Vladímir Vladimirovich Putin nació en San Petersburgo (por entonces aún Leningrado) el 7 de octubre de 1952. Es el pequeño de los tres hijos de Vladímir Spiridónovich Putin, que había sido oficial de la Marina soviética, y de su esposa, María Ivánovna Pútina, que trabajaba en una fábrica. La familia no es que fuese humilde: es que estaba en la miseria. Vivían amontonados con otras personas en un apartamento comunal de tres habitaciones por cuyas paredes y techos corría el agua; el edificio, que aún existe, era una especie de colmena inhabitable en el que las verdaderas dueñas de la situación eran las ratas, pero los vecinos no tenían conciencia de su indigencia porque todo el mundo, en la zona, sobrevivía más o menos igual.
Vladímir aprendió sus primeras letras en la Escuela 193, ubicada en un callejón cercano. No es que fuese un niño conflictivo: es que era el abusón, el matón de la clase, el chaval al que los demás temían. Dice su biografía oficial que luego estudió Derecho. Si lo hizo, jamás ejerció.
Putin se libró de ser un delincuente juvenil, carne de navajazo en una esquina, gracias a dos cosas: el yudo, que le apasionaba y para el que demostró notables aptitudes, y la serie de televisión Diecisiete instantes de una primavera, cuyo protagonista era el habilidosísimo espía Max Otto von Stirlitz: la réplica soviética de James Bond, interpretado por el actor Viacheslav Tíjonov. El joven Putin estaba fascinado por aquella serie y gracias a ella decidió que quería ser espía. Consiguió entrar en el KGB, no sin dificultades, ya pasados los 20 años.
Pero fue, al menos al principio, un espía un tanto peculiar. Un agente valioso del KGB jamás aparece en fotografías, ni siquiera en las de grupo o en las familiares. Putin sale en todas. Eso es prueba de que mucha importancia no le daban. Era más bien un funcionario. Pero sí tenía maneras de espía cinematográfico. Cuando se enamoró de Ludmila, su esposa durante treinta años, pedía a sus amigos que tratasen de seducir a la muchacha, para comprobar su fidelidad. Le salió bien: Ludmila respondía siempre que ya tenía novio y los espantaba. Se casaron en 1983.
Este tipo callado, atractivo, de sonrisa escasa y una penetrante mirada de hielo; este cachorro de espía al que en realidad no conocía demasiada gente, pero que había aprendido rápidamente lo útil que resulta ser servicial y obsequioso con el que te manda, fue enviado a Dresde (Alemania oriental) como miembro del KGB. No hizo nada significativo. Siguió apareciendo en todas las fotos. Pero vio cómo caía el muro de Berlín… y cómo se quedaba sin trabajo, con Ludmila y dos niñas a cuestas. Volvió a San Petersburgo, no tenía mejor cosa que hacer.
Ahí tuvo un golpe de suerte. Un amigo de un amigo le puso en contacto con Anatoli Sobchak, el alcalde de la ciudad, una de las personas más corruptas que ha habido en Rusia en las últimas cuatro décadas, y hay que admitir que eso tiene su mérito porque la competencia era dura. Se ganó el aprecio y la confianza de Sobchak. Comprendió que, para sobrevivir, los funcionarios públicos no hacían daño a nadie si caían en la tentación (fácil) de aceptar sobornos, aunque a él eso era algo que le costaba trabajo, quizá por su timidez o quizá porque seguía sin conocerle casi nadie.
Cuando la Unión Soviética implosionó, Putin lo pasó mal. Había sido educado en el mito de la Gran Nación y el fracaso le hizo sufrir. Aprendió una cosa: si quieres triunfar, los principios morales muchas veces son un estorbo, pero las ideologías lo son siempre. Lo que cuenta es el poder. Cuando Sobchak, que confiaba plenamente en él, perdió las elecciones a un nuevo mandato como alcalde, Putin aprendió otra cosa: la democracia está bien como materia de discusión teórica, pero nunca, nunca hay que dejar el resultado de los comicios en manos de los votantes. Nunca. Las elecciones están para ser amañadas. Putin jamás olvidaría esta lección y la pondría en práctica cuantas veces fue necesario. Y han sido bastantes.
