Toda la obra de Jesús Montiel (Granada, 1984) —once libros de narrativa, poemas y aforismos, y un buen puñado de artículos— está animada por una misma vocación: la de acompañar al hombre que sufre, la de recordarle una belleza a la que acaso el dolor le haya hecho insensible, la de revelarle como habitable un mundo que se le ha vuelto inhóspito.
Cuando lee a Montiel, uno no puede sino reconciliarse con la realidad, terminar mirando las cosas como él las mira: de tal modo que la sombra, que es densa y angustiosa, no eclipse sin embargo la luz. También tiene nuestro autor algo de inactual. Aparte de distinguir misterio donde otros sólo ven problemas y de formular preguntas cuando la sociedad exige soluciones, se desmarca de la literatura autorreferencial, con su no sé qué onanista, que triunfa hoy: aspira a ser más un testigo que un escritor, quiere olvidar sus emociones, su ego, para retratar la realidad que lo circunda. Vozpópuli conversa con Montiel a propósito de la publicación de Canción de cuna, su último libro, uno escrito "durante una tragedia familiar, un momento realmente duro".
Pregunta: Canción de cuna es, si no me equivoco, su undécimo libro. ¿Qué había en el Jesús Montiel del primero que no hay en el de ahora? ¿En qué ha cambiado Jesús Montiel?
Respuesta: El primer poema lo escribí a los dieciséis años y fue celebrativo. Miraba nevar por la ventana y quise retratar ese instante mágico. Sentí el deseo de pausar aquella nieve y convertir el papel en una de esas bolas de cristal que se venden en Navidad, en las que nieva tras un movimiento de la mano. Para mí ese primer poema es muy revelador. La celebración desató la escritura, y creo que toda mi obra obedece a ese primer impulso. Todos mis libros son una única flecha que no ha cambiado el rumbo: su diana es la realidad, que sigo percibiendo como un misterio inagotable.
P: Dice que "unas cuantas palabras bien colocadas bastan para acobardar a Lucifer". ¿Escribe por eso? ¿Es su peculiar modo de librar una batalla contra el mal y la nada?
R: Me gusta el arte capaz de acompañar al moribundo. Parecido a una mano que se posa en la frente que tiene fiebre. Digo esto porque hay libros que huyen cuando llegan los problemas. Libros que no nos sirven de nada cuando sufrimos, que son como esos falsos amigos que, pasada la fiesta, nos abandonan. Yo deseo que mis libros sean buenos amigos durante la crisis, en mitad del cataclismo. Que puedan acompañar al lector en todas sus circunstancias, sin acobardarse. Un libro nunca va a derrotar el mal que hay en el mundo, pero sí que puede aliviar el corazón de quien descifra sus frases. Y cuando un corazón se enternece se transforma, y toda la realidad que lo rodea cambia también. Creo en el arte que puede desescombrarnos, rescatar a la persona de sí misma. Es lo que ha hecho conmigo, tantas veces, la música de Arvo Pärt, el cine de Malick, la escritura de Christian Bobin o Sánchez Rosillo.
P: También sostiene que su trabajo es aprender a ver una flor en un vaso medio vacío. ¿Es esa la misión del escritor? ¿Desvelar lo que otros no ven?
R: Creo que la misión de la poesía es señalar un aroma en el vacío. Esto, que puede parecer teórico o abstracto, es una experiencia. Canción de cuna ha sido escrita durante una tragedia familiar, un momento realmente duro. Y la escritura me ha ayudado a ver esa flor durante el frío biográfico, mientras helaba. Mi trabajo, escribiendo este libro, o quizá siempre que escribo, es cultivar una flor a varios grados bajo cero. Soy un jardinero en mitad de la estepa siberiana.
P: "Y si la oscuridad de nuestras vidas acaba siendo la tinta de una frase que aún no comprendemos". ¿El dolor es mejor inspiración que la alegría?
Mi escritura no brota de una emoción determinada. La emoción en la que yo estoy mientras escribo es lo de menos. Lo que intento al escribir es olvidarme de Jesús Montiel. Darle la espalda. Solo escribo cuando soy capaz de ese olvido, cuando la realidad cobra protagonismo y puedo quedarme en un segundo plano. La escritura es una puerta por la que salgo de mí. Un modo, entre otros muchos, de liberarme de la tiranía del yo.
Nuestra época es de profunda desorientación, la gente está más perdida que nunca en un mundo lleno de señales
P: Uno de los temas del libro, y diría que de toda su literatura, es precisamente el del ego. Aspira a no ser autor de lo que escribe, a ser un sencillo testigo. ¿Cómo puede lograrse eso cuando uno escribe en primera persona?
