Los alemanes vivieron 12 años bajo una dictadura en la que la propaganda del régimen inundaba la vida cotidiana. Una ideología que junto a silenciar derrotas, alertaba del apocalipsis si Alemania claudicaba ante las “turbas mongolas” de los comunistas soviéticos. No es difícil imaginar a los mandamases del régimen tiritando de terror ante el derrumbe del mundo en el que habían venido, cuando en la primavera de 1945 con los soviéticos acechaban la capital.
El cianuro y las balas en las sienes corrieron entre los dirigentes del Tercer Reich, Hitler y Goebbels con sus respectivas parejas, se quitaron la vida en el búnker, en el caso del ministro de Propaganda, también se llevó por delante a sus seis hijos. Entre la oficialidad del Ejército también hubo una oleada de suicidios, conscientes del negro futuro que les esperaba. Muchos de ellos habían participado o eran responsables directos en crímenes de guerra y actos de exterminio contra la población judía como el jefe de la Fuerza Aérea, Hermann Goering, que aunque fue capturado por los aliados, se quitó la vida un día antes de ser ahorcado en Núremberg.
Sin embargo, la ola suicida también llegó a los ciudadanos de a pie, muchos de ellos sin ninguna relación especial con el régimen, como recoge Florian Hubert en su obra Prométeme que te pegarás un tiro, traducida al castellano por Ático de los Libros. Durante la guerra, cada importante derrota de la Wehrmacht era acompañada de un reguero de suicidios. Sucedió tras Stalingrado y tras el desembarco de Normandía, sin embargo funcionaban, según explica Hubert, con el patrón de tiempos de paz, siendo casos individuales aislados.
Estas derrotas y los bombardeos aliados sobre las ciudades alemanas comenzaron a sembrar un miedo aterrador en el pueblo alemán. Miedo a perder su honor, su tierra, su familia, su vida y el sentido de esta, que fue explotado por los medios alemanes y creó auténtico pavor en las regiones del Este.
Un médico de un hospital de Königsberg se sorprendió ante una anciana que, mientras estallaban los obuses soviéticos, se negaba a huir y mostraba su fe inquebrantable hacia Hitler: “El Führer no dejará que caigamos en manos de los rusos, antes nos gasearía”. El mismo médico descubrió que los vivos miraban con envidia a los muertos. En su viaje al oeste, el mismo médico dejó anotado un reguero de suicidios que se encontraba al cruzar cada localidad.
El miedo también llegó a veces envuelto en la culpa. La obra recoge el caso de un profesor de latín en Glatz, una ciudad ahora perteneciente a Polonia. Allí Johannes Theinert de 61 años vivía plácidamente junto a su esposa. La ciudad no había sido afectada por la guerra, “ni un solo disparo”, sin embargo, para la pareja, la bomba llegó en forma de visita de un antiguo alumno que tres semanas antes llegaba del frente Oriental. En la visita a su antiguo profesor le explicó el tipo de guerra de exterminio que se estaba viviendo en el Este. Le habló de las enormes filas de gente dirigidas al matadero, de las fosas, de las unidades especiales de las SS, lo que ocurría en los campos de concentración…
“El odio pronto llegará a nuestras puertas”, aparece escrito en las últimas entradas del diario del hombre que pegó un tiro a su mujer antes de suicidarse. Aquel estudiante no solo había llevado la guerra a su tranquilo salón con vistas al Neisse, también los crímenes y la culpa.
Fenómeno silenciado
En las últimas páginas del libro, Huber recuerda la desmemoria que sufrió este fenómeno. Del mismo modo que durante décadas se obviaron los cientos de miles de violaciones a mujeres alemanas tras la guerra, los suicidios quedaron aún más silenciados. “Los muertos de Demmin, Berlín, Leipzig o Siefersheim no tienen cabida en el retablo histórico alemán, en el que hay autores, víctimas y unos pocos héroes. ”
Fue después de la unificación Alemana de 1990 cuando los testigos contemporáneos y los historiadores regionales de Mecklemburgo y Pomerania Occidental se presentaron para sacar a la luz lo ocurrido en Demmin, Neustrelitz, Neubrandenburg, Teterow y otros lugares. Sin embargo, según señala el autor, no tuvieron apenas repercusión. “El hecho de que uno de los mayores suicidios en masa de la historia se produjera en una ciudad de provincias, a dos horas al norte de Berlín, no llegó a oidos de la sociedad alemana”.
Huber cierra su ensayo con el caso de Paul Kittel un comercial de 55 años que el 26 de enero de 1959 confesó ante el Tribunal del Jurado de Hannover unos hechos ocurridos 14 años antes. El 1 de mayo de 1945 cogió la pistola de un vecino muerto y mató a su mujer y a sus hijos de 13 y 14 años, acto seguido se apuntó y apretó el gatillo sin ningún resultado. El arma solo tenía tres balas “Vive porque le faltó una bala”, tituló el Hannover Zeitung. El tribunal dictaminó que Kittel no estaba en su sano juicio aquel primero de mayo y lo absolvió. Concluye Huber: “Los suicidas no encajan en ninguna categoría. Sus actos siguen siendo meras tragedias personales. Pero cada una de sus historias nos habla de la profundidad del abismo que se abrió ante los alemanes al final de esos doce años bajo el poder nazi”.
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