Hay acontecimientos que suceden a pequeña escala, pero permiten definir el panorama con una sorprendente precisión. El Boletín Oficial del Estado publicó el pasado miércoles las condiciones del bono cultural joven, es decir, del cheque que se ha inventado Moncloa para intentar sobornar a quienes alcanzarán la mayoría de edad en 2022. La ”propina” tiene un presupuesto de 210 millones de euros que saldrá del bolsillo de los ciudadanos para saciar las inquietudes electoralistas del PSOE. Puede sonar simple, pero cualquier explicación más compleja sería errónea.
Confluyen en este asunto varías circunstancias que abochornan: la principal es la relativa a la ligereza con la que el Ejecutivo abre la caja de caudales para arramplar con un saco de millones para ganar votos. Los expertos de María Jesús Montero piden más impuestos mientras el Gobierno gasta a espuertas. Entre comer de menú y pedir de carta y alargar la sobremesa hasta la hora de la cena... opta por lo segundo. Por agrandar el Estado a costa de asfixiarlo a largo plazo.
No es menos lesivo que derroche con la excusa de facilitar a los jóvenes el acceso a la cultura. Detrás de este argumento está lo de siempre: el que un Ejecutivo anteponga su papel de “benefactor” -que nadie le ha pedido- frente al de gestor de la cosa pública. Porque la realidad es que estas ayudas sirven para engordar la red clientelar socialista. Básicamente, porque lanzan a los creadores, a la prensa -donde también pueden gastar los jóvenes su bono- y al sector audiovisual español el mensaje de que la izquierda se preocupa por el conocimiento y el arte, frente a la derecha, que es sinónimo de anti-intelectualidad. Unos ayudan cuando toca y los otros dejan morir la cultura por cuestiones ideológicas. ¿Podría analizarse el porqué el cine español se ha convertido en un producto de consumo residual? ¿Para qué? ¿Para obtener respuestas incómodas?
La fábula de la rana y la ruina
Estas cosas se toleran por interés o por costumbre. No es lo mismo observar la infamia por primera vez que estar acostumbrado a sus consecuencias. Sucede como en la fábula de la rana en la olla. Érase un anfibio que se encontró con un recipiente lleno de agua, se lanzó a su interior, comprobó que hervía y se marchó de un salto. Al día siguiente, lo volvió a ver, se cercioró de que el líquido estaba a temperatura ambiente y se quedó, croando y chapoteando sin preocupación alguna. Lo que no sabía es que la vasija acababa de ser puesta al fuego y que el agua se iría calentando poco a poco, hasta bullir. La temperatura subió de forma gradual, pero la rana no se dio cuenta y se quemó.
No cuesta imaginar al joven de 18 años al que se le promete una paga de 400 euros sin tener que mover un dedo. El chico al que en el instituto le dicen que podrá pasar de curso con asignaturas pendientes. En su cabeza, concebirá el Estado como una especie de flotador salvavidas al que aferrarse cuando no le apetezca esforzarse. Siempre habrá un cheque, un bono, una paga… y siempre que haya un problema, ahí estará Pedro para resolverlo. Como el manitas del seguro del hogar.
Seguramente gastará sus 400 euros en videojuegos o en Netflix. Pero sería mucho más útil que lo invirtiera en un manual de economía aplicada en el que se le explique que ese dinero sale de los impuestos de sus padres; y de los ciudadanos que echan gasolina en el depósito de su coche o pagan un peaje. O de las empresas, que le ofrecerán peores condiciones laborales cuanto más tasas tengan que pagar para mantener ese Estado del bienestar que ha derivado en una enorme red de intereses, pagas, asientos asignados y desfalcos.
Aquí se tolera cualquier cosa, pues hemos perdido la capacidad de medir la temperatura del agua, que arde. Se permite incluso que se utilicen fondos europeos para pagar la reforma del solárium del hotel de veraneo del presidente del Gobierno
Aquí se tolera cualquier cosa, pues hemos perdido la capacidad de medir la temperatura del agua, que arde. Se permite incluso que se utilicen fondos europeos para pagar la reforma del solárium del hotel de veraneo del presidente del Gobierno. O que se tiren a la basura cientos de millones de las subvenciones para la reconversión de las cuencas mineras. Como los más de diez que se emplearon para reparar una máquina de vapor de 1884 con el objetivo de crear un tren turístico… y fíjense: ni hay ferrocarril, ni hay puestos de trabajo creados –se prometieron diez-, ni se sabe dónde está el dinero ni se ha condenado a nadie aún.
Esas ayudas, al final, sirven para rescatar a los obedientes, pero no para incentivar la economía. Tampoco los 400 euros salvarán la cultura, dado que el talento no se invoca con dinero público, puesto que es un bien personal, innato e intransferible. Ya se sabe, además, que las industrias que dependen del Estado pierden poco a poco competitividad, puesto que están sometidas a la insondable voracidad del poder y a los vientos de cara presupuestarios y partidistas.
Esos 400 euros son como el círculo rojo incandescente de la vitrocerámica. El que calienta el agua de la olla donde se mete la rana. Donde están los españoles desde hace muchos años, sin notar que se van cocinando poco a poco en su jugo con un líquido amniótico que está cada vez más caliente y que terminará por cocerles. Cuando eso ocurra, se declarará oficialmente la ruina y, entonces, quienes fueron culpables se ofrecerán como salvadores. Y dirán que ellos intentaron que el saber no se limitara a las clases pudientes en un país pobre. Son los mismos que siguen defendiendo el sistema educativo de un modelo que quebró por ineficiente y corrupto, como el soviético. Y tienen la cara más dura que el acero de la olla. Inoxidable.