La estupidez de la falsa progresía, alimentada de viejos odios convenientemente disfrazados de modernidad, es sumamente contradictoria. No hay que exigirles mucho, pero me produce cierta curiosidad entomológica observar casos como el de hoy, Día de la Constitución. Resulta singular que esa manada, tan empeñados en celebrar el Samhain o su versión más hortera, el Halloween, en lugar de nuestro Día de Difuntos, como encantados de festejar los solsticios – los equinoccios, de momento, no entran en sus agendas – o aceptar sin pestañear costumbres religiosas musulmanas, budistas, sintoístas o que sienten gran algazara ante celebraciones como aquelarres – en mi tierra, Cataluña, están muy de moda así como las brujas, y lo digo sin doble sentido – mire con desdén esta festividad laica de hoy.
Comprendo que ellos, incapaces de hacer nada parecido a tomar La Bastilla – por cierto, gesta históricamente falsa inventada por Jules Michelet, hagiógrafo de la Revolución Francesa – carezcan de muchas jornadas épicas que celebrar. El dos de mayo es netamente fascista, como así lo fueron Daoíz y Velarde, el descubrimiento de América es el prólogo de un genocidio espantoso, aunque ya me dirán los separatistas como concilian que Colón fuese a la vez catalán y genocida, y aunque no le hagan mohines a los Comuneros, saben que eso es una mixtificación tan enorme que incluso su color, el morado, es falso, puesto que la enseña de Padilla, Bravo y Maldonado era roja. Y vayan ustedes sumando. Les gustan, eso sí, cosas como el advenimiento de la II República, pero ignoran a la Primera con un desprecio insólito.
Digo esto porque no entiendo que los de gin tónic ingerido en terraza de hotel de lujo no aprovechen para celebrar que, por primera vez en la historia de España, para ellos Estado español, fuimos capaces de olvidarnos de banderías y hacer un proyecto que nos ha permitido disfrutar del período más dilatado de paz que jamás hayamos conocido. Porque es gracias a esta Constitución, que tiene la virtud de haberse redactado pensando en todos y no como otras, que eran objetos arrojadizos para ser lanzados a la cabeza del adversario, que España no ha vivido en cuatro décadas la calamidad de ver a hermanos matarse entre ellos ni hemos sufrido el repugnante espectáculo de ver como nosotros mismos nos devoramos las entrañas.
La constitución está vieja, dicen, y ya no sirve para nada, como si se tratase de un pariente molesto al que condenamos al asilo porque no queremos ocuparnos de él
Tengo para mí que este tipo de personas miran las leyes como algo relativo que puede romperse a voluntad. La constitución está vieja, dicen, y ya no sirve para nada, como si se tratase de un pariente molesto al que condenamos al asilo porque no queremos ocuparnos de él. Ese egoísmo disfrazado de audacia no deja de ser una vileza y una mendacidad más que sumar a la extensísima geografía de embustes que pretenden hacernos pasar por verdades teológicas a fuerza de repetirlas machaconamente una y mil veces. Ni nuestra Carta Magna está desfasada ni siquiera está aprovechada en su mayor parte, siendo como es un texto abierto, flexible, interpretable y pensado para irse acomodando a los diferentes tiempos históricos.
Lo que no dicen es por qué en su calendario de festividades laicas no está el día que debiera presidirlas a todas, más allá del primero de mayo, el ocho de marzo o el once de septiembre en el caso catalán. La razón es muy simple: la Constitución no les gusta porque no deja fuera de ella a nadie que se sienta afecto a la democracia. Y ellos, con sus delirios totalitarios, solo admiten a los suyos, a los que disimulan ese egoísmo que decía pretextando que lo nuevo, por serlo, ha de ser forzosamente mejor que lo conocido.
No pretendo explicar a la gente que defiende al Che Guevara y al colectivo LGTBI a la vez, lo que es una monstruosidad si se conoce la vida y obra de este, lo que significa la Inmaculada Concepción, pero si quisiera dejar claro un aspecto por si alguno me lee. Esta celebración se fundamenta, según dogma de la Iglesia promulgado en el ya lejano 1854, que la Virgen María estuvo libre del pecado original, pudiendo así acoger en su cuerpo al Hijo de Dios sin mácula. De ahí el Gratia Plena.
Pues bien, la Constitución, sin poder considerarse libre de pecados o fallos, también tiene mucho de inmaculada. Aunque solo sea por comparación con otras formulaciones sociales que escuchamos con la sangre helada y que, al parecer, acabarán por dar sepultura a ese texto tan vilipendiado como útil. A las pruebas nos remitimos.