El autor al que recurro cuando todo lo demás me desespera o aburre se llama Houellebecq. Así empieza esta confesión: yo, practicante de una prosa casi emperifollada, barroca, plagada por el punto y coma, carrerilla e hipotaxis, cómodamente de izquierdas, leo para relajarme los textos de un viejo verde misógino y en ocasiones repugnante, de estilo plano –¡acusado en ocasiones de no tener estilo!– y cara desmejorada; también es quizás el más perspicaz de los novelistas franceses vivos, y lo digo pensando con toda franqueza que Beigbeder, por poner un ejemplo, no tiene una sola novela buena. Lo que plasma en sus textos Houellebecq, claro, no podría reducirse a las llagas que provoca. Y que provoque tantas está muy bien.
Hoy cierta izquierda maneja, y lo hace con muy buen criterio, la conceptualización de Eva Illouz sobre cómo el amor, el deseo y el sexo han adoptado patrones que derivan directamente del funcionamiento de nuestra sociedad de consumo: consumo de cuerpos y humanos como si fueran medios para un placer (o fin) hedonista y masturbatorio. Fijémonos, pues, en lo que dice Illouz de Houellebecq: compara su labor de novelista con la de Balzac en su momento, insistiendo en el parecido entre los proyectos de ambos: si Balzac fue cronista de la extensión del capitalismo a la vida, como Dickens en Inglaterra, Houellebecq narra la transformación de lo afectivosexual gracias a nuestra integración en sociedades de consumo masificado. Cual Casandra, las novelas de Houellebecq estudian a los miserables del gran supermercado mundial y llegan en ocasiones a anticipar los futuros próximos.
Perdedores de la globalización
Houellebecq no se dedica sólo a colocar personajes para interpretar la tragedia de los afectos en la sociedad contemporánea: también esboza teorías e intuiciones inscritas siempre en puntos de vista concretísimos e infinitamente valiosos. Así, aunque luego —en El mapa y el territorio o La posibilidad de una isla— se centre en personajes igual o más descompuestos, pero de clases sociales más altas, el protagonista estándar de Houellebecq —presente en Ampliación del campo de batalla, Las partículas elementales, Plataforma o Sumisión, también Serotonina— es funcionario o cargo burocrático clase mediano, hombre, insatisfecho —sobre todo sexualmente— y relativamente miserable. Dando un paso al lado en cuanto a la división tradicional entre sexos, dicotomía vigente para el feminismo, Houellebecq considera que no son los sexos, sino el sexo lo que se establece “como segundo sistema de diferenciación independiente del dinero”: el acceso o no de cada uno a una pobreza o riqueza según un mercado sexual estructurado de la misma exacta manera que cualquier otro sistema económico. De la misma forma en que explora u observa a los damnificados de la globalización —con un interés muy particular por la Política Agrícola Común de la Unión Europea, y por criticar las políticas europeas en general—, también concibe a sus propios damnificados: narra, mejor que nadie, una crisis de la subjetividad masculina heterosexual, que encuentra en los incels —que se describen como víctimas de un celibato involuntario: en la descripción de Houellebecq, perdedores del liberalismo sexual— sus peores monstruos. Son novelas identitarias de una identidad muy concreta… e interesantísima para su exploración.
Houellebecq describía la miseria sexual que ha inspirado crímenes recientes con 26 años de antelación
El hombre blanco clasemediano heterosexual del cual habla Houellebecq podría parecernos un sujeto privilegiadísimo, y probablemente así sea desde un punto de vista estructural, si es que la palabra privilegio sigue teniendo algún tipo de interés. ¿Cómo es posible, desde tanto privilegio, que chicos jóvenes y occidentales acaben radicalizándose y participando en acciones terroristas? La buena posición estructural no exime de la miseria, más aún cuando se construyen conspiraciones y teorías para justificar el simple hecho de no encontrar pareja sexual, por motivos biológicos o socioculturales… y la frustración sexual puede llevar a uno a desarrollar una inquina y odio malsanos hacia las mujeres, así como la creencia de que se tiene acceso a sus cuerpos “por derecho”, de forma estándar. En febrero de 2020, en Toronto, un adolescente mató de una puñalada a una mujer de 24 años en un centro de masajes eróticos. Las investigaciones concluyeron que la motivación del asesino había sido su “celibato involuntario”. Houellebecq describía esta miseria 26 años antes, en Ampliación del campo de batalla, y no dejó de aspirar a denunciarla: en un mundo en el cual lo afectivo se ha convertido en un supermercado del deseo, aparecen los pobres de libido. Y, como dicen algunas izquierdas, nada es más vehiculante para la revolución que las fuerzas liberadas del deseo. Firmaría Houellebecq, y lo firmaría yo, que no hace falta ninguna revolución del deseo: lo necesario es salvar el amor.
Encuadrar a Houellebecq políticamente, hace unos años, podría habernos resultado complicado: ni exactamente reaccionario ni exactamente izquierdista, reacio al aborto y a la eutanasia, hipercrítico con el mercado y con un solo enemigo, al cual describe como “el libertario o el liberal”, esgrimiendo en entrevistas que “todo enemigo de la libertad individual puede convertirse en un aliado potencial”, declarando su amor por Stalin. Establecer su filiación con Huysmans nos llevaría otro artículo entero. Ahora, en 2021, la respuesta es más simple, como pudo haberlo sido en otros pasados más lejanos: una tercera posición, “ni de izquierdas ni de derechas”, pero radicalmente alejada del centro; una apuesta firmemente antiliberal, antieuropea, anticapitalista… y también en ocasiones islamófoba o misógina, en una siempre deslizante pendiente entre los comentarios de un autor y los atrevimientos de sus novelas. Es difícil asumir integralmente el pack ideológico de Houellebecq, pero dudo mucho que alguien pida eso: lo que merece es, al menos, una amplia reflexión, incluso a veces llena de ternura y de un pathos estremecedor; quien piensa en él simplemente como un charlatán de extrema derecha ignora todo lo que tiene que decirnos sobre nuestro tiempo el señoro más repugnante que podamos imaginarnos. Y debe advertirse que quien ignore lo que su tiempo ha de decirle estará siempre condenado, lo lamentamos, a la derrota.