero fue Filesa, luego los GAL, para acabar con el bochornoso caso Roldán; nadir de un PSOE cleptocrático y que era defendido fieramente por una PRISA omnipotente que hasta muy tardíamente actuó como B.O.E. "oficioso" del gobierno. Una pintada en frente de Ciencias de la Información de la Complutense en los 90, “Polanco, déjanos pensar”, expone ese imbatible cuarto poder del régimen felipista al que dedicó Jesús Cacho su perseguida crónica El negocio de la libertad. Todavía más explícito, el director de RTVE José María Calviño -recordemos el monopolio televisivo de entonces-, llegó a decir que “haría todo lo posible para que Fraga nunca ganase las elecciones”.
La desastrosa reconversión, olvidada en muchas de las monografías del periodo y en los libros de del Molino y Varela, finalizó con tasas de paro tercermundistas y una sociedad desigual además de frágil
Es en esos años, que pasan tan rápido o se omiten en los libros de Varela y Del Molino, donde se lanzaron decenas de libros sobre los manejos del felipismo y su fusión partido e instituciones. El carné del PSOE como criptomoneda en España vertebra obras como La dictadura silenciosa de Federico Jiménez Losantos, Amarga victoria de Pedro J. Ramírez o el muestrario de la “biutiful” de Francisco Umbral en Crónica de esa guapa gente: memorias de la Jet. Demasiados libros en contra para afirmar como hace Sergio del Molino, según recordaba el malicioso crítico literario Ignacio Echevarría, que Felipe González “no tenía un duro”. Más melancólico, recordaba el filósofo Gabriel Albiac su memoria de esos tiempos broncos:
“Felipe González fue el padre de esa inmensa empresa de colocación y corrupción en la que transformó un partido que exhibía honradez de un siglo para encubrir robo en masa de los años sucesivos (…) Nadie ha hecho tanto daño a España como Felipe González. Nadie. Ni siquiera Zapatero. Ni siquiera Sánchez. Porque España salió de la transición en una virginidad abierta a todo. Abierta incluso a creer en aquella democracia que andaba ya tan desvencijada, la pobre, por la vieja Europa. Con aquella esperanza fabricó González esta basura”.
Es una opinión vehemente, sin duda, pero El informe Petras, firmado por un sociólogo clásico de la extrema izquierda, exponía con datos cómo la clase obrera se había empobrecido del franquismo al felipismo. En origen un encargo del gobierno español, del C.S.I.C., no llegó a publicarse por presiones de una socialdemocracia que agonizaba. Utilizando datos de los ministerios, entrevistando a decenas de trabajadores autónomos, Petras hizo un retrato triste y nada complaciente de una clase obrera precarizada en aquellos años donde el PSOE y UGT fueron uno. Recuerda Petras:
“Sentí los altos y bajos de padres que lucharon y ganaron contra la dictadura, enfrentados una vez más a un terrible dilema: cómo ocuparse de su seguridad ante los salvajes ataques del gobierno socialista y la patronal… mientras se angustian por las condiciones del empleo marginal de sus hijos e hijas”.
Ahora, sería el liberal Losantos, en un tiempo donde la mayoría de su tribu aceptaba más que bien que mal el dominio socialista (Javier Tusell hizo su fortuna, incluso), el que definiría en el citado La dictadura: los tenebrosos cauces de un Felipe González que estuvo más cerca que nadie de acabar con la separación de poderes del 78: entró a Rumasa a sangre y fuego (decreto ley del 23 de febrero de 1983), controló políticamente el consejo del poder judicial (1985), y espió a sus enemigos políticos gracias al CESID, además de contar Filesa como ciclópeo castillo de comisiones para financiar campañas electorales.
En fin, España era en aquel tiempo un país donde era “fácil hacerse rico”, decía el ex ministro de economía Carlos Solchaga, si convergías con la socialdemocracia realmente existente: todo el mundo hizo la vista gorda hasta que las vacas flacas llegaron y demostraron que ese sistema de pelotazos, ese "Felipe de las mercedes", dejaba fuera a casi toda una clase social. Umbral en Crónica de esa gente… haría la sátira perfecta de ese arquetipo de "liberal socialdemócrata" (fascinante oxímoron) que fue Miguel Boyer “…tras las críticas a su gestión y el enfollonamiento de Rumasa, decide dejar el superministerio, o le deciden (no por la china, como se ha dicho, sino por el error/Rumasa), y tiempo más tarde anuncia que ha devuelto el carnet del PSOE, cosa que a uno le dejó perplejo, pues nunca imaginé a este señor con carnet socialista. Igual podía habérselo comido, con grapa y todo, que ni el PSOE ni España ni el socialismo se hubieran conmovido”. No hubo mejor reaparición, por otra parte, del obrerismo fuera de plano, ajeno al concejal del PSOE en Fuenlabrada con chaquetilla de Francisco Montesinos y un vinilo colorido de Golpes Bajos, que el incendio del parlamento murciano; tres de febrero de 1992.
Dos sociedades, dos mundos
Las primeras luces del año 1992, fecha histórica de apogeo y muerte de la socialdemocracia, no fueron en los juegos olímpicos de Barcelona, ni tampoco sucedieron en la Exposición de Sevilla. Ocurrieron, entonces, en el parlamento murciano meses antes, en febrero, luego de una violenta huelga sindical donde un asaltante lanzó un cóctel molotov al edificio. Esa obra de Rafael Braquehais, kitsch del Mediterráneo bajo entre azulejos y un imposible Miró a la solanera, vio arder su primera planta y también develar los límites del discurso triunfalista de Felipe González.
Esa protesta feroz, derivada de la crisis económica de media provincia de Murcia (especialmente Cartagena), se biografía bien en el documental de Luis López Carrasco El año del descubrimiento de 1992, pero es también síntoma de dos sociedades que chocaban al fin. Mientras todos esperaban que se encendiera el pebetero en Barcelona, Murcia veía su propias llamas de conflicto social con imágenes propias de los más fieros enfrentamientos sindicalistas en la Italia de las Brigadas Rojas. Afirma el historiador Jordi Canal:
"La cara oscura del gran año de 1992 en España está dominada por los signos inaugurales de una rescisión, que iba a intensificarse el año siguiente, con una destacada caída de la producción y aumento del paro, alargándose hasta 1994 (…) algunas partes de España vivían situaciones conflictivas y graves (…) como en el caso de Cartagena, en donde la reconversión industrial y el cierre de instalaciones militares dio lugar a unas fuertes protestas que terminaron, el tres de febrero de 1992, con enfrentamientos entre trabajadores de los astilleros Bazán y la policía (…) con más de cuarenta heridos…"
La desastrosa reconversión, olvidada en muchas de las monografías del periodo y en los libros de del Molino y Varela, finalizó con tasas de paro tercermundistas y una sociedad desigual además de frágil. El olvido, la literatura, sobre los largos años del felipismo ofende a esas víctimas económicas que no quisieron, no pudieron, ser cortesanos de un Felipe González que, según confesión de Alfonso Guerra a Jorge Verstrynge, "ya había sido comprado".
Pelosi
Felipismo, socialismo, todo mentiras y corrupción. El PSOE es la mayor lacra de la historia de España. Y ahora Felipe y Guerra van impartiendo lecciones de democracia CUANDO TENDRÍAN QUE ESTAR EN LA CÁRCEL…