Empieza ya a ser más probable que posible que en nuestro Congreso asistamos cualquier día a una señorial garata como ésas que ya hemos visto no pocas veces en los parlamentos turcos o japoneses, todos contra todos y sillazos van y vienen entre sus Señorías. Es lo menos que puede ocurrir en una bulla en la que cada hijo de vecino acusa de mangancias a la mujer del otro y recibe por respuesta un revés por el estilo. Los actuales “padres de la patria” mantienen la dignidad latente bajo los escombros de una alevosía rayana en lo canallesco y eso es algo que apenas se recuerda cómo empezó pero que no se sabe cómo puede acabar.
Claro que tal vez no es posible otra cosa en un ambiente público colmado de escándalos y en un constante ir y venir a los Juzgados para salir de ellos si no con coroza al menos con la condicional. Y todo ello por un político expulsado de su partido en lamentables circunstancias, alrededor del cual brotan sin freno los conseguidores/as y los comisionistas, aplaudidos, eso sí, por los agradaores en nómina. ¿Puede mantenerse en el Poder ese personaje cercado por la Justicia, tanto en su familia íntima como en su propio Gobierno, y sin otro recurso que la mentira o la evasión ante los inevitables controles que hasta una democracia maltratada como la que hoy soporta España acaba imponiendo?
"Se vistió de colorado"
Un amigo historiador me sugiere zumbón la comparación de este sujeto con el duque de Lerma, el favorito famoso que lio a Felipe III hasta el punto de mudarle la Corte a Valladolid y volverla a instalar en Madrid, el hombre que acaparó el poder en su totalidad hasta el punto de que el Rey decretara la igualdad de su firma con la del valido. Pero yo creo que tampoco es eso, pues aunque Lerma amasara una colosal fortuna como especulador urbanístico y “señor de vasallos”, se movía, al fin y al cabo, en un régimen desacomplejadamente autocrático como era la monarquía absoluta, mientras que el aventurero actual sólo auspicia una mangancia que, con ser escandalosamente grave, no es comparable ni de lejos con la que, al final, obligó a su rey y señor a quitarle los poderes sin más que un capelo cardenalicio como viático: “Para no morir ahorcado/ el mayor ladrón de España/ se vistió de colorado”, se cantaba por aquel Madrid en el que convivían, agárrense, Cervantes, Quevedo, Góngora o Lope.
Nada que ver con lo que aquí nos aflige, pues nuestro azote ahí sigue huyendo hacia adelante como pollo sin cabeza, sin gobernar, por supuesto, porque no hay gobernación posible en unas circunstancias que le obligan a concentrarse en régimen de urgencia pillado entre la última mala noticia y el siguiente revés. ¿Y qué haría usted con la mujer y el hermano en el Juzgado, su segundo de a bordo a pique de ser imputado por el Supremo, además de una catarata de pleitos pendientes apretándole la soga al cuello degollado y los ministros en pleno cacareando una única consigna? Seamos razonables, Sánchez no es Lerma y ya se conformaría, no digo con el cardenalato, sino tal vez con la alejada parroquia rural donde, según Fray Luis, está “la senda por donde han ido/ los pocos sabios que en el mundo han sido”.
Nunca he podido olvidar la imagen del pollo sin cabeza que, entre conmovido y asqueado, vi correr siendo todavía niño. Ni ahora soy capaz de evitar rememorarla cada vez que veo a Sánchez en el trapecio dialéctico tratando de esquivar la embarazosa pregunta del rival o del informador. Eso sí, esa carrera póstuma no suele ser sino breve. Al fin y al cabo, Un gallo sin cabeza no es más que un gallo sin cabeza.