El domingo pasado, al finalizar la liturgia, nuestro párroco nos informó de que unos vándalos habían cortado los cables de la luz que iluminan la cruz de la fachada de la iglesia.
Estoy sufriendo una tentación muy fuerte de reorientar el artículo y plantear cuántos españoles menores de cuarenta años conocen el significado de la palabra “liturgia”. Estos días he disfrutado mucho iniciando a mi hijo de siete años en el mundo de Indiana Jones, y me ha surgido esta misma pregunta. Las aventuras de este arqueólogo tienen una gran carga de humor, pero también de contenido histórico y religioso. Quien las vea por vez primera y no haya vivido aún medio siglo no se enterará de la misa la mitad. Nunca mejor dicho. Y, aunque parezca baladí, es un problema muy grave –uno más- de los que sufre la educación en España.
A pesar de que, como decía Oscar Wilde, la única forma de superar la tentación es caer en ella, reoriento el artículo a su propósito inicial. Me desconcierta la capacidad de una ingente cantidad de personas de combinar sin sonrojo una obsesión enfermiza hacia enemigos inexistentes o inofensivos y, a su vez, defender, proteger y hacer de abogado del diablo de grupos probadamente violentos y peligrosos. Podríamos decir que son una paródica y degenerada versión del famoso hidalgo de La Mancha, si no fuera porque el Quijote nunca se obceca en auxiliar a personas que no lo merecen en absoluto.
Desde el 11-S los diferentes dispositivos policiales han aumentado progresivamente su equipamiento, están a dos niveles de upgrade para que se los pueda confundir con militares pero, “¡oh, la islamofobia!”
Se diría que hay una consigna, dudo si implícita o explícita, contra católicos y “fascistas”. En la mayoría de mentes ignorantes ambos grupos son uno y los mismo. No les falta razón, si algo tienen en común estos ¿colectivos? es su inocuidad. A estas paranoias estamos más que acostumbrados. Lo verdaderamente desconcertante es esa capacidad para conjugarlo con el pánico hacia la islamofobia.
Llevamos padeciendo aproximadamente dos décadas de terrorismo islámico y la reacción occidental se resume en “¡socorro, cundirá la islamofobia!”. Desde el 11-S los diferentes dispositivos policiales han aumentado progresivamente su equipamiento, están a dos niveles de upgrade para que se los pueda confundir con militares pero, “¡oh, la islamofobia!”. Lejanos quedan esos tiempos en que la policía londinense presumía de patrullar las calles tan solo con una porra.
Ocultación de datos
Sin necesidad de cambiar de isla, resulta sencillo constatar los cambios producidos en las dos últimas décadas. Las autoridades británicas ocultaron abusos sexuales continuados durante años a centenares de niñas nativas en diferentes barrios conflictivos del país por no parecer racistas. Esto no es una novedad en Europa, por supuesto. Pero al progrerío le da por hacerse el idiota, o quizá no quiere sinceramente enterarse de ciertas realidades. Es duro, muy duro, enfrentarse a la disonancia cognitiva, tenemos que comprenderles. Pero hay verdades que son incontestables, tales como que un homosexual o una mujer pueden transitar felices y tranquilos en un hotel repleto de militantes de Vox o del PP, o en una reunión multitudinaria de católicos. ¿Qué ocurre, sin embargo, en ciertos barrios de Bruselas, o en la misma Marsella?
He recordado esa capacidad que tienen algunos de cabalgar contradicciones a cuenta del triste descubrimiento de una nueva violación en grupo hace unos días. Me gusta garbear por “barrios feministas” en redes sociales, gracias a lo cual descubrí en su momento y con no poco estupor que, ante violaciones grupales por parte de individuos de origen norteafricano, la reacción de las lideresas consiste en afirmar que estas agresiones brutales se producen, de nuevo, por culpa del patriarcado: estos salvajes son víctimas –otra más- del sistema opresor. Resulta fútil y equivocado considerarlos victimarios, o someterlos a penas de cárcel. Lo que precisan es reeducación, un cambio de software.
No busquen en el INE el número de delitos sexuales cometidos por inmigrantes menores de edad. Desde 2017, no constan
Curioso. ¿Cuántas veces habrán abierto los ojos a la realidad, sin prejuicios, y habrán observado la escasa –por no decir marginal- reeducación que necesita la mayoría de los varones españoles? Al menos si tenemos en cuenta las cifras del Instituto Nacional de Estadística. Por cierto, no busquen el número de delitos sexuales cometidos por inmigrantes menores de edad. Desde 2017, no constan. Esto no responde a la lógica “¡que son nuestros niños!”, puesto que las cifras de delincuentes españoles de menos de 18 años pueden encontrarlas con facilidad en esa misma página si así lo desean.
Ahora bien, lo que de verdad me gustaría preguntarles a estas mujeres es lo siguiente: “¿Os habéis planteado cuántos de estos infortunados violadores tienen la menor intención de ser reeducados?” Bastaría pasar unos mesecillos en Mali, Egipto, Irak o Arabia para responder adecuadamente. Les sugiero hacer trabajo de campo allá y que nos cuenten a su regreso.