De nuevo estaba sin trabajo. Los Putin se mudaron a Moscú, como tanta gente. Pero otra vez le sonrió la suerte: le dieron un puestecito en el Kremlin, a cierta distancia del presidente Borís Yeltsin. Pero Yeltsin, un alcohólico irrecuperable que ya no era capaz de tenerse en pie, había tomado dos decisiones importantes. La primera, crear capitalistas para un país que debía convertirse en capitalista, lo cual le llevó a dejar la nación en manos de los llamados “oligarcas”: es un eufemismo por mafias. La segunda decisión fue buscar un sucesor para que su legado (fuera cual fuese) no se perdiese. Estudió, o hizo estudiar detenidamente, a los treinta o cuarenta altos funcionarios más serviciales del Kremlin. Y por alguna razón se fijó en Putin. La “corte” del Kremlin se hizo la pregunta habitual: “¿Y quién es ese?”.
Pronto lo sabrían. En 1998, Yeltsin hizo a Putin director del FSB, que era el nuevo nombre del KGB. Luego, secretario del Consejo de Seguridad Nacional. Aquel tipo de ojos de hielo que hacía temblar cuando enseñaba los dientes era el “heredero”, estaba claro. Había que crear un líder a partir de un oscuro funcionario. Había que enseñarle a hablar, foguearle en público, hacer que perdiese el miedo escénico, sacudirle el pelo de la dehesa. Alguien hizo un documental, una serie de cortometrajes dedicados a los líderes del FSB. En el dedicado a Putin, la música de fondo es la banda sonora de la serie Diecisiete instantes de una primavera. El oscuro Vladímir ya había conseguido, por fin, ser el audaz espía Stirlitz.
Volvió a salir bien. Yeltsin le había hecho vicepresidente. Luego, presidente interino, porque él estaba ya para pocos trotes. Putin hizo dos cosas, para empezar. La primera, reunirse con los “oligarcas” que se habían hecho con el control económico de Rusia, de sus infraestructuras y sus servicios públicos. Les dijo más o menos esto: Ahora hay nuevas reglas. Pueden ustedes seguir enriqueciéndose, pero el que manda soy yo. Procuren no enfrentarse a mí porque se arrepentirán. Pueden ustedes ser mis enemigos, porque un enemigo es quien te combate abiertamente, con nobleza. Eso es aceptable. Pero nunca sean traidores, porque los traidores mueren como perros. El problema era que la línea que separa a los enemigos de los traidores la marcaba el propio Putin. Y esa línea, con el paso del tiempo, sencillamente dejó de existir.
Lo segundo que hizo (y lo hizo inmediatamente) fue acabar con el “problema” de Chechenia, una diminuta república del Cáucaso que tiene el tamaño aproximado de la provincia de Cuenca y que llevaba dando problemas casi diez años. ¿Cómo lo hizo? Entre agosto y septiembre de 1999, con Putin recién instalado en el enorme despacho del Kremlin, se produjo una sanguinaria serie de atentados en Moscú y en algún otro lugar. Hubo centenares de muertos. Los terroristas ponían bombas en edificios de viviendas, donde habitaban familias corrientes, y estos saltaban por los aires, hechos pedazos. La gente estaba aterrada.
La Policía responsabilizó inmediatamente a los rebeldes chechenos. Tenía sentido. El único problema fue que la ¿despistada? policía de la ciudad de Riazán (a 200 km. de Moscú) pilló con la manos en la masa a tres individuos que se disponían a hacer estallar otro edificio más, con el mismo tipo de bombas que en los atentados anteriores. Y los tres detenidos resultaron ser agentes del FSB, el organismo que dirigía Putin. Costó mucho trabajo convencer a la gente de que las terribles masacres no habían sido obra de los propios servicios secretos rusos, para justificar la nueva guerra de Chechenia. Se dijo oficialmente que lo de Riazán había sido un “ejercicio de entrenamiento”. Hubo gente que se lo creyó. Pero también hubo quien dijo que el nuevo presidente había vuelto a enseñar los dientes y que no se detenía ante nada.
