Diego Pablo Simeone González nació en Buenos Aires el 28 de abril de 1970. Es uno de los hijos que tuvieron Carlos Simeone y su esposa, Nilda González. Era una familia de clase media que vivió durante muchos años en el barrio de San Nicolás, cercano a la costa atlántica; la casa infantil del Cholo, en la calle de Costa Rica, está hoy medio abandonada. Podría decirse que el centro de gravedad de la vida familiar era el deporte: Carlos, el padre, intentó ser jugador profesional pero acabó ganándose la vida como comerciante. Ya de mayor demostró unas maravillosas dotes para la pantalla: aparece en varios documentales que se han hecho sobre su hijo y en ellos muestra verdadero talento. Falleció en 2022.
Dieguito era un niño como los demás, flaco, de grandes ojos y, al decir de quienes lo conocieron entonces, “muy avispado”. Estudió toda la primaria (hasta los 12 años) en el colegio parroquial de San José, a cinco minutos de su casa; la secundaria la hizo en el colegio San Ambrosio, también cercano. No hay muchos rastros de su formación académica, pero eso en realidad da lo mismo porque no cabía esperar otra cosa de un crío cuya primera palabra no fue “papá” o “mamá” sino “gol”, como aseguraba su padre, quizá exagerando un poco. Sus profesores, que siempre lo quisieron mucho porque era un niño “querendón”, como se dice en su tierra, admiten que era “un poco vago” con los libros y que hacía una pregunta tremenda: “¿Para qué me sirve estudiar si yo voy a ser futbolista?”.
Lo fue, desde luego. Era cabezota. Muy cabezota. Siempre lo fue. Y llevaba el fútbol en el torrente sanguíneo. Comenzó a darle patadas al balón en el colegio, como es natural, pero en cuanto pudo se coló en los alevines del club porteño Vélez Sarsfield. Al principio hizo de recogepelotas pero, en cuanto le vieron jugar, el entrenador Victorio Luis Spinetto se dio cuenta de que aquel flaquito tenía algo; jugaba distinto de los demás, y le puso el apodo que le ha acompañado toda la vida: Cholo. Al veterano entrenador, la forma de jugar del crío le recordaba a otro futbolista, este de los años 60, Carmelo Simeone, a quien llamaban también así, Cholo. Además, coincidían en el apellido aunque entre ellos no hubiese el menor parentesco. Así que Dieguito dejó de ser Dieguito y se convirtió, ya para siempre, en el Cholo Simeone.
Se estrenó en la Primera División argentina en septiembre de 1987, a los 17 años. Marcó su primer gol un mes después. Llamaba la atención porque aquel chiquillo valía para todo, corría como una liebre y estaba en todas partes, aunque su posición teórica fuese la de mediocentro. Además, tenía la rara virtud de la obediencia: hacía lo que el entrenador le pedía. Pero sobre todo por algo también bastante raro: se dejaba la piel en el campo. Peleaba como una fiera. Hacía de los partidos algo casi personal, una cuestión de orgullo. Esa era su mejor arma.
Su carrera profesional fue rápida. En Argentina jugó tres años. Luego lo llamaron de Europa: el Pisa italiano necesitaba alguien así, un todoterreno valeroso, combativo y no muy caro. Pero no tardó en aparecer -es algo frecuente en estos casos- un ángel de la guarda: el entrenador argentino Carlos Bilardo, que por entonces dirigía al Sevilla y que, como es natural, se había fijado en la forma de jugar de aquel chico de cara difícil y de carácter casi romántico. Lo pidió. El Pisa hizo un negocio espléndido porque el traspaso se firmó por 160 millones de pesetas, una moneda que había entonces en España y que quizá alguno de ustedes recuerde.
