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El silbido sin gracia de Aguirre

  

Que el Real Madrid se haga el ofendido con los árbitros merece inscribirse en la antología de los colmos junto al tuerto que se llame Casimiro. Si en todos los casos suena a excusa barata echar la culpa al colegiado, vieja fórmula mentirosa de huida y distracción, mucho más cuando el que llora y protesta es el equipo poderoso, el patológicamente más favorecido. Pero últimamente sucede, además con alevosía, cada vez que un marcador se le tuerce a los blancos. Y con una capacidad mayúscula para provocar ruido, concentrar la atención del personal y silenciar los alrededores.

Posiblemente por eso, con la Liga pendiente de la indignación sobreactuada del Madrid y su propaganda por el arbitraje de Pamplona (¡hablan de persecución!), una forma como otra cualquiera de liberar al empate de otros análisis más comprometedores, pasó inadvertida la acción más sonrojante de la jornada. Un género de infracción bochornosa al que el fútbol español (el europeo sí la castiga cuando la intercepta) parece haber concedido definitivamente barra libre. Uno de esos prototipos de juego sucio que los profesionales camuflan con la cínica coletilla de que lo que ocurre en el campo se queda en el campo.

El autor de la fechoría no está confirmado de forma oficial, pero todas las miradas apuntan a Javier Aguirre, el entrenador del Espanyol: silbar con el balón en juego con la intención de confundir al rival y que se pare. Una forma maliciosa de hacerse pasar por el árbitro. Nelson picó, creyó que el colegiado había pitado y cogió la pelota con la mano. Los malos lo llaman astucia, pero el episodio no tiene otro nombre que trampa.

El incidente del domingo concluyó con Francisco expulsado como efecto colateral. Pero ante eso el entrenador del Almería no tiene coartada, porque la protesta airada al colegiado no está justificada en ningún caso. Sí honra al técnico que se animara después a calificar de antideportiva la práctica, falta de toda ética y de respeto, que diera el paso adelante (tan poco frecuente) de sacar los colores al colega infractor. Aguirre, eso sí, no se dio por aludido. Se limitó a echar balones fuera, a recordar que esto es fútbol y que ya hay muchas cámaras vigilando como para ponerse personalmente a confesar o delatar.

Y lo peor es que el del banquillo del Espanyol no es un caso aislado. Ocurre a menudo en la Liga. Lo hizo Pinto, el guardameta del Barça (fue sancionado por la UEFA por ello), y lo hizo el Mono Burgos, el segundo entrenador del Atlético (Simeone, a carcajadas, también se hizo luego el sueco en rueda de prensa). Y no tiene gracia. Ni defensa ni disculpa. Con lo complicado que lo tienen los árbitros (sobre todo con algunos equipos) como para que además los supuestos profesionales se hagan pasar por ellos. Lo suyo sería (junto a afearlo en público) castigar con dureza, incluso de oficio, al tramposo que sea sorprendido con el sonido del silbato en la boca. Pero no, aquí encima sacan pecho y se ríen. El colmo. Otro más.   

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