Opinión

A mi no me llame usted 'pueblo'

En época electoral, como la que estamos viviendo (¿y cuándo no?), los líderes políticos sacan del cajón el término “pueblo”, le quitan un poco el polvo y lo agitan en todos los mítines como reclamo de agavillamiento tras ellos mismos, como recla

  • Gente vota en las elecciones -

En época electoral, como la que estamos viviendo (¿y cuándo no?), los líderes políticos sacan del cajón el término “pueblo”, le quitan un poco el polvo y lo agitan en todos los mítines como reclamo de agavillamiento tras ellos mismos, como reclamo identitario de un grupo humano definido y a la vez como etiqueta que diferencia a ese grupo de otros. “Nunca podréis silenciar ni doblegar la voluntad del poble català”, como decía Puigdemont. “El PSOE y el PP se llevan a matar, pero siempre se han puesto de acuerdo para decir ‘no’ al pueblo vasco”, decía Ibarretxe. “Si hay una nación en Europa, esa es Euskadi, el pueblo vasco”, tronaba Arzalluz. “Un pueblo, un imperio, un Führer”, era el lema de los nazis. “Las cúpulas podridas tienen mucho poder porque se lo arrebataron al pueblo”, aseguraba Chávez. Las frases son todas muy parecidas desde el tiempo de los romanos.

Pero vamos a ver, ¿qué es el “pueblo”? ¿Quiénes lo conforman? Esa pregunta se responde fácilmente. El pueblo es quien el autócrata de turno diga que lo es.

Ya, ya sé que la definición científica, sociológica y política de “pueblo” es muy complicada y ha cambiado mucho desde el “demos” griego (de donde viene la palabra democracia) hasta ahora. Ya sé que la Constitución española, en su primer artículo, establece que “la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”. Tampoco se me olvida que el preámbulo de la Constitución de EE. UU., de 1787, comienza con un resonante “We, the people of the United States…” Y tengo bien presente que este mismo periódico se llama Vozpópuli, curiosa mezcla idiomática (latín y castellano) que procede de la sentencia latina Vox populi, vox Dei, la voz del pueblo es la voz de Dios.

Pero una cosa son las definiciones y otra muy diferente el uso que se hace del término. Un ejemplo viejo, pero muy ilustrativo: en 1903 se celebró en Londres el II Congreso del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia. Había dos facciones: los llamados mencheviques, de cariz (digámoslo así) moderado y occidental, y los bolcheviques, acaudillados por un Lenin que apenas sobrepasaba los treinta años. Los mencheviques eran mayoría, pero eso a Lenin no le importaba: él decía hablar, una y otra vez, en nombre del “pueblo ruso”. Cuando la revolución soviética triunfó, década y media después, los mencheviques acabaron exterminados. ¿Por quién? ¿Por el pueblo ruso? No: por orden de Lenin, que se había erigido en su portavoz, en su representante, en su encarnación.

Así sucede siempre. En una dictadura, no hay nada más peligroso que te etiqueten como “enemigo del pueblo”: esa fue la acusación que llevó a la muerte a 20 millones de chinos tras la llamada revolución cultural que inició Mao en 1966 y que duró diez años. ¿Y quiénes determinaban quién era enemigo del pueblo y quién no? Casi siempre fueron los jovencísimos “guardias rojos”, fanáticos adolescentes que elevaron el culto a la personalidad de Mao hasta los mismos límites de la deificación en vida. Mao era el pueblo. Y los enemigos del pueblo eran todos aquellos a quienes Mao o sus enloquecidos chiquillos señalasen.

Para los populistas (porque de eso estamos hablando, aunque el término sea también muy resbaladizo y jabonoso), el pueblo no es toda la población, toda la ciudadanía de un país, sino solamente aquellos que siguen, que están de acuerdo, que apoyan a quienes dicen representarlos. Y los demás ¿qué son? Pues, por lo general, traidores, infiltrados o, con más frecuencia, renegados. “Vascos renegados” llamaba Iñaki Anasagasti (yo estaba delante) a los vascos que no fuesen nacionalistas.

