Hoy he visto en televisión la casa de mis antiguos suegros, en Málaga, convertida casi en un palafito. Está muy cerca de hospital y aparecía rodeada de agua por todas partes. Me recordó inmediatamente a la “isola di Tessera”, un diminuto islote que hay en la laguna de Venecia y que alberga tres o cuatro casas y unos árboles; lo recuerdo bien porque junto a esa minúscula y bella isla pasaba el lanchón que nos llevaba a Adri y a mí desde el aeropuerto hasta el embarcadero de Fondamente Nove, muy cerca de nuestro hotel. Eran tiempos casi felices, creo recordar.
Pero también me ha traído a la memoria una tremenda estampa, grabada en 1864, en la que se ven la huerta y la albufera de Valencia en plena inundación. Es casi lo mismo: de la superficie del agua emanan aquí y allá pequeñas torres, cuatro o cinco azoteas, las copas de algunos árboles. Todo lo demás es mar que, en ese grabado aparece extrañamente en calma.
La estampa aparece en el vídeo que ha publicado un científico, Isaac Moreno Gallo; es burgalés, ingeniero e historiador, y en su más que recomendable canal de YouTube se aprende mucho sobre geografía, sobre todo humana e histórica. El profesor Moreno trata de explicar, desde un punto de vista estrictamente científico, qué es lo que ha pasado en Valencia, cómo es posible que el agua se haya llevado por delante más de doscientas vidas humanas, más de cien mil coches, incontables casas y negocios, y haya provocado una catástrofe que supera a cualquier otra que allí se recuerde; un desastre cuya memoria no se extinguirá, eso ya lo sabemos todos.
En España, la culpa de las desgracias la tienen siempre los demás, nunca nosotros. Moreno, que lo sabe bien, esquiva con mucha bondad la tentación de señalar a nadie como responsable del cataclismo
Hay, sin embargo, una cosa que el profesor Moreno no hace: echarle la culpa a nadie. En este país, culturalmente, vivimos aún bajo la influencia de aquella oración católica, el “Yo pecador”, en la que había que decir “Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa”, mientras nos dábamos golpecitos acusatorios en el pecho. Pero, como es natural, ninguno de los que rezábamos aquello creíamos que la culpa fuera nuestra. En España, la culpa de las desgracias la tienen siempre los demás, nunca nosotros. Moreno, que lo sabe bien, esquiva con mucha bondad la tentación de señalar a nadie como responsable del cataclismo. Se limita a exponer los hechos, los datos, los precedentes y las causas de lo que ha sucedido. Lo de pedir la horca para quien sea nos lo deja a los demás.
Y los hechos son los siguientes, siempre según Isaac Moreno. En primer lugar, el litoral valenciano (el que termina en la Albufera) lleva inundándose desde hace milenios con embates de agua parecidos al que ahora lamentamos. La causa es la orografía de la zona: barrancos que la mayor parte del año permanecen secos pero que, cuando se pone a llover con violencia (algo poco frecuente, pero cada vez más), arrastran hasta el mar no solo agua sino todo lo que encuentran, que fundamentalmente es tierra. Esa tierra es la que formó la Albufera y con ella la riqueza huertana del lugar.
Desde el siglo XIV están documentadas 24 inundaciones que dejaron memoria por su intensidad. Desde la Gran Riada de 1957 se han producido, al menos, dos desastres más: el de 1982 (la “pantanada de Tous”) y la riada de La Safor, cinco años después, en 1987
Segundo. Alrededor de 1956, el año anterior a la Gran Riada de 1957, un avión estadounidense sobrevoló la zona e hizo fotos muy buenas sobre la disposición de las poblaciones y el uso que se hacía de las tierras. Casi todo eran huertas. Los núcleos urbanos eran más o menos los mismos que ahora, pero mucho más pequeños.
Sostiene Isaac Moreno que en España, y desde luego en Valencia, están muchos de los mejores técnicos del mundo en previsión de este tipo de desastres y en análisis del terreno. Cita muy elogiosamente a la Universidad Politécnica de Valencia, líder mundial en investigación sobre estos asuntos. Menciona también el Patricova, acrónimo del Plan de Acción Territorial sobre Prevención del Riesgo de Inundación en la Comunidad Valenciana, al que califica sin dudarlo de excelente. Quiere decir con esto que en Valencia todo el mundo sabe qué zonas se van a inundar y cuáles no, cuando se pone a llover salvajemente. No es nada nuevo. Desde el siglo XIV están documentadas 24 inundaciones que dejaron memoria por su intensidad. Desde la Gran Riada de 1957 se han producido, al menos, dos desastres más: el de 1982 (la “pantanada de Tous”) y la riada de La Safor, cinco años después, en 1987. Lo que ha sucedido ahora no es ninguna novedad. No puede ser una sorpresa. Lleva sucediendo desde tiempos inmemoriales.
