Entender el Estado como una piñata no es nueva, se viene practicando desde siglos, aún antes de que se popularizara entre nosotros para fiestas y aniversarios de niños. Lo nuestro es tarea de adultos y suele enmascararse bajo diferentes formas pero en el fondo siempre consiste en lo mismo: darle garrotazos a un gran globo y aprovecharse de lo que lleva dentro. La novedad se reduce a cambiar los nombres de las cosas y conseguir que el personal se convenza de que no se trata de una piñata si no de una forma de gobernar abierta, plural y transparente.
Cuando un grupo de personas se dispone a golpear la piñata es condición que se olvide de todo salvo de los regalos que le pueden caer encima, porque la presencia de la piñata crea ansiedad. En Nicaragua el día que perdieron las elecciones, los dirigentes sandinistas se esforzaron en poner a su nombre las propiedades del Estado. La rapiña les ocupó dos meses, ocurrió en 1990 y se conoce históricamente como “la piñata de Nicaragua”. Las singularidades de aquel proceso de corrupción económica y política nos acercan a hoy, cuando ese país vive bajo una dictadura implacable capitaneada por el matrimonio Daniel Ortega-Rosario Murillo, veteranos sandinistas y expoliadores de la revolución.
El aspecto más llamativo del tándem Ortega-Murillo no es la dictadura en sí, que es tan parecida a tantas otras, sino en que ha sido capaz de aunar en su siniestra trayectoria dos conceptos en apariencia antitéticos: corrupción y antifascismo. Dicho en claro: la corrupción está amparada bajo el discurso anti fascista, y eso complica para muchas mentes primitivas la denuncia de esa estafa conceptual. Usado por los manufactureros de la ideología vendría a ser un producto instalado en el mercado de la teoría: ante el peligro de la extrema derecha hay que ser comprensivos y permitir que los líderes ejerzan de jefes de la mafia; una organización criminal.
Rondaría la estupidez, en esta ocasión con ribetes reaccionarios, considerar que en España nos enfrentamos ante el peligro de un modelo nicaragüense en las figuras de Pedro Sánchez-Begoña Gómez haciendo de Ortega-Murillo; por más que puedan tener sueños húmedos, que de momento pertenecen a su intimidad. Lo nuestro, fuera de intenciones, apenas tiene que ver, pero el discurso deja un poso de inquietud, incluso de indignación, por lo que oculta. Los sustentadores de Pedro Sánchez están dispuestos a ser benevolentes ante la corrupción bajo el señuelo del temor a la ultraderecha.
Una falacia de argumento que esconde dos evidencias. La primera es que la corrupción del partido que gobierna facilita el fortalecimiento de la ultraderecha. La segunda, que eso les importa un carajo mientras puedan acceder a golpear la piñata. Y sobrevolándolo todo, la sensación de que estamos ante un fenómeno de familias constituidas en partidos que se alimentan y se fagotizan, hasta el punto que el ciudadano normal y no abducido no sabe quién es más golfo, si el que acusa o el acusado.
Se acabaron las apelaciones a futuros felices. Ahora lo que toca es prometer que no te vamos a hacer más daño que el que te harían si el enemigo ultraderechista les sustituye. Nada más conservador que este juego servil de aprobar o rechazar medidas que saben no van a ponerse en práctica, pero que sustentan el imaginario de la vida política para hacerlo lo más parecido a algo real, efectivo, como si estuviéramos en una versión posmoderna de la Restauración canovista.
La instrumentalización institucional que consiente en llenar de adictos a “su causa” todos los estamentos que mal que bien han de servir para equilibrar a un Estado que ya no es protector sino subsidiario e instrumental. Desde el Fiscal General militante al golpe de timón en RTVE que preludia días muy duros para los demás medios de comunicación. Un castizo diría que donde el Amo pone la mano, lo jode, pero a quién le cabe duda de que disfruta. El inventor de los efectos políticos salutíferos que tenía la llamada “polarización” fue Zapatero; le faltó tiempo y fortuna para convertirla en estrategia eficaz; carecía de una cara adecuada para la función; bobo sonriente para muchos, demasiado cercano a la mediocridad para otros. Salió colocado en un trabajo de viajante sin especificar e instaló a sus hijas, aquellas sombrías punkis ante Obama, de empleadas en las Naciones Unidas.
La instrumentalización institucional que consiente en llenar de adictos a “su causa” todos los estamentos que mal que bien han de servir para equilibrar a un Estado que ya no es protector sino subsidiario e instrumental
Zapatero no hizo historia aunque lo intentara. Pedro Sánchez es otro tipo de hombre. Mientras uno se escondía de sus camaradas de León hasta que le salvó Cipriá Císcar, entonces secretario de organización del PSOE, el otro aprendió a amasar las urnas desde su adolescencia política. Siempre subir. Antes que bajar un escalón, hacerse con la escalera. La imposibilidad biológica de entender que en política, unas pocas veces se gana y otras muchas se pierde. El poder o la paranoia, o ambas juntas. Hay que estar muy pagado de sí mismo para afirmar, feliz y contento, que de la necesidad hacía virtud. Un lema desalmado, propio de un individuo políticamente peligroso. Sólo Franco dijo aquello de que no hay mal que por bien no venga.
Por eso la amnistía redactada por los delincuentes es virtuosa, porque es necesaria para él. O la financiación singular para Junts, por lo mismo; aunque la necesidad provoque una conmoción nada virtuosa en toda España. Lo mismo que llamar “plural” al nuevo modelo de RTVE y de control de los medios de comunicación, porque necesita hacerse con el mando absoluto ante la vorágine insalvable. Ábalos fue necesario cuando sirvió para el trabajo sucio de la Familia, del Partido y del Gobierno, pero virtualmente se convirtió en un peligro. Durante tres años (lo canceló con salario garantizado en 2021) se preparó para lo que le podía venir encima. Desdeñó a la UCO, que fue demasiado lejos; no previó el exceso de celo.
El que no esté por la piñata que se atenga a las palabras de la ministra de Hacienda. “Tengo información de sobra, que por supuesto no voy a usar jamás”. Es decir, que sí; basta anunciar que la tiene. La aplicación de la necesidad convertida en virtud significa que estamos amenazados. La extrema derecha no es un bulo, sino realidad. La corrupción y la guerra al oponente, tampoco. Felices y virtuosos aquellos que se sienten satisfechos jaleando a los mafiosos porque de ellos depende participar en la piñata. El neofascismo acecha mientras nos roban y manipulan con la impunidad que otorga la buena conciencia. “Oiga, disculpe, yo sólo quiero volver a las urnas porque esto no da más de sí, y además huele”.