Un rebaño que necesita que le digan lo que tiene que hacer, lo que tiene que pensar y lo que tiene que balar. Eso es el “pueblo” para quienes con tanta contumacia lo invocan

El pueblo, por lo tanto, es una masa que se mueve siguiendo las indicaciones de un líder o de un grupo de líderes, por lo común muy reducido. Eso es lo que se busca. Lo mismo que hacen los estorninos cuando vuelan o los cardúmenes de arenques: millones de individuos que cambian de dirección en un segundo, obedientes a uno que lo hace. Me viene a la cabeza ahora mismo la voz de Clemente Domínguez, aquel sinvergüenza embaucador que se inventó el Palmar de Troya, cuando fingía entrar en éxtasis, ponía cara de bobo y decía: “Aquí os tengo delante de mí, hijos míooos… Como ovejaaaas…”. Exactamente así es. Un rebaño. Un rebaño que necesita que le digan lo que tiene que hacer, lo que tiene que pensar y lo que tiene que balar. Eso es el “pueblo” para quienes con tanta contumacia lo invocan. Ellos se tienen por los pastores o, como mínimo, por los mastines que se ocupan de mantener el orden. El rebaño somos los demás. Y más nos vale no salirnos del redil porque entonces seremos señalados y excluidos. Eso como mínimo.

Yo he preferido siempre otro término. Cuando Josep Tarradellas volvió a España ysalió al balcón del Palacio de la Generalitat, el 23 de octubre de 1977, le dijo a la multitud: “Ciutadans de Catalunya, ja sóc aquí”. No dijo “catalanes”, no dijo “pueblo de Cataluña”, sino “ciudadanos”. Es decir, un grupo (por más numeroso que sea) formado por individuos, por personas que no tienen por qué pensar ni sentir todas igual, pero que conforman un grupo porque a todos les protege la misma ley, que les otorga los mismos derechos y les impone las mismas obligaciones esenciales y comunes. Ustedes verán, pero yo prefiero mil veces más ser ciudadano que formar parte de un “pueblo”. Que no sé bien lo que es. Pero sí sé cómo se le usa, cómo se le manipula y con qué facilidad sale un listo con labia que dice hablar en su nombre.

Excluyes de ese término sacrosanto, “pueblo”, a quienes no piensan como tú, no lloran con tu himno, no se emocionan con tu bandera y no creen en tus dioses. Eso no es la antesala del totalitarismo. Es el totalitarismo

Dice Umberto Eco en su libro El populismo mediático: “En realidad, el ‘pueblo’ como expresión de una única voluntad y de unos sentimientos iguales, una fuerza casi natural que encarna la moral y la historia, no existe. Existen ciudadanos que tienen ideas diferentes, y el régimen democrático (que no es el mejor, pero, como suele decirse, es el menos malo) consiste en establecer que gobierna el que obtiene el consenso de la mayoría”.

El problema surge cuando esa mayoría se endiosa, o la endiosan, bajo el nombre solemne de “pueblo”: los que obtienen la victoria (por corta que sea) en las elecciones se sienten con el derecho a hablar inmediatamente “en nombre del pueblo”. No se dan cuenta de que exactamente lo mismo podrían decir (y suelen hacerlo) los candidatos rivales si hubiesen ganado ellos. Y las dos invocaciones son igual de falsas e igual de interesadas. La costumbre tan extendida de tomar la parte por el todo, de llamar “pueblo” solo a tus partidarios, sobre todo si eres un caudillo nacionalista, es una de las perversiones de la democracia. Excluyes de ese término sacrosanto, “pueblo”, a quienes no piensan como tú, no lloran con tu himno, no se emocionan con tu bandera y no creen en tus dioses. Eso no es la antesala del totalitarismo. Es el totalitarismo.

Como dice el jurista ecuatoriano Fabián Corral, “las elecciones no son el fin de la historia, ni atribuyen verdades intangibles ni poderes superiores a nadie. Es un régimen de mayorías y minorías, de poderes transitorios, precarios y alternativos, de tolerancias y límites, de aciertos y errores. La democracia es un sistema de ciudadanías individuales, de humanidades concretas, no de ficciones colectivistas. La mitad más uno no cambia la naturaleza de las cosas, ni convierte lo malo en bueno, ni la noche en día”.

Cambiar de opinión

Así que no me llame usted “pueblo”, señor, señorita, caballero, líder carismático de las narices. Ni pueblo ni “gente”, que es el último descubrimiento de los anestesistas políticos: “el gobierno de la gente”, que es exactamente la misma engañifa que “el gobierno del pueblo” pero un poco más woke. Yo soy un ciudadano que piensa por sí mismo, que toma sus decisiones cada vez que ha de hacerlo y que tiene perfecto derecho a cambiar de opinión (y de voto) sin miedo a que los feligreses del grupo anterior me señalen como traidor, como “rojo”, como “facha” o cualquier otra sandez, que de esas hay muchas. Mis convicciones son firmes, pero la realidad es cambiante. No iré detrás de las bandadas ni cambiaré de dirección con ellas ni por su capricho.

Soy un ciudadano, no una sardina ni un estornino.

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