Pero hay gente que tiene el destino escrito. Simeone necesitaba, tenía que acabar en un club que tuviese una personalidad muy parecida a la suya: romántica, capaz de sufrir y, por lo tanto, de ser inmensamente feliz con los triunfos, quizá mucho más que los demás. Ese era el Atlético de Madrid. El club rojiblanco pasaba por momentos, vamos a decirlo suavemente, complejos. Eran los años en que el dueño del Atleti era el empresario Jesús Gil y Gil, que hacía y deshacía a su absoluto antojo y que tenía la habilidad de mover el dinero con tal maestría que nadie sabía dónde estaba: si en el club, si en la cuenta del presidente, si en Marbella, dónde. Durante aquellos años, el Atleti cambiaba de entrenador una media de cuatro veces por temporada, a veces más. Así es difícil sacar nada en limpio.
Gil, que de fútbol sabía lo justo, no escuchaba a nadie… salvo a algunas personas consagradas por la historia. Una de ellas era Luis Aragonés. Hay que creer lo que algunos dicen: que Radomir Antic, entrenador yugoslavo que logró la inaudita proeza de dirigir al equipo durante tres temporadas seguidas, fichó al Cholo Simeone por consejo de Aragonés, que lo había tenido a su mando en el Sevilla durante unos meses. Quizá sea cierto.
El caso es que Simeone encontró al que había de ser el club de su vida. No empezó bien, pero Simeone estaba allí -y marcó el gol decisivo- cuando el Atleti, en la temporada 1995-96, logró el recordado “doblete” y obtuvo la Liga y la Copa del Rey en el mismo año, lo cual permitió a Jesús Gil pasearse por Madrid en medio del gentío y a lomos de su caballo Imperioso, como si fuese el sultán de la Trapobana. El Cholo Simeone había encontrado un equipo que parecía hecho para él. O él para el equipo. Sin embargo, los grandes amores no siempre empiezan con buen pie. Tres años después, el jugador regresó a Italia.
Tuvo éxito, eso es cierto. Estuvo en el Inter de Milán y en la Lazio entre 1997 y 2003. Logró grandes cosas, sobre todo con el equipo romano. Pero al final, cuando ya tenía 33 años, Simeone regresó al Atleti para jugar dos temporadas más. Casi las últimas. Volvió unos meses a Argentina y se retiró como jugador en 2006.
Su carrera como entrenador comenzó inmediatamente después. Del mismo modo que la mítica reina Ginebra tuvo dos grandes amores (el rey Arturo y sir Lancelot), el Cholo Simeone tuvo, durante años, el corazón partido entre el Atleti y el Rácing de Avellaneda, del que era fan desde chico. Empezó en el club argentino y muy pronto comprobó en su propia cabeza algo que ya había visto en otros: los entrenadores tienen, profesionalmente, menos estabilidad que un elefante con patines. Su duración en el puesto es comparable a la vida de las moscas, que no suele pasar de los quince días. Cuando el equipo va bien, los héroes son los jugadores, o el presidente, o incluso el pobre caballo del presidente. Pero cuando el equipo fracasa, siempre se empieza por decapitar al entrenador.
Simeone, sin embargo, puede enorgullecerse de una cosa: pocas veces esperó a que lo echaran. Durante aquellos cinco años, entre 2006 y 2011, tomó la determinación de ser él quien pidiese la rescisión de los contratos, actitud muy poco frecuente porque los entrenadores tienen, como lo tenemos todos, miedo al paro. Pero el Cholo no parecía tenerlo… o al menos eso es lo que dice él. Dejó el Rácing, dejó el Estudiantes de La Plata, dejó el San Lorenzo de Almagro (¡el equipo del Papa!), dejó el Catania (había vuelto a Italia) y volvió a dejar el Rácing, que lo había llamado por segunda vez.
Hasta que, la víspera de Nochebuena de 2011, se anunció el fichaje de Diego Pablo Simeone como entrenador del Atlético de Madrid, club que llevaba ya siete años en manos del empresario Enrique Cerezo. Aquello fue como el regreso a Sanlúcar de Barrameda de la nao Victoria, con Elcano al frente, después de dar la vuelta al mundo en un viaje de tres interminables años. Simeone había llegado, por fin, a puerto.
