Opinión

Cuidado con ese individuo

Lo que él llama la “reconquista” de Ceuta y Melilla no ha terminado ni mucho menos: ha entrado en una nueva fase que, en principio, parece pacífica. Pero es una nueva fase, no el final de nada

  • El rey de Marruecos, Mohamed VI

“Tenemos mucha esperanza en la propuesta del señor Baker”, me decía, me repetía el muchacho, flaco como un sarmiento, mirándome a los ojos con los suyos enormes, negros, desvalidos. “Mucha confianza”, remachaba, y los demás, en aquel sótano repleto de gente como él, asentían y murmuraban cosas en su lengua.

Hace de esto 25 años. Mi director, Pedro Páramo, me había enviado a la isla de La Palma para hablar con los refugiados saharauis. Vi a muchos de ellos. Todos tenían el mismo aspecto: el de la gente que sabe de dónde viene pero no sabe a dónde irá, a qué lugar podrá volver. Gente trasterrada que vive de milagro. No vi fanáticos entre ellos, ninguno. En sus caras había, más que miedo, la pesadumbre de una paciencia que no sabían cuándo habría de acabar. No había viejos allí. Todos habían nacido en un país ocupado, el suyo, y habían logrado escapar, porque ser varón adulto en el Sahara de hace un cuarto de siglo era jugarse la vida, si habías nacido allí.

El antiguo secretario de Estado de EE UU, James Baker, había intentado sinceramente que se celebrase el famoso referéndum de autodeterminación del Sahara. Ese era el plan que daba esperanza a los refugiados de La Palma. Dedicó muchos meses a aquello. Convocó varias reuniones. Al final logró un acuerdo entre marroquíes y saharauis que, andando el tiempo, terminó como todos los presuntos acuerdos y negociaciones entre las dos partes: en el último momento, el rey de Marruecos (por entonces era Hassan II) faltó a su palabra, como tantas veces; dijo que no habría referéndum y todo terminó en nada.

Hace ahora 46 años que aquel mismo rey aprovechó la terrible debilidad del gobierno español (se estaba muriendo Franco y nadie sabía qué hacer) para lanzar a cientos de miles de civiles marroquíes hacia la frontera del entonces Sahara español, rezando a gritos y enarbolando ejemplares del Corán y fotos del monarca. Aquello lo diseñó el Departamento de Estado de EE UU, que prestó un indispensable apoyo logístico. España, a pesar de todas las bravatas y todas las palabras huecas, bajó la cabeza, huyó del Sahara, traicionó a la población, faltó a su palabra, se olvidó del prometido referéndum de autodeterminación y puso a salvo a sus militares. Seguramente no podía hacer otra cosa, con Franco agonizando lentamente. Pero eso fue lo que pasó.

Se construyó una interminable y progresiva serie de muros que aislaron la práctica totalidad del territorio; se sembraron los pedregales con millones de minas y se apostó allí a decenas de miles de soldados

Casi medio siglo después, apenas queda nada ni nadie de todo aquello. El tiempo jugaba a favor de Marruecos y supo usarlo. El lento proceso de “marroquización” de la antigua provincia española (porque era una provincia, igual que Burgos o Jaén o Pontevedra) fue, al principio, militar: se construyó una interminable y progresiva serie de muros que aislaron la práctica totalidad del territorio; se sembraron los pedregales con millones de minas y se apostó allí a decenas de miles de soldados que se pasaban (se pasan) la mayor parte del tiempo viendo pasar el viento. Eso le cuesta a Marruecos alrededor de un millón de euros al día.

Pero lo que había dentro de los muros siguió viviendo, lo mismo que lo que había fuera. En un lado aparecieron aldeas, pueblos, comunicaciones que poco a poco fueron sintiéndose marroquíes, viviendo y trabajando como tales. En el otro lado, protegidos por Argelia, los miles de exiliados crearon la República Árabe Saharaui Democrática (RASD): los campos de refugiados se transformaron poco a poco en villas más o menos habitables que llevan los nombres de las ciudades perdidas, y los nietos guardan hoy como tesoros de otro tiempo los DNI españoles de sus abuelos, que poco a poco se fueron muriendo. El tiempo seguía jugando a favor de Marruecos. El mundo dejó de mirar hacia allí.

