España

Raphael y la pervivencia del arqueópteris

En realidad sigue ahí, ha estado siempre ahí. Sigue siendo aquel

  • Raphael.

Miguel Rafael Martos Sánchez nació en Linares (provincia de Jaén) el 5 de mayo de 1943, en lo peor de los espantosos “años del hambre” que España padeció tras la guerra civil y bajo la dictadura de Franco. Es uno de los cuatro hijos, todos varones, que tuvieron Francisco Martos Bustos, albañil ferrallista, y su esposa, Rafaela Sánchez Martínez. Una familia humildísima a la que la necesidad obligó a emigrar a Madrid, donde se alojaron como pudieron y donde pudieron, incluyendo la casa de una tía del niño. 

Rafael salió listo, moderadamente trasto, no especialmente guapo –eso llegaría después–, muy muy muy enmadrado pero, como es comprensible, con un enorme sentido de la responsabilidad, porque en casa hacían falta todas las manos y no había ni tiempo ni dinero para pagar estudios suntuosos. Pero el chaval, al que llamaban Falín, tenía un don que no tenía nadie más: un oído musical excelente y una voz que, incluso antes del cambio inevitable en la pubertad, llamaba la atención por su pureza, su timbre y su color casi plateado. Esto, que sin la menor duda era herencia de su madre (a doña Rafaela le gustaba mucho cantar), hizo que el niño se “arrimase” al colegio-escolanía de San Antonio, donde le alimentaban, le enseñaron lo indispensable y le admiraban cuando cantaba. Él dice que la primera vez que se subió a un escenario tenía tres años. Quién sabe. La biografía “oficial” de Rafael (por el momento, con F) está llena de lo que en pintura se llaman “pentimenti”: correcciones que tratan de mejorar el resultado final.

Rafaelito, Falín, que se sacaba de crío unas “perras” vendiendo melones y que a los doce años se “colocó” de aprendiz en una sastrería (ha sido siempre buenísimo cortando telas y cosiendo), tuvo la inmensa fortuna de tropezarse con varias personas casi providenciales que le proporcionaron una ayuda decisiva. Una fue el padre Esteban Cegoñal, responsable de la escolanía de San Antonio, que le enseñó mucho sobre el arte de cantar. La segunda, esta sí fundamental, fue el ilustre compositor y profesor Manuel Gordillo, a quien el adolescente Rafael acudió con toda valentía por indicación de su madre. El maestro Gordillo le dio clases de canto y fue capaz de convertir aquella garganta en un instrumento musical único, privilegiado. El chico aprendió a dominar su registro de barítono atenorado con una tesitura muy amplia, y logró hacer con él lo que quería. Nadie más cantaba como él, respiraba como él, dominaba los volúmenes y los matices como él. Mejor dicho, nadie más podía cantar así. Eran unas condiciones físicas excepcionales.

Aparecieron tres personas más, igualmente fundamentales en la carrera del muchacho. La primera fue el hijo de su maestro, Paco Gordillo, que se convirtió en su mánager, su confidente, el dueño de sus secretos, su cómplice, su amigo del alma y el depositario de sus esperanzas durante muchos años. La segunda fue un pianista, Manuel Alejandro, dotado de un extraordinario talento para la composición de canciones. Y la tercera, que llegó un poco más tarde, fue Francisco Bermúdez, uno de los más notorios representantes de artistas que había entonces en España. Pero el trío Gordillo-Alejandro-Rafael Martos estaba destinado a cambiar la historia de la música “ligera” (se decía entonces) española.