Es imposible glosar aquí, por lo menudo, los más de trece años que lleva el obstinado argentino al frente del equipo rojiblanco, colchonero, indio o como se le quiera llamar. Un entrenador que dure trece años al frente del mismo equipo, sobre todo en España, es como encontrarse con un animal que no ha evolucionado desde el Pleistoceno: una rareza biológica. Es verdad que el número de títulos logrado por los atléticos durante este tiempo no es excesivamente crecido: han ganado dos veces la Liga (en 2014 y en 2021), una vez la Copa del Rey (en 2013) y una vez también la Supercopa de España, en 2014. Además, los chicos de Simeone han ganado dos copas de la Uefa (que ahora se llama Europa League) y otras dos Supercopas de Europa.
Pero hay que tener en cuenta que el fútbol español vive, desde hace décadas, algo muy parecido al bipartidismo. En los últimos veinte años, nadie salvo el Real Madrid o el Barcelona ha conseguido ganar la Liga de fútbol. Solo hay dos excepciones: los dos títulos del Atlético. La potencia económica de los dos “grandes” hace prácticamente inútiles los esfuerzos de todos los demás equipos. En el fútbol europeo sucede algo muy parecido: el Real Madrid ha ganado quince Copas de Europa (Liga de Campeones), seis de ellas desde 2014, lo cual ha hecho que la noticia sea que el Madrid no gane la competición que se inventó Santiago Bernabéu hace casi setenta años.
Un equipo de tamaño que podríamos llamar “normal”, como lo son el Atlético de Madrid, el Athletic de Bilbao, el Valencia o cualquier otro de los más conocidos, lo tiene difícil, por no decir imposible, para lograr triunfos resonantes. Eso hace enormemente meritorios los triunfos logrados por Simeone al frente del club rojiblanco.
Los atléticos saben mejor que nadie lo que es “venir a este mundo a sufrir”. Lo llevan haciendo casi desde la fundación del club. Pero Simeone ha logrado algo inaudito: es, ahora mismo, el segundo entrenador europeo que más años lleva al frente del mismo equipo, de todos los que están en activo. Hace ¡trece años! que dirige al Atleti, lo cual le convierte, en nuestro fútbol, en un fenómeno de la naturaleza, casi en una mutación. En Europa solo le supera el alemán Frank Schmidt, que lleva 17 años al frente del modesto Heidenheim alemán. Y el Cholo Simeone acaba de firmar su renovación hasta 2027, lo cual le pone a las puertas de un récord virtualmente imbatible. Hay que remitirse a otra leyenda, Miguel Muñoz, para encontrar a alguien que haya pilotado al mismo club durante tantos años seguidos.
Al Cholo no se le discute. No se le cuestiona. Ese es el milagro. Los atléticos pueden poner de vuelta y media a uno o a varios jugadores, o a todos; pueden meterse con el presidente, con el estadio o con quien se les ocurra, pero jamás se han vuelto contra Simeone. Con la sola excepción de Luis Aragonés, nadie ha logrado jamás identificarse con el sentir del club, con el alma de la afición (y al revés) como este argentino cabezota y sentimental que es capaz de convertir las derrotas en motivos de orgullo, en estímulos para volver a intentarlo, en gestas para recordar durante generaciones.
Hay muchísimos ejemplos, pero uno vale por todos: la final de la Liga de Campeones de 2014, que se jugó en Lisboa el 24 de mayo de aquel año. El Atleti había dejado en la cuneta, para llegar allí, al Chelsea, al Barcelona, al Manchester City y al Milan, que se dice pronto. Pero en el Estadio da Luz lisboeta esperaba… el Real Madrid, quién si no. Aquello fue algo muy parecido a la batalla de las Termópilas. Los jugadores rojiblancos terminaron el partido destrozados, exhaustos, al borde mismo del colapso físico. No pudieron dar más porque no había nada más que dar. Pero al final Cristiano Ronaldo marcó (de penalti) el 4-1 que daba al Real Madrid la victoria… y su décima Copa de Europa.