 La RASD es, técnicamente, un estado reconocido por una veintena de países, cada vez menos. Casi todos son africanos y algunos hispanoamericanos, como México, Uruguay, Perú o Cuba. Ninguno europeo. Tampoco España, aunque el nuestro sea el país que más ayuda a los saharauis (en muchos casos privadamente) en la aventura de sobrevivir y el que se atrevió a meter en un hospital al presidente saharaui, Brahim Gali, para curarle la covid; eso desató la teatral y sonora cólera del rey de Marruecos, Mohamed VI, que retiró a su embajador de Madrid.

Hasta ahora. El gobierno de Pedro Sánchez ha decidido elegir entre la historia y la realidad, o entre el derecho y la realidad, o entre la justicia o los principios y la realidad; en todos los casos ha ganado la realidad. La república saharaui está en vías de extinción. Depende de la voluntad de Argelia, que no es eterna. Nunca va a haber un referéndum de autodeterminación porque ha pasado medio siglo y todos los posibles votantes han muerto ya. Y aunque así no fuese. Es una empresa imposible.

España abandona de nuevo a los saharauis (cada vez más abandonados por todo el mundo) a cambio de que Mohamed VI deje de presionar política, económica y migratoriamente para hacerse con Ceuta y Melilla

Marruecos y el tiempo han ganado la terrible partida. Sánchez ha hecho lo que las cuatro quintas partes del mundo; lo mismo que seguramente habrían hecho Casado o Feijóo. Ha escrito una amable carta a Mohamed VI, le ha tendido la mano y le ha propuesto abrir una nueva etapa basada en garantizar “la estabilidad y la integridad territorial” de los dos países, ahí está la clave. Da por bueno el plan de “autonomía” para el Sahara propuesto por Marruecos, que es una falsedad como la copa de un pino porque la autocracia marroquí jamás consentirá semejante tontería, y asegura que “España siempre cumplirá con sus compromisos y su palabra”. Tiene gracia amarga la frase porque sería, en el caso del Sahara, la primera vez que España hace tal cosa. En resumen: España abandona de nuevo a los saharauis (cada vez más abandonados por todo el mundo) a cambio de que Mohamed VI deje de presionar política, económica y migratoriamente para hacerse con Ceuta y Melilla. Eso es lo que, en síntesis, dice la carta. Ni más ni menos.

Mi forma de ser me ha inclinado siempre hacia los principios más que hacia los statu quo. Me da bastante vergüenza lo que ha sucedido y cómo ha sucedido, medio en secreto, sin consultar con nadie. Pero sobre todo me alarma porque hay una evidencia: Sánchez se está fiando de la palabra de Mohamed VI.

Dejemos ya de decir, por favor, que la política se edifica sobre los principios, la libertad, la justicia y todo eso. Que el día menos pensado se nos va a caer la cara de vergüenza

Creo que es un tremendo error. El rey de Marruecos no es solo uno de los autócratas más corruptos del mundo sino también uno de los más mendaces. Confiar en su palabra es todavía más peligroso que confiar en la de su difunto padre, que ya es decir. Mohamed VI (y el tiempo) acaban de ganar una partida difícil a cambio… ¿de qué? De casi nada. España ha terminado de dar la espalda a los saharauis fiándose de vagas promesas o, como mucho, de las aparentes buenas intenciones de un monarca medieval. Para ese individuo, lo que él llama la “reconquista” de Ceuta y Melilla no ha terminado ni mucho menos: ha entrado en una nueva fase que, en principio, parece pacífica. Pero es una nueva fase, no el final de nada. Sánchez sí ha ganado una cosa: tiempo. Pero el tiempo, a poco que vaya cayendo, seguramente volverá a jugar en el equipo contrario.

Un último detalle: ha dicho el expresidente Zapatero que “lo que no es realpolitik no es política; será otra cosa”. Muy bien. Que vaya a decírselo a los tibetanos, a los palestinos, a los kurdos, quién sabe si pronto a los ucranianos. O a los saharauis que yo conocí en La Palma, que a lo mejor siguen allí. A todas las naciones en las que las armas, la codicia o las componendas internacionales, o las tres cosas, impusieron una realidad que se construyó sobre los escombros humeantes de los principios. Una realidad que el tiempo hizo no vieja sino todo lo contrario: sólida y poderosa, inapelable. Y dejemos ya de decir, por favor, que la política se edifica sobre los principios, la libertad, la justicia y todo eso. Que el día menos pensado se nos va a caer la cara de vergüenza.

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