Para entender un poco mejor el espanto que se está viviendo en Oriente Medio desde hace algo más de un año (van 42.000 muertos solo en Gaza, según cifras de Hamás que nos creemos todos), quizá lo mejor sea hacer lo que solemos intentar los historiadores: subir unos cuantos peldaños en la escalera del tiempo y ver la situación con la perspectiva del pasado. Eso puede descolocar un poco la cabeza porque se ven cosas en las que no pensamos casi nunca, pero sin duda contribuye a enfriar un poco la pasión que nos inunda a todos con la contemplación de la tragedia.
Lo primero que se ve es que este desastre de ahora no es en absoluto nuevo. De hecho, no lo es prácticamente nada de lo que sucede en esa zona, salvo los medios técnicos para matar gente, cada vez más sofisticados y más eficaces. Pero todo lo demás: las ideas, los pretextos, las revueltas, la ira, las intenciones, el odio, las justificaciones religiosas y las divisiones se han repetido ya un número de veces difícil de cuantificar. Allí todo cambia, pero siempre es lo mismo. La guerra (declarada o no) entre israelíes y palestinos dura ya más de un siglo, con algunas pausas para recuperar fuerzas. Es la guerra más larga que ha vivido Occidente desde la que enfrentó a Francia e Inglaterra entre los siglos XIV y XV, y que se llamó “de los Cien Años” aunque en realidad duró quince más.
Esta de ahora no es la primera vez que la ciudad gazatí de Jan Yunis es arrasada por los tanques y las bombas. Lo mismo que la de Rafah. Lo mismo que la de Jaffa, en Israel. Tanques y bombas que procedían de muy diversos orígenes, no solo de judíos y musulmanes. Los habitantes de Hebrón, los unos y los otros, han sido masacrados por sus convecinos al menos tres veces. Y en esta guerra interminable, repetitiva y obcecada como ninguna han intervenido al menos una docena de países, algunos de los cuales todavía existen; otros ya no.
Y sin embargo hubo un tiempo (los años 10 y 20 del siglo pasado) en que musulmanes y judíos convivían allí sin la menor dificultad, en perfecta armonía, como ahora lo hacen, por ejemplo, en Ceuta o Melilla. Eran vecinos y hasta compañeros de trabajo, no enemigos irreconciliables como acabarían siendo y lo son hoy. También eran muy pocos, sobre todo los judíos: en Palestina, al comenzar los años 30, los hebreos no llegaban al 4% del total.
Cometieron una idiotez cuyas consecuencias llegan hasta hoy: prometieron a los palestinos un futuro Estado independiente y, a renglón seguido, prometieron exactamente lo mismo a los judíos. Como dijo lord Mac Mahon, “vendimos el mismo caballo a dos compradores distintos”
Pero Palestina está, geoestratégicamente hablando, en muy mal sitio. Hace 5.000 años que es un cruce de caminos. Durante la primera guerra mundial, los británicos estaban dispuestos a cualquier cosa para controlar la zona, porque asegurarse el dominio de Tierra Santa era garantizar el funcionamiento del canal de Suez y, por lo tanto, la llegada de recursos desde la India, vital para la victoria de los aliados sobre los imperios centrales europeos. Y cometieron una idiotez cuyas consecuencias llegan hasta hoy: prometieron a los palestinos un futuro Estado independiente y, a renglón seguido, prometieron exactamente lo mismo a los judíos. Como dijo lord Mac Mahon, “vendimos el mismo caballo a dos compradores distintos”. Ahí comenzó el desastre. Los ingleses no tenían la menor intención de cumplir sus promesas (como tampoco la de construir la “gran Siria” que ofrecieron al príncipe Faisal, el amigo de Lawrence de Arabia), pero la semilla de la división estaba sembrada y prendió con fuerza.
La historia la hacen los hombres, no los planes ni los mapas, y ahí hay que mencionar al primer redomado canalla que hizo todo lo posible para que las cosas llegasen a la situación de hoy: Amin al-Husayni, gran muftí de Jerusalén, un hombre que sentía por los judíos un odio inextinguible (idéntico al que puedan sentir hoy los iraníes o los de Hamás) y que, en su larga vida, llegó a ponerse de parte de los nazis para destruir a los judíos. Eso y su ansia desmedida por el poder, por controlar los acontecimientos, hicieron seguramente más daño a la paz que el que pueda haber hecho ninguna otra persona en todo este largo siglo. Porque este miserable no buscaba la paz ni la convivencia: buscaba la victoria, y eso era el exterminio de los que él tenía por enemigos. Lo mismo que hoy.
Los británicos se fueron de Palestina en cuanto perdieron la India: ya no necesitaban aquellos pedregales llenos de gente que se odiaba cada vez más. Antes tuvieron que ver cómo los sionistas, entre los que se encontraba el futuro primer ministro Menajem Beguin, hacían saltar por los aires el hotel King David, de Jerusalén, llevándose por delante a 92 británicos, judíos y musulmanes. Ese fue uno de los peores actos de terrorismo que ha vivido Palestina en estos ciento y pico años. Uno de los veinte o veinticinco peores, porque atentados ha habido, por ambas partes, muchísimos. El último, la masacre organizada por Hamás el 7 de octubre del año pasado: 1.200 muertos.