Cualquier equipo habría caído, después de aquello, en un abismo depresivo del que solo se sale (al menos es lo más frecuente) con la cabeza del entrenador clavada en una pica, aunque sea metafóricamente. Pero eso no es lo que pasa en el Atlético de Madrid. En el Atleti, el Cholo Simeone capitaneó el dolor, y por encima de todo el orgullo del dolor, la nobleza del vencido que muere sin arrodillarse, como si en vez de un equipo de fútbol fuesen los Tercios Viejos en la batalla de Rocroi. Simeone no solo sobrevivió sino que fue más amado que nunca por la hinchada atlética, que le entendía, que compartía con él su rabia y su fe, sus lágrimas. Que le quería.
Y le quiere hoy. Frases suyas como “partido a partido” o “nunca dejes de creer” (que reclama lo esencial en toda pasión y en toda creencia: la fe) están ya en el torrente sanguíneo de todos los atléticos. Los resultados siguen siendo, con frecuencia, adversos y desde luego dolorosos: las recientes derrotas ante el Getafe y el Barcelona hacen virtualmente imposible ganar la Liga este año, y la discutidísima tanda de penaltis ante el Real Madrid (siempre es el Real Madrid), que acabó con el Atlético apeado de la Champions League, han provocado lo que estas cosas provocan siempre en la afición: un intenso dolor. Pero a la vez, gracias a la personalidad de Simeone, una oleada de orgullo -aunque sea orgullo herido- que convierten cualquier futuro encuentro en una revancha, en otro desafío a la capacidad de sufrimiento, en otra hazaña que está ahí esperando.
Cómo no le vas a querer. Aunque eso lo canten los rivales. Qué más da.
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El buey almizclero (Ovibos moschatus) es un animalazo rumiante que vive solamente en el Círculo Polar ártico. Un mamífero artiodáctilo de la familia de los bóvidos, algo que, si nos ponemos a mirar, le pasa a muchísima gente. Pero no todos ni mucho menos pueden decir que, dentro de los bóvidos, pertenecen a la subfamilia caprinae, lo cual hace de los almizcleros, que son bóvidos, primos lejanos de las ovejas y las cabras. Es decir, que tienen una pata en cada continente.
Es un trasto descomunal: suele medir casi dos metros y medio de largo, y alcanza el metro y medio de altura desde las pezuñas hasta la cruz. Está provisto de una espesísima y doble capa de lana de color castaño oscuro, algo completamente lógico en un bicho que tiene que enfrentarse a temperaturas de -40º que no parecen molestarle en absoluto. Pesa casi media tonelada y una de sus singularidades es la impresionante cabeza, propia de los seres obstinados, que posee un apreciable par de cuernos en forma de cimitarra y que le hacen parecer primo del bisonte americano. Bueno, ¡es que eso es lo que es!
La característica más singular del buey almizclero es esta: apareció en mitad del Pleistoceno, hace aproximadamente un millón de años. Y era casi exactamente igual que ahora. El buey almizclero está tan maravillosamente adaptado a su equipo que no ha necesitado evolucionar. El Ártico le quiere y él quiere al Ártico; eso es todo lo que pasa.
Nació en las tundras de Siberia; hace unos 500.000 años pasó a América a través de lo que hoy es el estrecho de Behring (que por entonces se podía pasar andando) y allí se quedó. Andes o después dejó los clubs de su tierra de origen y se adaptó impecablemente a los hielos de Canadá, de donde no se ha movido. Han tratado de reintroducirlo en otras zonas y clubs del Círculo Polar; no ha funcionado.
La pregunta es si este enorme torazo peludo, cabezón y cabezota, resistirá el aumento de las temperaturas provocado por el cambio climático, una catástrofe de dimensiones casi tan graves como la introducción del VAR. De momento, resiste. Él es feliz en el Ártico, eso está claro. Y será difícil que lo echen de allí.