Ante nada. Eso era innegable. El presidente interino Putin, personalmente, se puso al frente de las tropas que entraron en Chechenia a sangre y fuego. El ejército ruso no estaba entonces en su mejor momento ni mucho menos, pero en pocos meses tomaron Grozni (la capital chechena), la pequeña república fue aplastada y la popularidad de Putin llegó a extremos casi legendarios: muy útiles habían sido las fotos del presidente pilotando tanques o aviones de combate.
Yeltsin renunció definitivamente a la presidencia en la nochevieja de 1999. El presidente interino, Putin, ya tenía entonces un aura de héroe nacional que no se veía desde el mariscal Zhúkov. Ganó las elecciones, naturalmente; ya sabía cómo se hacen esas cosas. Hubo protestas por fraude y por intolerables presiones a medios de comunicación adversos, pero en esta ocasión es probable que la victoria electoral (más de la mitad de los votos emitidos) fuese limpia. Una anécdota: Yeltsin, cuando se supieron los resultados, llamó a Putin para felicitarle: era su padre político, se lo debía todo. Le dijeron que esperase un momento. Yeltsin estuvo hora y media sentado en una silla, mirando el teléfono. Putin nunca llamó.
Putin reorganizó la geografía política de la Federación Rusa. Hizo que las leyes federales anulasen a las de los “sujetos federales”, casi 90 territorios agrupados primero en siete y luego en ocho distritos. Sometió, uno tras otro, por métodos muy variados que se basaban todos en la intimidación, a los medios de comunicación críticos con él. El magnate Borís Berezovski, antiguo aliado de Putin, se enfrentó con él. Era uno de los hombres más poderosos de Rusia, magnate de la televisión y de las líneas aéreas. Berezovski se exilió en Londres tras la llegada de Putin a la presidencia. Allí apareció ahorcado en marzo de 2013.
Poco tardó Putin en dejar de ocultar que su intención era recuperar la grandeza de Rusia. Su popularidad se resintió por un tiempo tras el desastre del submarino Kursk, cuyos tripulantes podrían haberse salvado, pero Rusia se negó a aceptar la ayuda de británicos y noruegos. Favoreció sin disimulo el enriquecimiento de sus fieles, muchos de ellos “compañeros” del FSB. No hizo lo mismo con sus “enemigos o traidores”, como Alexandr Litvinenko, agente del FSB que protestó porque le habían ordenado asesinar a Berezovski y él no era un gánster ni quería serlo. Litvinenko también huyó a Londres, donde se le concedió la nacionalidad británica, y allí fue envenenado con polonio. Murió el 23 de noviembre de 2006. Rusia, y desde luego Putin, negaron siempre cualquier implicación en el crimen. Pero son los únicos que lo niegan. De hecho, otros exiliados como Alexander Goldfarb concluyen que el asesinato de Litvinenko fue más un escarmiento y una advertencia que un simple crimen, porque hay maneras mucho más sencillas de matar a una persona. Pero el envenenamiento “hay que demostrarlo”, como sonríe Putin cuando se le habla de esto, y sobre todo produce terror entre quienes pudieran tratar de imitar a la víctima. Precisamente de eso se trataba.
La periodista Anna Politkóvskaya, amiga de Litvinenko y muy crítica con Putin, murió acribillada a tiros en el ascensor de su casa, en Moscú, poco antes de la muerte del anterior. Nunca se aclaró quién la mató… ni por orden de quién, aunque cuatro desconocidos fueron condenados a penas de cárcel, años después, con lo cual las conciencias occidentales quedaron tranquilas.
Además de estos, la lista de opositores a Putin que han fallecido de muerte más bien poco natural es muy larga. Borís Nemtsov, viceprimer ministro en los tiempos de Yeltsin y destacada figura de la oposición liberal: tiroteado mientras paseaba al perro. Natalia Estemírova, defensora de los derechos humanos: desaparecida. Andréi Kozlov, subgobernador del Banco Central: asesinado a tiros. Paul Klébnikov, editor de la versión rusa de la revista Forbes: tiroteado desde un coche, al estilo Chicago. Yuri Shchekochijin, diputado y periodista del periódico opositor Nóvaya Gazeta: envenenado con talio. Hay muchos, muchos más.