Porque aquel chico de Linares, que se había vuelto muy atractivo y que ya había aprendido a sonreír con un gesto seductor que no cambiaría jamás (siempre enseña los dientes superiores), sabía que no bastaba con una voz única. Había que saber moverse en el escenario. Y el mozo, con toda audacia, fue creando una maniera personalísima. Admirador profundo de Edith Piaf, y quizá con un complejo de bajito como el que tenía la estrella francesa (no era para tanto: Rafael medía 1,68), Rafael aprendió a estirar los brazos todo lo que podía, en la dirección que fuese precisa; a caminar por las tablas con una desenvoltura que rayaba en el amaneramiento, y desarrolló una gestualidad única que los perseguidos y acoquinados homosexuales de entonces (hablamos de los primeros años 60) detectaron inmediatamente: Rafael Martos sacaba una “pluma” tremenda cada vez que salía al escenario. Nadie más se atrevía a moverse así. Y esto es lo extraordinario: a nadie más le consintió el público que se moviese así, como si fuese una reina de la copla o una diva de ópera italiana. Como dijo el maestro Gordillo cuando lo vio: “Si hace eso, o lo matan a tomatazos o lo sacan a hombros”. Ocurriría lo segundo. Pero ninguno de los tres sabía entonces hasta qué punto.

El joven Rafael, al que sus amigos llamaban “el niño”, sabía lo que era pasar hambre y era perfectamente consciente de que en su torrente sanguíneo se había alojado el virus de los aplausos, sin los cuales ya no podría vivir nunca más. Su madre le arreó un tortazo terrible la primera vez que llegó a casa pasadas la una o las dos de la madrugada, porque el chaval se colaba en los teatros del centro de Madrid para ver los espectáculos y luego tenía que volver andando a su casa, que estaba en el barrio de Cuatro Caminos. El chaval replicó con una frase memorable: “Empezamos mal, porque voy a hacer esto todos los días”. Y así fue. Hiciera lo que hiciese aquellas noches, así fue. La familia tuvo que asumirlo.

Rafaelito se había vuelto habitual en los abundantes concursos radiofónicos, que eran el método que usaban todos los aprendices de cantante (del género que fuera) para descollar. Le veían tantas veces que se acostumbraron a cambiarle el nombre. Rafael Martos, Rafael Granados, Rafael a secas… “¿Tú otra vez por aquí? ¿Y qué vas a cantar hoy?” “Yo lo que usté me diga”. Lo mismo daban jotas que bulerías que coplas o baladas románticas. Aquel chaval desparpajado cantaba lo que le echasen. Y empezó a darse cuenta de una cosa: no se cansaba. No se le fatigaba la voz. Era capaz de cantar durante horas sin perder lustre ni potencia, sin que aquel sonido maravilloso se agrietase ni por un momento.

Manuel Alejandro recuerda los tiempos en que él tocaba todas las tardes y noches en un local nocturno del centro de Madrid, llamado Picnic; según él, por la noche aquel sitio se convertía en “la meca del mundillo homosexual”. Allí le conoció Rafael Martos y allí iban a verle, noche tras noche, Paco Gordillo y él. Y Alejandro empezó a escribir canciones para aquel jovencito tan saleroso que cantaba tan increíblemente bien, que sonreía y parpadeaba tan seductoramente y que parecía que no terminaba de comer bien nunca. 

A aquella colaboración se deben muchas de las más grandes canciones españolas de los últimos setenta años. Títulos como Yo soy aquel, Qué sabe nadie, Digan lo que digan, Hablemos del amor y muchas más. Entre ellas, Mi gran noche, canción compuesta por Salvatore Adamo pero para la que Alejandro hizo los arreglos. Si se fijan, en la mayoría de esas canciones de amor no es posible identificar el sexo de la persona a quien van destinadas, no se sabe si es hombre o mujer. Muchas de ellas acabaron siendo adoptadas, casi como himnos, por “el mundillo homosexual”, como decía el propio Alejandro, porque hablaban de un amor apasionado (o un dolor no menos intenso) pero perseguido, al que la gente critica y que debe ocultarse. No se volvería a producir un fenómeno semejante hasta la aparición, décadas después, de las canciones de Nacho Canut para Alaska, que tienen un mensaje muy semejante pero ya sin disimulo de ninguna clase, como A quién le importa.

