En mayo de 1528, el conquistador español Pánfilo de Narváez desembarcó en la costa de la actual Florida (Estados Unidos) con trescientos hombres bien armados y pertrechados, dispuesto a conquistar la mítica ciudad de El Dorado. Unos meses después el optimismo se había esfumado: los víveres se acabaron y los hombres caían como moscas víctimas del hambre y de las enfermedades. Solo tres, comandados por el jerezano Álvar Núñez Cabeza de Vaca, lograron regresar tras un increíble viaje de diez años a través del continente americano. Por el contrario, los nativos amerindios llevaban milenios habitando esas tierras sin demasiadas dificultades.
Esta circunstancia se ha repetido muchas veces. Europeos bien equipados que no hubieran logrado sobrevivir sin el auxilio de los nativos, como en la infortunada expedición de Burke y Wills a través del desierto australiano. Y la razón de estas desgracias es sencilla: lo que tenían los nativos (y los europeos no) era un “kit cultural” adecuado.
Por kit cultural entendemos el conjunto de conocimientos y tecnologías necesarias para sobrevivir en un medio dado. Cómo construir una piragua, encontrar agua en medio del desierto, saber qué plantas de una región son comestibles y un largo etcétera.
Los humanos dependemos de esos conocimientos en mucha mayor medida que las demás especies de animales. La transmisión de conocimientos por vía cultural, a la par que la adquisición del lenguaje, fueron dos características clave en el proceso evolutivo de nuestra especie.
El estudio de las interacciones entre biología y cultura constituye un campo de investigación en plena efervescencia. Prueba de ello es un reciente número especial publicado por la revista PNAS y dedicado a la evolución cultural.
La cultura es un producto de la evolución
Los leones emplean una sola estrategia de caza, que suele ser efectiva: acechan, aprovechando la vegetación, y realizan un rápido esprint hasta alcanzar y abatir a la presa. Las leonas enseñan a cazar a sus cachorros, de manera que podemos hablar también de transmisión cultural. Sin embargo, este proceso es mucho más sencillo que en los humanos. Nuestra especie ha desarrollado innumerables estrategias de caza y recolección: batida, caza solitaria con arco y flechas, trampas, pesca con multitud de artes… Todos estos conocimientos tienen que transmitirse de padres a hijos y sin ellos la supervivencia es imposible.
Hace unos 2,8 millones de años, un cambio climático convirtió grandes extensiones de bosque en sabana. Nuestros antecesores australopitecos tuvieron que adaptarse a este nuevo medio en el que eran muy vulnerables a sus depredadores. Además, a partir de entonces el clima se hizo mucho más variable: tuvieron que adaptarse al cambio en sí mismo.
La evolución biológica es demasiado lenta para responder en unas pocas décadas. Por eso, pasaron a depender en gran medida de la transmisión de conocimientos por vía cultural. El rápido aumento de nuestra capacidad craneal en esa época es parte de la ecuación. Tuvimos que hacernos más inteligentes, entre otras cosas, para ser capaces de aprender.
Es probable que el lenguaje empezara a desarrollarse entonces. Cultura y lenguaje se refuerzan mutuamente, ya que es casi imposible acumular conocimientos complejos si no tenemos palabras para nombrar las cosas.
Otras especies también tienen cultura, pero no es acumulativa
La transmisión de conocimientos por vía cultural se ha descrito en varias especies de animales. Por ejemplo, algunos grupos de chimpancés usan palitos para pescar termitas y otros emplean piedras para romper la cáscara de algunos frutos secos. Sin embargo, estos rasgos son muy limitados y no son esenciales para la supervivencia de tales especies.
Un aspecto clave que diferencia a las prácticas humanas es que los cambios son acumulativos. Es decir, las técnicas mejoran por la incorporación de pequeños cambios a lo largo del tiempo.
Los grupos de chimpancés mencionados descubren trucos y probablemente los olvidan al cabo de algunas generaciones. El proceso es muy diferente de la clara tendencia a la mejora que ha tenido la evolución cultural humana. Por ejemplo, se cree que el complejo kit cultural de los inuit, necesario para sobrevivir en el Ártico, tardó unos ocho mil años en desarrollarse.
Nuestra psicología también se adapta
Suele pensarse que la evolución biológica y la cultural son cosas opuestas: naturaleza frente a crianza. Esto es un error. La cultura es un producto de la evolución que ha cambiado las reglas del juego al generar nuevas presiones selectivas que favorecieron a los individuos más capacitados para aprender y sacar partido del medio intensamente social en el que hemos evolucionado. Por ejemplo, los humanos tenemos una marcada tendencia a imitar, en primer lugar, a nuestros padres y educadores, pero también a aquellos individuos que tienen mayor prestigio y éxito social.
La evolución biológica no se ha detenido con la aparición de la cultura, todo lo contrario: los científicos han demostrado que se ha acelerado en los últimos cuarenta mil años.
Genes y cultura coevolucionan
El ejemplo más claro de coevolución entre genes y cultura es el desarrollo de la tolerancia a lactosa, que facilita el uso de la leche como alimento en la edad adulta. Este rasgo es muy común en Europa Central y no tanto en el resto de mundo.
Las ventajas de una mutación que hace que la lactasa –la enzima que hace que los bebés puedan digerir la leche– se siga produciendo en los adultos parece clara dentro de una cultura ganadera con acceso constante a este líquido. Cuarenta o cincuenta generaciones serían suficientes para que la mutación se generalizara a la población. De hecho, sabemos que esto ha ocurrido varias veces de manera independiente en Europa, África, la península arábiga y la India.
Muchas otras características humanas han sido objeto de la selección natural a consecuencia de cambios culturales. Por ejemplo, con la llegada de la agricultura la población se adaptó a que el almidón constituyese un elemento principal de la dieta produciendo mayor cantidad de amilasa, la enzima que lo degrada. De una forma u otra hemos logrado que nuestros kits culturales acaben afectando a nuestra evolución como especie animal.
Pablo Rodríguez Palenzuela, Catedrático de Bioquímica, Universidad Politécnica de Madrid (UPM).
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.