Vladímir Putin se vio obligado por la Constitución a dejar la presidencia de Rusia después de ocho años de mandato, en 2008. No hubo ningún problema. Puso en la presidencia a su fiel amigo Dmitri Medvédev y él continuó como primer ministro. Al concluir los cuatro primeros años de Medvédev, Putin regresó a la presidencia con su partido, Rusia Unida. Hasta hoy. ¿Y las elecciones? ¿Cómo se ganaban? Ya hemos hablado de eso. Se ganaban y basta. Las elecciones no son algo que preocupe especialmente a Vladímir Putin. La modificación de la Constitución rusa le permitirá seguir siendo presidente hasta 2036.
“Pacificó” Chechenia. Se anexionó la península de Crimea, por las bravas, en marzo de 2014. Ha convertido a Bielorrusia (con la ayuda del dictador Lukashenko) en un estado vasallo. Las tropas rusas desmembraron Georgia en 2008. “Ayudó” con sus tanques a otro títere, el kazajo Tokáez, no hace todavía tres meses. Y ahora ha invadido Ucrania, país que no se le ha terminado de someter y que había solicitado (de momento, sin éxito) la entrada en la OTAN. Es la apuesta más fuerte, más peligrosa y más insensata de Vladímir Putin.
Quizá el problema es la soledad inherente a todo autócrata. Vladímir Putin no conserva junto a sí a nadie que le contradiga, que le plantee una opción distinta, siquiera que le diga la verdad. Ni civiles ni militares. Su sueño de recuperar la “grandeza de Rusia”, lo que el presidente Biden llama “la reconstrucción de la Unión Soviética”, se puede haber convertido para este hombre en una obsesión parecida a la de Hitler con el “Reich de los mil años”. El antiguo sirviente silencioso, taimado y gélido se ha convertido, encumbrado al poder absoluto, en un tipo temible que es capaz de avergonzar en público, de hacer temblar de miedo a su sucesor al frente de los servicios secretos. Hay quien dice que está perdiendo no se sabe si la razón, pero desde luego sí el sentido de la realidad. El abusón, el matón de la clase, recupera sus costumbres infantiles.
Este es el hombre que ha llevado al mundo más cerca de la Tercera Guerra Mundial que nadie antes, al menos desde Jruschov desde la crisis de los misiles cubanos en 1962.
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El lobo ártico (canis lupus arctos) es una subespecie del lobo (canis lupus) que habita, como su nombre indica, en las inmediaciones del círculo polar ártico, sobre todo en Canadá y Groenlandia.
Sus características principales son dos: la fortaleza y el color de su pelaje, que se vuelve completamente blanco a los dos meses de edad. La fortaleza física, lo mismo que la paciencia, le sirve para cazar: como en su hábitat apenas hay plantas o arbustos tras los que esconderse para acechar a las presas, necesita una gran fuerza física para recorrer grandes distancias. El color blanco le sirve, obviamente, para lo mismo. Se mimetiza con la nieve y, sencillamente, no lo ves. No te das cuenta de que está allí… hasta que ya es demasiado tarde.
Como todos los lobos, caza en manada. Pero las manadas están dirigidas férreamente por un animal, un macho alfa (también puede ser una hembra), que se caracteriza por una fuerza muy superior, una astucia que procede de su veteranía y una crueldad sin límites. Tiene sus motivos: en un entorno tan duro y tan hostil, la piedad es la antesala de la muerte. Y eso vale lo mismo para las presas que para sus congéneres, aunque sean del KGB.
En el lobo ártico se acentúa una característica común a todos los lobos: su mirada es espeluznante. Es hielo puro. Una vez que llega a la edad adulta, los ojos del lobo blanco no transmiten expresividad alguna, ni cariño, ni dulzura, ni alegría ni abatimiento. Solo infunde miedo. Miedo en estado puro. A veces parece que sonríe, es cierto. Pero no. Solo enseña los dientes.