Un fiscal general formalmente investigado que por necesidad será citado a declarar en breve en lo que tradicionalmente se llamaba “en calidad de imputado”. Una acusación de revelación de secretos contra un ciudadano en el contexto de una operación política de embarramiento del terreno contra Isabel Díaz Ayuso para contrarrestar las informaciones delatoras de Begoña Gómez. Unos correos electrónicos que el magistrado instructor sospecha que pudieron destruirse deliberadamente. Una nota de prensa nocturna con informaciones que fiscales subordinados se negaban a asumir. Una creación de dos nuevas fiscalías contra la corrupción… para castigar al fiscal Anticorrupción titular que se niega a someterse y, en segundo término, para actuar en paralelo a conveniencia política del Gobierno.
Con las dos nuevas Fiscalías contra la corrupción, fervientemente impulsadas y defendidas por Félix Bolaños como una necesidad democrática, España tendrá ya en breve hasta cuatro funcionando a la vez: la genérica creada hace ya treinta años y que, mal que bien, ha dado sus frutos en no pocas cuestiones de Estado, y que a menudo supo zafarse de las presiones políticas de turno al mismo tiempo que cometía burdos errores de señalamiento social indeseables con penas de telediario estigmatizadoras; dos, la Fiscalía Europea, un ente conocido por su opacidad y secretismo que en realidad parece no existir y de cuya gestión públicamente apenas se conoce absolutamente nada; y en tercer lugar, las dos nuevas invenciones de inminente composición. ¿Sugiere el Gobierno con ello que hay tanta corrupción durante su propio mandato que es preciso duplicar la dedicación jurídica y la gestión investigadora de más fiscales expertos para combatirla? Más bien, todo apunta a un control político e ideológico total no ya del Ministerio Público, sino de la propia corrupción.
Es un fiscal general al que la Guardia Civil le interviene el teléfono móvil y el resto de dispositivos móviles. Una negativa expresa y pertinaz a asumir sus responsabilidades públicas y dimitir. El mismo fiscal general que ya fue reconvenido por el Tribunal Supremo por su arbitrariedad en los nombramientos y, textualmente, por “desviación de poder”. Un fiscal general que rellena la cúpula de la carrera, la llamada Junta de Fiscales de Sala, de amistades muy cercanas y de favoritismo endogámico. Una carrera sumida en el desprestigio y descrédito más grave de su historia.
Un fiscal general que tiene a su ‘segunda’ al mando, a la teniente fiscal del Tribunal Supremo, con acceso a los secretos que pueda deparar la causa de su propio jefe y amigo y que vive en la anomalía paradójica e incompatible de ser la garante de la legalidad y/o acusadora, y que a la vez actúa como una suerte de abogada defensora. Un fiscal general que sigue dando instrucciones formales a todos los fiscales jefe de toda España para que, en cascada, su criterio sea aplicado por todos los subordinados. Un fiscal que, pese a todo, sigue trabajando como si nada ocurriese, inmerso en una atmósfera asfixiante, tensa, de crítica permanente a su gestión.
Es sospechoso que el Gobierno mantenga su “plena confianza” en el fiscal general del Estado porque, de hecho, no la mantiene
Es sospechoso que el Gobierno mantenga su “plena confianza” en el fiscal general del Estado porque, de hecho, no la mantiene. No es una cuestión de confianza, sino de escudo, de contar con el enésimo peón prescindible que mover sobre el tablero, de disponer de alguien a quien calcinar, una cabeza de turco que exhibir, un monaguillo convenientemente utilizado para fines que chocan frontalmente con el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal. Eso es lo sospechoso. Lo contradictorio en cualquier caso no es presumir de mantener esa “plena confianza”, sino alegar públicamente, como ha hecho el ministro de Presidencia y de Justicia, Félix Bolaños, que no hay motivos para su destitución o, al menos, para que el presidente del Gobierno le muestre la puerta de salida. Hace tiempo, esa salida pudo ser incluso honrosa. Cuando el Tribunal Supremo retrató su manera de hacer nombramientos como si la Fiscalía fuese una suerte de cortijo particular.
García Ortiz pudo recubrirse de una dignidad que todavía se le suponía y haber sido fichado en cualquier bufete de abogados de prestigio, donde por cierto tendría una remuneración mucho más elevada que la que le corresponde como fiscal general. Optó por seguir adelante, por ratificar nombramientos a sabiendas de que no se correspondían con más criterios de méritos y capacidad que la amistad, el agradecimiento a los servicios prestados y la ideologización de la carrera. Optó por continuar y por sacrificar la imagen de su propia carrera profesional para ponerse al servicio de una causa que el Gobierno parece ir perdiendo poco a poco y que él, definitivamente, ha perdido.
No debe una posición personal cómoda. Fingir que reúne a la cúpula fiscal para que ‘ratifique’ el aval a su continuidad como fiscal general después de ser encausado por el Supremo es hacerse trampas al solitario. Recontar fiscales…, este sí, este no… Marcar con una equis a los dudosos, a los que no aceptan más sonrojo con las togas, sobrevivir a costa de su propia credibilidad. En las democracias -y no conviene ser ingenuo- el peso de los poderes, la independencia real, la autonomía de criterio, no se producen como en las películas buenistas. Es un poco más complejo. Existe la presión, la coacción, el ordeno y mando, con este Gobierno y con todos. Se entiende.
Pero todo tiene un límite. O lo debería tener, incluso con una dimisión a destiempo. ¿En qué democracia de nuestro entorno llama la Guardia Civil a la puerta de tu despacho, te despoja del teléfono móvil porque está bajo sospecha penal, te imputan un delito serio e indigno de un representante de un poder público por lo que provoca de indefensión, y todo sigue como si nada ocurriese? Jurídicamente no tiene sentido. Políticamente es abusivo. Y personalmente… eso deberá decidirlo Álvaro García Ortiz cualquier noche de estas con su almohada. Porque de seguir así, el Estado está dejando de ser Estado un poco más cada día.