P: Soy un hilo de cobre por el que la luz viaja, pero no soy la luz. O con otro ejemplo: soy un iconógrafo. Retrato algo mucho más grande que yo, algo que me supera y que sin duda no merezco. El único heroísmo del poeta, si puede llamarse así, es ese echarse a un lado para que pase todo lo que llamo realidad. Realidad como sinónimo de una presencia. Del amor que veo en todas partes, mezclado con nuestras miserias.
P: ¿Qué y cómo lee Jesús Montiel?
R: Leo poco, si te soy sincero. Pocas novedades. Releo mucho a mis autores preferidos, eso sí, pero siempre a sorbos, poco a poco. No leo horas seguidas porque la vida no me lo permite, mi vida familiar. Leo como escribo: a ráfagas, de manera intermitente. Muchas veces, abro al azar un libro como el náufrago que abre cocos a la desesperada, con el deseo de calmar la sed.
P: Christian Bobin es uno de sus autores de referencia. ¿Qué ha aprendido de él?
R: Bobin ha educado mi escritura y mi sentimentalidad, me ha mostrado un camino cuando estaba desorientado. Sus libros ―la manera en la que entiende la poesía y la misión del poeta― son fundamentales para entender mi escritura. Yo creo en la relación maestro-discípulo, presente en todas las tradiciones espirituales. También concibo la escritura así, como una tarea espiritual. Y Bobin, sin duda, es mi maestro, igual que para él lo ha sido Jean Grosjean.
Si propongo algo es precisamente no comprender, abrazar lo que no comprendemos, y eso incluye la muerte
P: Le he preguntado por qué escribe, pero no le he preguntado para quién.
Escribo a un lector que no existe pero que es todos los lectores. Cuando acudo a un encuentro o coloquio, cada lector que me aborda es el destinatario de mi escritura. Concibo la escritura esencialmente como una correspondencia. Por eso, aunque no piense en un lector concreto, siempre tengo la sensación, mientras escribo, que lo que escribo acabará en otra biografía. Cada libro, pienso, es una carta de amor. Un brazo alargándose en la oscuridad, en busca de otra presencia.
P: Escribe tanto en prosa como en verso. ¿Se siente más cómodo con la primera o con el segundo?
R: Como explico en Un palacio suficiente, llegó un momento en el que el verso, la métrica, me supuso un verdadero estorbo y comencé a escribir en prosa. Fue un proceso natural, sin cálculo. Sabía y sé que la poesía y el verso puede vivir en otros ecosistemas formales, sin necesidad de los versos. Es más: muchas veces he leído un libro escrito en verso en el que no hay rastro de poesía, y también lo contrario. La poesía es anterior a los libros, vive fuera de los libros, no tiene jaulas. Un palacio suficiente es el último libro que escribí versificando, hará cosa de cuatro años, mientras redactaba Notas a pie de instante, el primero en prosa. Quizá fueran mis últimos versos, no lo sé. El caso es que desde entonces no he regresado al verso ni he sentido la necesidad de hacerlo.
P: Propone el amor contra el antídoto contra el mal y la muerte. ¿Nuestra época está especialmente huérfana de amor?
R: No propongo ningún antídoto. Si propongo algo, es precisamente no comprender, abrazar lo que no comprendemos, y eso incluye la muerte. Nuestra época, por otra parte, es una época de profunda desorientación. La gente está más perdida que nunca en un mundo lleno de señales. El alma ―vuelvo a Christian Bobin― es una especie en extinción, peligrosamente amenazada por la tecnología y Wall Street. Por el transhumanismo. Hay un clima irrespirable en nuestro tiempo. Pero igual que en otras épocas decadentes, siempre hay un resto, unos cuantos anónimos que impiden que todo ruede hacia el abismo. Mi abuelo, cuando cuidaba su huerto, es uno de estos santos secretos. No me refiero a la santidad de las religiones: espectacular, exclamativa. Me refiero a las tareas anónimas cuando son realizadas con atención. A vidas dignas. No lo digo desde una idealización: mis abuelos tenían poca ropa, mucha menos que la que tiene cualquiera de mis alumnos. Pero jamás lucían manchas. Había un respeto, tenían rituales, la campana reglaba las jornadas en el pueblo, como si este fuese un monasterio gigante. Esta época no tiene campanario. Ahora la gente no plancha o dobla la ropa con atención. Todo se hace con urgencia. Hemos convertido la vida ―cuyo sabor paladeaban mis abuelos― en la hamburguesa de un McDonald´s. El sufrimiento psíquico de las personas de nuestro tiempo es un termómetro, la evidencia de algo no marcha bien.
P: ¿Qué libro suyo salvaría de una quema?
R: Sería demasiado pretencioso contestar a esta pregunta. Yo viviré, con suerte, cuarenta años más y por eso mismo me limito a escribir sin pensar mucho en lo que llevo escrito. Por otra parte, todos mis libros, como el resto, serán pasto del fuego cuando este mundo desaparezca. Entretanto, mientras llega ese instante final, espero que sean de ayuda a alguien, nada más.