Donde había un palmo de tierra
Lo que sí ha sido diferente esta vez es la devastación, la pérdida de vidas y haciendas. El profesor Moreno Gallo trata de ser compasivo y dice: “No es una buena idea instalarse junto a los barrancos”. A continuación muestra una inapelable selección cronológica de fotos aéreas y gráficos de la misma zona, la que ha sido asolada hace dos semanas. Hay que estar ciego para no verlo. Entre la última década del siglo XX y la segunda del siglo XXI, las edificaciones se multiplicaron exponencialmente. Y ahí está la clave de todo: eran los años de la apoteosis del ladrillo, cuando la construcción se convirtió en el mejor negocio del mundo. Brotaban bloques de viviendas, polígonos industriales, centros comerciales, por todas partes. ¿Y dónde se construía? Pues, literalmente, en cualquier sitio. Donde había un palmo de tierra.
Todo lo demás daba igual. El río de oro que produjo aquello fue más que suficiente para tapar bocas, comprar voluntades, reblandecer leyes, untar a sonrientes próceres, lubricar permisos administrativos e ignorar con desprecio recomendaciones “agoreras”… no sobre lo que podría pasar, sino lo que sin la menor duda pasaría si se seguía construyendo a mansalva en lugares que un día u otro serían arrasados por el agua y el barro. Desde el 2000 para acá, la locura urbanizatoria ha sido inmensa. Basta superponer dos gráficos: uno, de los edificios construidos en los últimos 30 años al sur de Valencia, según los gráficos de Datadista que pueden consultarse incluso en el twitter. El otro, el de las zonas devastadas por la reciente dana. La coincidencia es de ocho de cada diez. Como suele decirse, blanco y en botella.
Esos son los culpables de lo que ha ocurrido, aunque el profesor Moreno Gallo no lo quiera decir. La gente que se enriqueció obscenamente construyendo viviendas y empresas en zonas que, antes o después, se inundarían, porque llevaban inundándose muchos siglos y todos lo sabían. Los políticos de diversos colores que consintieron aquel disparate, o se lucraron, o se envilecieron con aquella fiesta que parecía que no se iba a acabar nunca. Es decir, la codicia y la corrupción. A esa cuenta hay que cargar el desastre, las historias truncadas, los sueños rotos, las terribles pérdidas y más de dos centenares de vidas humanas. Mucho más que al agua.
Un actor de reparto al que le tocó la china del desastre más grande que ha vivido Valencia en siglos. Un hombre que no es apreciablemente peor que otros secundarios que presiden grandes alcaldías
Ahora todos buscan culpables, sí, pero los buscan en lo que ha pasado desde hace un mes para acá, no antes. La declaración de Carlos Mazón desde las Cortes valencianas fue retransmitida en directo por todas las cadenas de televisión. Pobre hombre. Es un actor secundario al que pusieron ahí porque seguramente no tenían otra cosa mejor; le sacaron de un estupendo despacho de la Cámara de Comercio, donde llevaba diez años, y en apenas cuatro le pusieron al frente de la Generalitat. Un actor de reparto al que le tocó la china del desastre más grande que ha vivido Valencia en siglos. Un hombre que no es apreciablemente peor que otros secundarios que presiden grandes alcaldías, que ocupan o han ocupado campanudos ministerios o que están al frente de comunidades autónomas y otras baronías. Desde luego, este desdichado Mazón no es peor que quienes pretenden echarle de su puesto para reemplazarle; hace tiempo que, con poquísimas excepciones, no se ven en España políticos del fuste de los que había hace apenas tres décadas. Personajes como Borrell o Margallo, ya jubilados los dos, son excepciones.
Así que Mazón puede que sea culpable, eso qué más da. Es política menuda, de aldea, de patio de vecindonas, de tuiteros y de titulares ponzoñosos. La verdadera culpa del desastre, la grandísima culpa de nuestras oraciones infantiles, es de otros: los que se enriquecieron como urracas construyendo donde nunca se debió construir. Pero esos nunca pasarán por un banquillo, ya lo verán ustedes. Son demasiados. Y demasiado poderosos.