“No te hagas viejo” es una frase que llevo repitiendo por el guasap desde hace algo más de cuatro años. Repaso los chats y lo compruebo inmediatamente. Qué pesadito me he puesto. Supongo que los destinatarios de esas cuatro palabras lo interpretaban como una especie de broma, pero yo sé que no lo era. Lo que en realidad quería decir era “no te hagas viejo como yo”. Porque he sido un viejo durante muchísimo tiempo, demasiado.
Viejo es una palabra fea, desagradable, al menos en España (en Hispanoamérica tiene un tinte cariñoso y un poco burlón; es casi sinónimo de “padre”), pero lo peor es que sus sinónimos son todavía peores: anciano, longevo, veterano, maduro, añoso. O pretérito, como Juan Carlos. Se darán cuenta de que estoy eligiendo los más suaves y compasivos, porque entre esos sinónimos abundan términos que son claramente insultos: senil, achacoso, decrépito y por ahí seguido. Ahora mismo no se me ocurre cómo llamar a alguien que tiene mi edad sin que se sienta medio ofendido.
Decía mi padrino Miguel Veyrat (qué será de él) que el peor trance es llegar a los 50, porque esa es la edad en que ya sabes que tus sueños no se van a cumplir. Quizá yo retrasaría un poco la cifra, al menos cinco o diez años, pero esa espeluznante idea es atinada. Lo malo, lo peor, es que no nos educaron para eso. No a mi generación. No a la gente que ha vivido lo que yo. No nos enseñaron a cumplir años, a hacernos mayores. Yo creo que estábamos convencidos, aunque no lo dijésemos, de que eso era algo que nunca ocurriría. Mi padre, por ejemplo, que tiene 92 años y resiste como un jabalí, aprendió seguramente muy pronto que la edad llega, y se habituó a esperarla poco a poco, con tranquila normalidad, con la sencillez con que se espera la sucesión de las estaciones del año. Pero él está educado en un sólido estoicismo que a mí me quedó siempre un poco a trasmano. Yo, ahora me doy cuenta, me creí lo que me decía la tele, los anuncios, las canciones (aquella tan bonita, Forever Young, de Alphaville), los eslóganes de un mundo que ya cuando éramos chicos parecía estar diseñado para los jóvenes, aunque no tanto como el de hoy; con quienes ya no lo eran no se sabía ni se sabe muy bien qué hacer, salvo meterlos en autobuses y enviarlos a pasar calor a Benidorm o a Estepona, como si fuesen tortugas.
Llegó la soledad
La edad llegó, y en mi caso lo hizo con una compañía terrible: la soledad, a la que un día notas porque te está rozando las pantorrillas como un perro cariñoso, pero no es verdad. Trepa disimuladamente por ti, te va rodeando con su engañoso ruido, te envuelve poco a poco, te sonríe a veces y, cuando menos lo esperas, ya no puedes respirar. O no como antes. Estás solo. Te preguntas dónde se ha ido, dónde se está yendo todo el mundo, y no lo sabes. También te preguntas por qué, y tampoco lo sabes, no lo entiendes. Nadie nos dijo que eso sucedería.
Llegan los primeros quebrantos de salud. Quienes tenemos miedo a los médicos aplicamos la “solución Rajoy”, es decir, la que habíamos aplicado siempre: ya se pasará solo o, si acaso, con un paracetamol. Y a veces funciona. Pero, con el paso del tiempo, funciona cada vez menos.
El teléfono suena cada vez menos y, cuando suena, incluso te molesta, porque interrumpe la nueva costumbre de la soledad. Eso quizá sea lo peor: que también a eso te acostumbras
Desaparecen cosas muy dolorosas, como las nocheviejas: nadie te llama. Desaparece poco a poco (todo esto pasa poco a poco) el sexo, pero no el deseo, ni siquiera el ansia de amar. Pero a quién, te preguntas, sentado como un preso ante la pantalla del ordenador, a veces durante días enteros. Se evapora, insisto en que poco a poco, esa sensación que tuvimos siempre, la de que hay mucha gente que piensa en ti. Hasta que te das cuenta de que no es verdad. De que ya no es verdad, porque antes está claro que sí lo era. Y tampoco sabes por qué, tampoco lo entiendes. El teléfono suena cada vez menos y, cuando suena, incluso te molesta, porque interrumpe la nueva costumbre de la soledad. Eso quizá sea lo peor: que también a eso te acostumbras.
