El lunes por la tarde, de regreso a casa, me atrapó una entrevista que sonaba en la radio del coche. Hablaba una chica recién galardonada con el Premio Nacional de Poesía Joven “Miguel Hernández”. Sin haber llegado a la treintena, Lola Tórtola, poeta y médico residente de Cirugía Plástica, charlaba con desparpajo y seguridad sobre los versos que tanta felicidad le dan y no pude más que retener algunas de sus frases. “Leo poesía en momentos en los que necesito cierto aplomo” o “escribo porque no lo puedo evitar”, aunque fue realmente otra palabra la que me revolvió por el resto del trayecto.
La escuché cuando el locutor leyó uno de los trabajos de Tórtola titulado A nuestro panteón en crisis: “Es en tiempos de aburrimiento que debemos decidir -más que ninguna otra vez- a quién adoramos (…) A los repertorios de fotografías, a las apps sociales (…) A la neurociencia y a la psiquiatría, que han conseguido quitarle a la tristeza lo único bello que tenía: el secreto de lo oscuro y su mística. A la fluoxetina”. No terminaba ahí la estrofa, sin embargo, esa palabra, fluoxetina, pareció reverberar en mis oídos y en los del periodista que, al terminar su lectura, preguntó por su significado. “Se nota ahí que no eres de mi generación -le respondió la poeta-. Es un antidepresivo. Uno de los más utilizados. Es verdad que yo nunca he tomado antidepresivos, pero me ha tocado ver a muchos amigos que sí o a mucha gente de mi edad que sí y por eso está incluido en ese poema (…) Ese poema no pretende ser moral. Es descriptivo de cosas que suponen la realidad de mucha gente de mi edad”.
Eran tiempos en los que creíamos saber de todo, aunque no tuviéramos ni idea de nada. La muerte no existía, ni los miedos acechaban, tampoco la depresión era entonces un asunto que se colara a diario en nuestra mochila de estudiantes
¿Cómo es posible que un antidepresivo se haya convertido en algo así como un caramelo para una generación que debería estar ingiriendo pastillas de vida, comiéndose a bocados una juventud que no regresa? ¿Qué está pasando? Vuelvo atrás, a aquella época mía de los veinte buscando algún signo de tristeza y claro que lo hubo, aunque no lo encuentro en el álbum que conservo de mis recuerdos. Porque en aquellos años me dediqué a capturar fotografías de felicidad. Entonces los días se iban entre estudios, fiestas y amores incipientes. Olía al humo de las discotecas, a vino y Coca-Cola, al primer perfume barato. Los días se iban con la mirada en un armario lleno de ropa para destacar en una noche de juerga. Se esfumaban los días compartiendo con amigas los nervios ante una cita, acostándote en la cama con el sabor de un beso soñado, de una llamada -tan inesperada como deseada- al teléfono fijo de casa. Las semanas se escapaban de las manos sin otras preocupaciones que no fueran exprimir el presente y postergar el futuro. Eran tiempos en los que creíamos saber de todo, aunque no tuviéramos ni idea de nada. La muerte no existía, ni los miedos acechaban, tampoco la depresión era entonces un asunto que se colara a diario en nuestra mochila de estudiantes. ¿Qué ha cambiado?
Describía en su poema Lola Tórtola el paisaje de una juventud que vive ahora en una crisis de salud mental, encerrada en la melancolía y atrapada en unas redes sociales que muestran realidades irreales, que destrozan autoestimas y que incrementan la sensación de soledad. Solos cuando más acompañados deberían sentirse. Y las consecuencias de esto, están ya siendo letales. Leo esta semana que el suicidio se ha convertido en la primera causa de muerte no accidental en jóvenes y adolescentes, según un informe de la Sociedad Española de Medicina Familiar y Comunitaria. Y no hay herramientas, ni recursos, ni psicólogos, ni terapeutas suficientes para poner cura a esta enfermedad. Y no hay proposiciones de ley -por más que se aprueben en el Congreso, como la de este martes- capaces de poner freno de forma urgente a los problemas mentales que derivan del enganche de los chavales a los dispositivos digitales.
No está la política en la calle, sino en la televisión y en los tribunales. Hablan estos días en programas del corazón de asuntos eméritos que deberían debatirse en el Parlamento. Hablan en los juzgados de asuntos que rehúyen debatir cara a cara gobierno y oposición. Hablan de mucho y de nada nuestros dirigentes y lo peor es que, cuando hablan, promulgan una cosa y hacen la contraria. Fresco está el ejemplo de Iñigo Errejón.
Hablan, hablan y hablan, pero nadie habla de lo que hay que hablar. De lo importante, de lo necesario para sanar a una generación que enferma a la velocidad de una planta cuando ha dejado de regarse.