No sé si ustedes, estimados lectores, conocen a alguien que se muestre abiertamente contrario a la protección del medio ambiente, pero la verdad es que yo no. Es uno de esos fines que aúna en torno a sí un amplísimo grado de aceptación social, aunque es cierto que no exista tanta uniformidad sobre los medios para lograrlo. Y esto es, precisamente, lo que convierte al ecologismo en un caramelito demasiado goloso para quienes intentan subvertir nuestro actual marco de convivencia, siempre ávidos de nuevas causas en cuyo nombre poder atacar a los dos pilares que sostuvieron la prosperidad de occidente: el capitalismo y el libre mercado.
Al igual que sucede con el feminismo, el ecologismo se ha erigido en uno de los nuevos totems revestidos de alarmismo en cuyo nombre la izquierda se ve legitimada para colonizar las instituciones dinamitando su neutralidad, aumentar sustancialmente los trámites burocráticos e impuestos, adoctrinar a las nuevas generaciones y asaltar no sólo nuestra vida pública sino también nuestra esfera íntima. El modus operandi es siempre el mismo:
Paso 1, identificar un objetivo loable.
Paso 2, manipularlo para transformarlo en el catalizador de una alarma social artificiosa e infundada, sobre la que se alerta desde las instituciones y medios de comunicación pero que apenas es perceptible para el común de los ciudadanos.
Paso 3, instrumentalizar el miedo inoculado en la sociedad para tomar las administraciones e imponer nuevas prestaciones, servidumbres e impuestos a la población, que las aceptará de buen grado por perseguir un noble fin.
Paso 4, profundizar en la fractura social creada por las nuevas imposiciones, por ser ésta necesaria para que triunfen los postulados socialistas y comunistas. Da igual que sea de clases o de sexos: sin lucha no hay paraíso marxista.
A este respecto, resulta innegable el elitismo -al que yo llamo clasismo climático - que destilan la mayoría de las ocurrencias que se han implantado o pretenden implantar en breve en la búsqueda de ese nirvana verde. Por ejemplo, el impuesto sobre emisiones a la aviación, que encarecerá considerablemente los billetes para el populacho y del que quedarán exentos los jets privados. O el brutal incremento del precio de los hidrocarburos mientras se subvenciona con miles de euros la compra de coches eléctricos. Vehículos que, a día de hoy, sólo están al alcance de quienes disfrutan de un poder adquisitivo alto, pero son inaccesibles para la clase media trabajadora, que encima tiene que soportar que se le vete la entrada a los centros de las grandes urbes con sus viejos coches en nombre de la reducción de la contaminación. Tráfico rodado para ricos que costean los pobres.
El panorama que queda es desolador si a todo esto le suman ustedes el espectacular incremento del coste del recibo de la luz, que bate cada día un récord histórico como consecuencia de la enorme carga fiscal que soportan las emisiones de CO2 generadas por el gas, que reemplaza a la solar cuando no sale el sol o a la eólica cuando el viento no sopla. Bueno, es desolador para nosotros, porque para las llamadas élites el paisaje que se dibuja es mucho más cómodo: mientras nos ajustamos el bolsillo para pagar todos los dispendios que desde el poder se hacen en nombre del medioambiente e intentamos mantener nuestros negocios y hogares a flote, ellos podrán disfrutar más y mejor de Venecia, que está preciosa sin aglomeraciones. Y es que el neocomunismo verde e identitario bebe de la filosofía subyacente en el despotismo ilustrado: todo para el pueblo, pero sin el pueblo. Nos necesitan como contribuyentes que les costeen las facturas, pero no como animales de compañía. La clase media y obrera transformada en lumpen.