El propio Clinton volvió a perder el sueño para que el israelí Ehud Barak y otra vez Arafat (que no quería ir a Camp David) llegasen a un acuerdo. Esta vez ni siquiera se hizo el intento de fingir que había sido un éxito
Desde la creación del Estado de Israel, el 14 de mayo de 1948, el país ha sufrido siete guerras “formales” e innumerables ataques como el de Hamás. Las ha ganado todas, simplificando un poco, gracias a su preparación militar, muy superior a la de los árabes, y a su habilidad para dividir a los enemigos, cosa nada difícil. Esa voluntad de división fue la que hizo nacer y prosperar a Hamás, la organización criminal creada por otro hombre desquiciado (el jeque Ahmed Yassin, tetrapléjico y casi ciego) con la voluntad explícita de exterminar a los judíos. Israel apoyó a este loco y financió a Hamás a través del lejano emirato de Qatar para intentar que Hamás, fortificado en Gaza, se enfrentase con la Autoridad palestina, que estaba en Cisjordania controlada por Fatah y la OLP de Yasir Arafat. Ese error, a la larga, fue aún peor que la falsa promesa de los británicos en los años 20.
¿Ocasiones para la paz? También ha habido muchas. Jimmy Carter, en los 80, se dejó la piel para que el egipcio Sadat y el israelí Beguin se diesen la mano en Camp David. Lo logró. Una década después, Bill Clinton estuvo noches enteras sin dormir para conseguir que Arafat y Yitzhak Rabin se diesen la mano en Oslo. Eso fue en 1993. Salió bien, pero Rabin fue asesinado por sus propios extremistas. Siete años después, el propio Clinton volvió a perder el sueño para que el israelí Ehud Barak y otra vez Arafat (que no quería ir a Camp David) llegasen a un acuerdo. Esta vez ni siquiera se hizo el intento de fingir que había sido un éxito.
¿Por qué no? Porque, en el mejor de los casos, solo uno de los enemigos quería de verdad la paz. Con harta frecuencia no la quería ninguno de los dos. Arafat era un hombre que tenía una metralleta sobre su mesa de trabajo. Necesitaba la guerra. Para eso había nacido. Dos no riñen si uno no quiere, pero es imposible dejar de pelear si uno de los dos sigue pegando.
Los palestinos, siempre enfrentados entre sí aunque su objetivo fuese el mismo, organizaron la matanza de Munich en 1972, durante los Juegos Olímpicos. Los israelíes (la primera ministra era Golda Meir) respondieron con la operación Cesarea, que consistió en asesinar a numerosos dirigentes palestinos en cualquier lugar del mundo, como reflejó perfectamente Spielberg en su película Munich.
Por mi calle solo pasan manifestaciones de la izquierda, que apoya la causa palestina. Y a Hamás. Yo no lo puedo entender. Parecen no darse cuenta de que si viviesen allí, si estuviesen bajo el gobierno de Hamás, muy probablemente estarían en la cárcel. O muertos
Ahora Hamás ha atacado (hace un año) a Israel en el peor atentado de la historia del país. Israel ha respondido desencadenando el infierno sobre Gaza, después Líbano y Cisjordania, más tarde Yemen y es muy probable que pronto ataquen a Irán, teocracia que está ahora mismo detrás de todos los enemigos de Israel. Es un volcán que pone en peligro al mundo entero. Hamás demostró que le importan un rábano las vidas de los gazatíes, a los que utiliza como carne de cañón. Israel, o al menos el brutal gobierno de Netanyahu, sigue demostrando que esas vidas no le importan mucho más. Pero por mi calle solo pasan manifestaciones de la izquierda, que apoya la causa palestina. Y a Hamás. Yo no lo puedo entender. Parecen no darse cuenta de que si viviesen allí, si estuviesen bajo el gobierno de Hamás, muy probablemente estarían en la cárcel. O muertos. Los teócratas al servicio de Irán no toleran las disidencias, como no las tolera Irán.
Los palestinos ven cómo todos los días, o casi todos, los colonos judíos entran en sus casas y sus tierras, y se las roban, protegidos por el ejército. La intención última es “extinguir” físicamente la Palestina cisjordana, simplemente quedándose con una finca hoy y otra mañana. Pretenden que, digan lo que digan los tratados firmados en estos cien años, toda la tierra que hay entre el río Jordán y el mar sea Israel.
Un error viejísimo
Los israelíes ven cómo, cada cierto número de años, las sucesivas organizaciones palestinas, o los países árabes, les atacan, con motivo o sin él. La intención última es la eliminación del Estado de Israel, digan lo que digan los tratados firmados.
No habrá paz. Nunca, o al menos en muchas generaciones. El odio ha ido pasando de abuelos a padres y a hijos durante más de un siglo. Llega un momento en que el odio apelmazado se vuelve no ya en una forma de vida, sino en la razón para vivir. Eso es lo que sucede desde hace mucho tiempo. Y ahora, si quieren, salgan ustedes a la calle a manifestarse, convencidos de que uno de los dos tiene razón y el otro no, de que uno de los dos es el bueno y el otro es el malo. También ese error es viejísimo, mucho más que centenario.
Me van a perdonar pero yo me quedo en casa.