Y en muchos casos llega –así ha sido en el mío– la peor compañía posible para un viejo: la pobreza. Ya no eres necesario. Ya no eres ni siquiera útil para todo aquello que sabes que siempre hiciste bien, y que sigues haciendo bien. Pocos cuentan ya contigo, aunque algunos quedan. Las leyes del mercado se han vuelto feroces y te pagan poco, te pagan menos que antes porque has perdido un valor decisivo: la juventud. Pierdes incluso el respeto de quienes llegaron a la vida después que tú: nuestra cultura no quiere ni respeta a los viejos. Se puede ser joven sin dinero, dijo una vez mi hermano Galo, pero no se puede ser viejo sin dinero. Eso es la exclusión social. Eso, más que la soledad, más que la extinción del amor o que los ahogos al caminar, es lo que termina con las ganas de vivir. La muerte se convierte no en una amenaza negra sino en alguien amable que sonríe y que espera a que tú le digas algo.
Pero ese simple gesto, que se hace en menos de tres segundos, obra el milagro de que el castillo de Kafka empiece a devolverme, imagino que cada mes, la colosal cantidad de dinero que yo he estado pagando a ese pozo sin fondo durante mucho más de la mitad de mi vida
Y sin embargo todo está ahí debajo, dormido, como si padeciese un largo invierno de reptiles. La vida, tal y como la aprendimos, no se ha extinguido. A veces basta un golpe de fortuna –tiene que ser un fuerte golpe de fortuna– para que uno sienta que se despierta de un largo sueño, como el rey Théoden de Tolkien. En mi caso se ha tratado de algo que, no sin cierta mala leche, tiendo a considerar un error. Tiene que serlo. Un funcionario de ese inmenso castillo de Kafka que es la burocracia estatal se ha equivocado conmigo. Será novato, digo yo, o estará haciendo una suplencia, pero un día –hace de esto pocas semanas– puso mi carpeta en el montón que no era. Después de cuatro años de negativas, de desprecios, de pretextos, de inocultable malevolencia, de algo que tenía toda la pinta de ser una persecución (aunque no contra mí solo, quiero creer), llega un becario despistado que no me conoce de nada ni sabe nada de mí, como todos los anteriores, y al que no le importo en absoluto ni le importaré nunca, como a todos los anteriores, y pone mi expediente en el luminoso montoncito de los Elegidos. Un error, tiene que haber sido un error, vamos, seguro. Pero ese simple gesto, que se hace en menos de tres segundos, obra el milagro de que el castillo de Kafka empiece a devolverme, imagino que cada mes, la colosal cantidad de dinero que yo he estado pagando a ese pozo sin fondo durante mucho más de la mitad de mi vida. Ha llegado la jubilación. Y la pobreza, el peor de los males para una persona mayor, empieza a disiparse.
La pesadumbre de vivir
Eso lo ha cambiado todo, y muy deprisa. Ya no tengo miedo. Ya no me acechan las pesadillas en cuanto cierro los ojos. Ya no repetiré más por el guasap esa frase, “no te hagas viejo”, porque ahora comprendo que ya no lo soy, o al menos que ya no quiero serlo. Ahora tengo claro que mi objetivo, mi ilusión, no es volver a ser como fui a los treinta, porque eso se imposible, pero sí ser como debería haber sido si hubiese aprendido a cumplir años; volver a ser el yo que dejé de ser cuando tropecé con algo, no recuerdo con qué, y me dejé caer por el despeñadero de la soledad, de la melancolía, de la angustia; de la pesadumbre de vivir, como decía Delibes.
Me pregunta mi hermano Sergio si, como buen jubilado, ya he elegido en qué valla me voy a acomodar para mirar las obras. Le digo que no; que, en cuanto pueda volver a caminar correctamente, lo que haré será empezar a saltar esas vallas. Porque un viejo no es quien tiene muchos años y muchas goteras. Un viejo es quien se resigna a ser un viejo. Y a mí, ustedes perdonen, ya no me da la gana.