Negocio
Su indignación crecerá cuando sepan que los principales instigadores de todo este embrollo de la transición ecológica, que tan caro nos está costando, no han dudado también en hacer negocio a nuestra costa, constituyendo empresas que venden a los ciudadanos lo mismo de siempre pero más caro, gracias a la coartada que les proporciona un nombre ecológico y vegano. El otro día Manuel Fernández Ordoñez, experto en temas relacionados con la energía nuclear, publicaba en Twitter un interesantísimo hilo sobre como los adalides de la nueva era ecologista, Greenpeace, se estaban llenando los bolsillos vendiendo electricidad y gas a los consumidores alemanes, gracias a la decisión del Gobierno germano de cerrar las centrales nucleares tras el accidente de Fukushima. Pero mientras que los de la ONG lo ofertan como gas eólico (hidrógeno), la realidad es que se trata del gas fósil de toda la vida procedente de Rusia, al menos en una proporción del 90%. Eso sí, los nombres de las tarifas que contratan los sufridos teutones son de lo más inclusivo y ecofriendly, para que nadie pueda pensar que está pagando aceitunas a precio de caviar. “ProWindgas Vegan Plus" se llama una de ellas, a pesar de que el 89% de la mezcla lo constituye el gas natural ruso. No me digan que no es maravilloso.
Por eso sacar el tema de las nucleares es como mentar a la bicha: se trata de una energía que abarataría drásticamente nuestros recibos, lo que implicaría una caída en la recaudación -los costes regulados constituyen algo más de la mitad de la factura, nada menos- y la irrupción de competencia en el negocio que supone todo esto de la transición ecológica. Porque de eso se trata, al fin y a la postre, de que le paguemos la fiesta.
Esto lo vio venir en los noventa la Dama de Hierro, otrora defensora a ultranza de políticas ecologistas. “El calentamiento global proporciona una maravillosa excusa para el socialismo global”, dijo Margaret Thatcher. Qué agudeza para verle ya las orejas al lobo. Por desgracia para nosotros, en su lado del espectro político ya no son tan clarividentes, pues las oleadas de indignación que se han construido a la sombra de estos nuevos ídolos de la izquierda no han encontrado demasiada contestación hasta ahora en el ala derecha.
No deja de ser cierto que, como los otros, han visto en ellos un potencial tremendo para la implantación de nuevas formas de saquear el bolsillo del contribuyente y de crear flamantes cargos y puestos de pomposo nombre en los que colocar a los suyos sin generar rechazo social. Pero ya no sale más leche de la ubre y el rebaño empieza a mostrar signos de agotamiento. Los sermones apocalípticos de crías de 15 años anunciando el advenimiento de una suerte de ludismo ecologista ya no cuelan, ya no dan más de sí. El ecologismo, o es compatible con la prosperidad, o no será. El recibo de luz puede hacer caer gobiernos enteros, por eso Macron tomó nota y apostó por las nucleares.
Mientras tanto, en España, una parte de los ministros del Gobierno, los de la facción morada, apuntan a la necesidad de crear una empresa pública al tiempo que se interviene en las eléctricas. Por su parte, los del grupo socialista, poco menos que culpan a los españoles por el aumento del consumo. Así que a Sánchez no le queda otra que comparecer en prime time para frenar la sangría de votos que reflejan las encuestas. Ninguno menciona la posibilidad de bajar impuestos, claro. Pero, para sorpresa de nadie, Sánchez se alinea otra vez con el ala más radical de la Moncloa y anuncia, en términos muy confusos, que “detraerá beneficios extraordinarios de las empresas para topar el recibo del gas y bajar la luz”.
Personalmente no tengo muy claro si es que no sabe de lo que habla o, por el contrario, sí que lo sabe y está anunciando algo que está vedado por nuestra Constitución: la confiscación (artículos 31 y 33). Pero Sánchez colecciona las inconstitucionalidades como los críos los cromos de Panini. En cualquier caso, demostraría sin ningún género de dudas de qué todo esto de la transición ecológica no es más que comunismo rancio, sólo que ahora lo visten de verde en lugar de rojo.