Opinión

Déjà vu

Sé bien que Talleyrand, aquella buena pieza que navegó a lo largo de su vida a través de tirios y troyanos, no es, en principio, la mejor fuente a que un demócrata puede recurrir para censurar los trapicheos políticos.

  • Pedro Sánchez, presidente del Gobierno / -

Sé bien que Talleyrand, aquella buena pieza que navegó a lo largo de su vida a través de tirios y troyanos, no es, en principio, la mejor fuente a que un demócrata puede recurrir para censurar los trapicheos políticos. Pocos personajes en la Historia europea podrían ofrecer un ejemplo tan cumplido del zorro sin principios capaz de mantenerse en el Poder a costa de lo que fuere menester. En sus Memorias nos ha dejado, en efecto, un inacabable arsenal de recursos cínicos cuya practicidad no cabe discutir pero que revelan la gravedad de la desmesura que puede envilecer la política. En ellas nos avisa, en efecto, sobre el peligro que supone para las libertades públicas la ambición sin principios y declara que el poder ejercido al margen de la moral conduce sin remedio a la corrupción. Hablaba por experiencia, desde luego, y enseñó cínicamente realidades tan trascendentales como que la habilidad suprema del tirano consumado o mero aprendiz no consiste siquiera en ganar en cada coyuntura sino en hacer creer a los demás, ¡a todos!, que son ellos los ganadores. ¿A qué o a quién les recuerda esto último?

Mantener el poder pasando, como él pasó, desde la revolución a la restauración monárquica con parada y fonda en la corte de Napoleón, debería bastar al observador para hacerse una idea cabal de las capacidades de aquella fuerza de la Naturaleza. Y a nosotros, a los desconcertados españoles de hoy, para aceptar que en la batalla por conquistar la vida pública, apenas puede florecer la novedad: todo está ya registrado en los anales de la grandeza tanto como en los de la infamia política. Un Sánchez desbocado, pongamos por caso, tiene pocas probabilidades de descubrir un nuevo truco tanto para acceder al poder como para mantenerse en él porque, antes que él, otro que tal bailó en su momento ya habría descubierto la fullería o practicado la artimaña. Escuchemos a Talleyrand.

¿Cuál es el secreto sumo del Gobierno para mantenerse? Pues no es otro -dice el cínico-  que prometer siempre con la vaguedad suficiente para poder no cumplir las promesas.

¿Cuál es el secreto sumo del Gobierno para mantenerse? Pues no es otro -dice el cínico-  que prometer siempre con la vaguedad suficiente para poder no cumplir las promesas. ¡Qué se lo cuenten a los propios socios actuales de Sánchez o, ampliando el auditorio, a unos españoles a los que prometió al llegar no traer otra intención que convocar elecciones o, después, no aceptar bajo ningún concepto la amnistía! Aunque para desengañar a esos socios viene más al pelo la conclusión que destila esta impagable frase: “Lo más prudente (será) que nosotros mismos nos demos un amo -¡puto o no!- al que conozcamos y que nos necesite”. ¿Y esto, le suena o no a alguien esta inverecunda bravata?

Lo que no se le escapaba a Talleyrand, el supremo superviviente, era, claro está, que algo habrá de contar en todo caso, la información de los súbditos, y no se le escapaba hasta el extremo de proclamar que el auténtico poder consiste, sin más, en controlar la información. Un pueblo consciente no puede resultar fácil de regir, ciertamente, pero el autócrata siempre tiene en su mano la solución idónea. ¿Será eso lo que Sánchez está pensando cuando habla de dictar una “ley de control de los medios”? Es más que posible, porque un trujimán sin límites éticos y decidido a todo, sabe –quien lo dice es Talleyrand—que “con una buena policía sólo puede haber buen gobierno… ya que, bajo su férula, nadie osará decir que el Gobierno es malo”. ¡Se le va a caer el pelo al que ose!

Malos tiempos los que vivimos, sin duda, “tiempos recios” -como llamara la doctora Teresa a los suyos- y que nos recuerdan vivamente otros no tan lejanos en que los españoles hubimos de soportar la censura. Pero en este punto a Sánchez no se le ha ocurrido nada diferente a lo que, allá por los años 50, descubrió y supo aplicar con rigores desconocidos Arias Salgado. ¿Será cierta la sospecha de que el franquismo, efectivamente, no ha muerto ni desaparecido, sino que está ahí latente, silenciosamente encarnado en el híbrido democrático, y conservando intacta su esencia última que no es otra que el miedo a la libertad? A lo mejor (quiero decir a lo peor) acabamos despejando esa incómoda incógnita que hoy gravita en España sobre la ecuación democrática.

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