El primer éxito de Rafael llegó en 1962, en el “IV Festival de la Canción Española” que se celebró en Benidorm. Todos los intérpretes competidores salieron de fiesta, se fueron a la playa y llegaron al certamen derrengados. Rafael se quedó en el hotel descansando y se presentó a cantar con la voz perfecta. Y con un traje que se había hecho él mismo. Ganó con una canción perfectamente olvidable que se titulaba “Llevan”. Aquellas 100.000 pesetas del premio le permitieron dar la entrada para una casa (su familia se había tenido que mudar a un piso terrible en Carabanchel) y “comprar” a la revista Primer Plano para que le dedicasen la primera portada de su vida, con una foto atroz en la que más parece un novillo enfadado que un muchacho. El cantante dice que fue la única vez que hizo aquello en su vida. Seguramente es cierto.

Empezó a grabar discos. Cambiaba de compañía casi tanto como de calcetines, porque las discográficas mercadeaban con los artistas como luego harían los clubes de fútbol con los jugadores. Pero su paso por la holandesa Philips propició que a Paco Gordillo se le ocurriese el “nombre artístico” del “niño”. En la palabra Rafael cambió la F por una PH, que sonaba más extranjero y era más original. Aquella idea tan inocente hizo nacer a Raphael. También por entonces dijo alguien, por primera vez, que lo que Raphael hacía en el escenario, con su gestualidad exageradísima y sus movimientos de manos, era desenroscar bombillas. La broma pervivió durante décadas.

Era casi inevitable que cayese en los sótanos de los clubes nocturnos y salas de fiestas, donde cantaba, acompañado por un pequeño conjunto instrumental, mientras la gente bailaba, charlaba, ligaba o se peleaba. Pero él se sacaba un dinero que le permitía comer decentemente… e ir en taxi, porque empezaba a sentirse una estrella y tenía claro que las estrellas no van en metro a ninguna parte. La prensa empezó a ocuparse de él. Y él, Raphael, un día se hartó y decidió que nunca más cantaría en salas de fiesta. Quería que la gente, el público sin cuyos aplausos no podía vivir, fuese a escucharle a él. Y a nada más. Sentados y quietecitos. Si bien se mira, eso mismo es lo que pretendía Wagner cuando diseñó el teatro de la ópera de Bayreuth.

El año 1963, el de los 20 años del “Niño de Linares”, como también le llamaban, fue terrible. Raphael decidió convertirse en algo parecido a un empresario y se inventó una gira por muchos pueblos de España a la que él acabaría llamando “la tournée del hambre”. El nombre oficial era “Noches de ronda”. Consistía en que los tres mosqueteros (Paco Gordillo, Manuel Alejandro y el propio Raphael), junto con otros artistas, se metieron en un autobús y se dedicaron a recorrer pueblos y pueblos, como los cómicos de la legua a los que luego retrataría Fernán Gómez, cantando donde podían. A veces les pagaban más. A veces, menos. En ocasiones iba bastante gente a verles. En otras, pues no tanto. Pasaron, como suele decirse, más hambre que el perro de un ciego. Hambre física. Cuando el dinero no alcanzaba ni para bocadillos, Paco Gordillo llamaba a su padre (el maestro de Raphael) suplicándole un giro postal para poder alimentarse. Raphael aprendió para siempre lo difícil que es cantar con el estómago vacío. Y lo importante que es el dinero…

Pero el éxito definitivo llamaba a la puerta. Raphael logró que el bailarín Antonio le dejase cantar en el Teatro de la Zarzuela de Madrid (nada menos) el día en que la compañía descansaba: miércoles 3 de noviembre de 1965. Paco Gordillo se volvió loco con el teléfono pero llenó el teatro, aunque fuese haciendo trampa: llamaba a alguien y le decía: “Tienes dos entradas en taquilla”, y era verdad, pero luego había que pagarlas (esto lo cuenta con mucha gracia Miguel Ríos, que estuvo allí). Un muchacho cantando ¡durante tres horas!, él solo en el escenario, acompañado de la orquesta. ¿Se había vuelto loco? Pues es posible. Eso dijo la mayoría del “mundillo musical”. Pero el éxito fue resonante y el mundo cambió para Raphael, definitivamente, aquella noche.

Luego llegó “lo de Eurovisión”. La fama de Raphael, a quien le ponía ojitos tiernos hasta Carmen Polo (la esposa de Franco), hizo que el ministro Manuel Fraga influyese para que el cantante fuese el representante de España en el festival, que se celebraba en Luxemburgo. Fue el 5 de marzo de 1966. Seguramente Fraga no sabía cómo funcionaba Eurovisión y se pensaba que lo de los votos era de verdad y era honesto. Raphael se presentó allí vestido de oscuro y con una obra maestra: Yo soy aquel, de Manuel Alejandro. Dirigía la orquesta el legendario Rafael Ibarbia. Quedó en séptima posición: nueve puntos frente a los 31 de Udo Jurgens, que representaba a Austria y que fue quien ganó. Fraga, cabreadísimo, hizo que la prensa oficial (casi toda; la que no lo era, lo parecía) contase aquello como una ofensa a la patria, un robo y punto menos que una declaración de guerra. Pero hoy es el día en que muchos austriacos de cierta edad se saben de memoria Yo soy aquel, mientras que nadie recuerda la canción de Udo Jurgens… ni ninguna otra de aquel año. 

En 1967 sucedió lo mismo. Raphael volvió a representar a España (esta vez en Viena; es rarísimo que un cantante repita) y quedó en sexto lugar con otra balada magistral de Manuel Alejandro que también ha durado hasta hoy: Hablemos del amor. Al año siguiente, 1968, se presionó al cantante para que volviese a intentarlo y le mandaron un mensaje muy claro: “Ya sabemos cómo ganar”. Pero Raphael odia perder y dijo que no, que otra vez ya no. Aunque, efectivamente, sabían cómo hacerlo: en 1968 ganó Massiel, y el triunfo –hoy ya se sabe esto– se logró como se lograba en la Edad Media la elección para la corona del Sacro Imperio Romano Germánico: con influencias… y con mucho dinero.

Aquel fue el punto de partida de una carrera internacional con la que no tiene comparación posible la de ningún otro cantante (Raphael prefiere decir “artista”) español de ninguna época; quizá, lejanamente, la de Julio Iglesias. En aquel momento cambió todo: ya no se trataba de decir dónde podrías cantar sino dónde quieres cantar, porque el mundo se rindió ante aquella voz prodigiosa que parecía no fatigarse nunca, una resistencia física inhumana, una pasión sin límites y un amaneramiento escénico cada vez más exagerado que el público machista de entonces, increíblemente, adoraba, pero solo en él. A nadie más se le consentía.

En 1971 se casó con la periodista y aristócrata Natalia Figueroa, nieta del conde de Romanones, lo cual cerró muchas bocas: ha sido un matrimonio feliz con tres hijos que no han querido ser famosos, y no lo han sido. Raphael conquistó toda América, desde EE UU hasta la punta de la Patagonia. Tiene las paredes de su casa de Madrid empedradas con los discos de oro que ha ido ganando: 335. Y 50 de platino. Y uno de uranio. Europa entera se puso a sus pies. Absolutamente nadie ha hecho más por las relaciones entre España y la Unión Soviética (más tarde, Rusia) que este hombre, que viajó muchas veces a Moscú cuando ningún otro español podía hacerlo y que conserva en aquel país clubes de fans cuyas socias más veteranas tienen más o menos su edad, pero también las hay jovencitas y con los pelos de colores. Es imposible saber cuántos discos ha vendido esta fiera a lo largo de sus más de seis décadas de carrera artística; se suele dar la cifra de 50 millones, pero está claro que son muchos, muchísimos más. 

Raphael ha sobrevivido a todos los cambios culturales, sociales, musicales y hasta políticos de los últimos 70 años. Esto quiere decir que ha sabido reinventarse y adaptarse a cada nuevo clima, sin dejar nunca de ser él mismo. Era el “niño bonito” del régimen de Franco, y acudía a las fiestas del palacio de El Pardo, pero ha tenido mucho más éxito con la democracia que con la dictadura. Ha sobrevivido a todo; incluso a la devastadora peste del reguetón, que ya es decir. Triunfó con la tele en blanco y negro pero más con el color. Sus fans lo son para siempre, pero sus detractores (que los ha tenido, y muchos) suelen convertirse al “raphaelismo” antes o después, porque este hombre es un fenómeno que excede lo musical y entra en el terreno de la sociología o de la estadística. 

Pasó por momentos muy duros: desde su primera crisis vocal y anímica (se enfadó con su madre), en Las Vegas, a principios de los años 70, en un momento en que no podía con su alma, hasta su hepatitis y el trasplante de hígado que le salvó la vida en 2003, porque su adicción al alcohol le había provocado una cirrosis hepática que estuvo a punto de matarlo. Pero salió adelante. Y se reinventó. Siempre lo hace. Hay pocos cantantes que hayan renovado un contrato discográfico… a los 77 años, como hizo Raphael con Universal Music en 2020. Y muchos menos que se hayan dedicado a organizar giras en las que canta acompañado de una orquesta sinfónica en toda regla: se presentó en el Royal Albert Hall, de Londres, uno de los templos de la ópera mundial, en julio de 2019. Y el éxito fue… pues el mismo de siempre.

Suele decirse que la navidad en España no existiría (o sería otra cosa) si Raphael no hubiese grabado El pequeño tamborilero, el villancico más conocido de nuestro país después de Noche de paz y seguramente Canta, ríe, bebe. Pues este es el hombre que en el pasado mes de diciembre, cuando grababa su enésimo especial de navidad para televisión, se encontró mal y tuvieron que hospitalizarlo. Tiene 81 años y un linfoma cerebral del que ya se está tratando, al parecer con éxito. Esa enfermedad le ha obligado a suspender su gira de conciertos por América… pero no sus actuaciones en España, que a día de hoy mantiene. Como decía Manuel Alejandro, “más burro que un arado”.

Es, sencillamente, un fenómeno de la naturaleza. Un caso único.

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El arqueópteris (Archaeopteryx) es un género presuntamente extinguido de aves primitivas. Suele decirse que es el eslabón que une a los dinosaurios, que desaparecieron a finales del periodo Cretácico, con las aves, que en realidad son sus sucesores. 

Vivió en el Jurásico superior y se ha encontrado gran cantidad de fósiles suyos. No era muy grande pero tampoco parecía un gorrión. Tenía dientes, que solía mostrar, y también plumas, muchísimas plumas, infinidad de plumas, hay que suponer que profusamente coloridas. Es de suponer que cantaba, aunque esto no es más que una hipótesis porque en el Jurásico superior los métodos de grabación de sonido no estaban aún debidamente desarrollados. Pero los huesos del cuello, muy semejantes a los de las aves de hoy, permiten deducir que sí, que tenía una voz potente y sonora.

Lo notable del arqueópterix es su increíble capacidad de adaptación. No solo porque viviese en lugares muy diferentes, en épocas distintas y con climas diversos, sino porque después de él vino todo lo demás: todas las aves que hoy conocemos, desde las sofisticadas y suntuosas aves del paraíso hasta pájaros pintos y/o de cuenta como los cuervos reguetoneros. Esto demuestra que la extinción del arqueópterix es solo relativa, podría decirse que simbólica. En realidad sigue ahí, ha estado siempre ahí. Sigue siendo aquel.

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