Poco ha cambiado, y sin embargo todo es distinto en el escenario político del Reino Unido en relación con el brexit. Por lo pronto, Theresa May ha anunciado su dimisión, que se hará efectiva el viernes 7 de junio, justo dos años justos después de ganar sus últimas elecciones prometiendo un liderazgo “fuerte y estable”. Tampoco es tan raro: cuando Margaret Thatcher ganó sus últimas elecciones, su esposo Dennis predijo que en el plazo un año sería “tan impopular que nadie se lo creería”. May se ha despedido entre lágrimas de Downing Street, con algo más de dignidad que David Cameron, que se largó canturreando.
Los políticos conservadores se han centrado por fin en lo que venía siendo su prioridad en estos dos últimos años, que por desgracia no era el brexit, sino sustituir a May. Los parlamentarios conservadores y más de 120.000 afiliados establecerán una lista final de dos candidatos de entre la quincena que aspira al liderazgo. Lo malo es que los posibles candidatos no invitan al optimismo.
Boris Johnson, exministro de Exteriores, sigue siendo el favorito en las encuestas, fundamentalmente por su tirón electoral. Es, de largo, uno de los políticos británicos más fácilmente reconocibles. Tan simpático como incompetente, no deja a nadie indiferente: es percibido al mismo tiempo como el mejor candidato y como el peor. Aun así, históricamente no siempre los favoritos han conseguido el liderazgo, y pocos recuerdan hoy a Michael Heseltine, el instigador de la rebelión contra Thatcher y favorito a sucederla para después perder frente a John Major.
El segundo en las encuestas es Michael Gove, ministro de Medio Ambiente (y exministro de Educación), uno de los más activos a favor del brexit durante la campaña del referéndum de 2016, y el que dijo que el público británico estaba “harto de los expertos”. Y está siendo coherente, porque no parece que haya consultado a ninguno desde entonces en relación con el tema. Al menos, está convencido de que una salida sin acuerdo es peligrosa para la economía británica.
Boris Johnson es tan simpático como incompetente, no deja a nadie indiferente: es percibido al mismo tiempo como el mejor candidato y como el peor
Dominic Raab, exministro para el Brexit, dimitió tras la firma del acuerdo que él mismo había negociado. Uno esperaría que el negociador principal del brexit entendiera de qué va el asunto, pero después de confesar que “no se había dado cuenta” de lo dependiente que era el Reino Unido del tráfico de mercancías por Calais (vamos, que no se había dado cuenta de que Gran Bretaña era una isla) uno ya no sabe a qué atenerse. Tiene tirón, aunque muchos parlamentarios conservadores moderados lo perciben como alguien demasiado radical.
Sajid David, ministro de Interior y antiguo partidario del remain, se ha preocupado de hacerse perdonar desde el referéndum, no solo defendiendo un brexit duro, sino mostrando una especial dureza contra la inmigración –algo sorprendente en el hijo de un conductor de autobús pakistaní–. No obstante, su liderazgo está tomando fuerza en las últimas semanas. Ha prometido que el Reino Unido saldrá de la UE el 31 de octubre, con o sin acuerdo, y ha rechazado un segundo referéndum, elecciones generales o la revocación del artículo 50. Cree en una salvaguarda para Irlanda, aunque solo “temporal” (sic), y afirma que la tecnología ya permite evitar una frontera física, aunque no ha precisado cómo ni por qué nadie en el mundo la utiliza.
También está ganando posiciones Andrea Leadson, exportavoz de los conservadores en el Congreso (puesto del que dimitió pocos días antes de hacerlo May), quien ha declarado que el Acuerdo de Salida está “muerto” y que el Reino Unido debe ir a una salida sin acuerdo el 31 de octubre, en un no-deal “bien gestionado” y con “soluciones alternativas” (que aún no existen) para la frontera en Irlanda. Puestos a mentir, por lo menos podría haber intentado ser original y no recurrir a los tópicos de siempre.
Los políticos conservadores se han centrado por fin en lo que venía siendo su prioridad en estos dos últimos años, que por desgracia no era el brexit, sino sustituir a May
En una segunda tanda estarían Jeremy Hunt, un ministro de Exteriores muy poco diplomático (como cuando comparó la UE con la Unión Soviética), que también intenta hacerse perdonar su pasado de remainer con una activa defensa del brexit y que, aunque preferiría evitar una salida sin acuerdo, está dispuesto a aceptarla “con gran dolor de corazón”; Amber Rudd, ministra de Trabajo y Pensiones y exministra de Interior –puesto del que tuvo que dimitir por el escándalo Windrush, es decir, por amenazar a los hijos de los inmigrantes africanos que llegaron en los 70 a Reino Unido–, también antigua remainer y opuesta ahora a una salida sin acuerdo; e incluso el joven Matt Hancock, ministro de Sanidad (y exministro de Cultura) también antiguo remainer y uno de los mayores defensores del Acuerdo de salida de May. Otros candidatos con menos posibilidades incluyen a James Cleverly (secretario de Estado para el Brexit), Liz Truss (ministra del Tesoro), Penny Mordaunt (ministra de Defensa), Esther McVey (exministra de Trabajo y Pensiones), Kit Malthouse (ministro de Vivienda y proponente de la “Enmienda Malthouse”, un intento imposible de evitar la frontera con Irlanda), Rory Stewart (ministro de desarrollo Internacional) o Mark Harper (el exministro de Imigración que tuvo que dimitir por contratar a una asistenta ilegal).
Sea quien sea el próximo primer ministro, hombre o mujer, brexiter viejo o converso, moderado o radical, cuando despierte después de su primera noche en el número 10 de Downing Street, la salvaguarda de Irlanda todavía estará allí, impasible, como el dinosaurio del cuento de Monterroso. Quienquiera que lidere entonces el Gobierno debe saber que se enfrentará a las mismas tres limitaciones que sufrió su predecesora.
En primer lugar, que el Acuerdo de Salida no se va a renegociar. La UE ya ha dicho, por activa y por pasiva, que tan solo aceptará cambios en la Declaración Política, es decir, en el documento anexo al Acuerdo que orienta la relación futura entre el Reino Unido y la UE.
En segundo lugar, que no puede haber frontera física en Irlanda, para lo cual es imprescindible aislar a Irlanda del Norte en un régimen de salvaguarda (backstop) más alineado con la legislación UE que el resto del Reino Unido, con ajustes complementarios en el mar de Irlanda para productos agrícolas e impuestos indirectos. Esta salvaguarda incluye una unión aduanera con la UE que, en el modelo actual, afectaría a todo el Reino Unido (aunque siempre podría reducirse solo a Irlanda del Norte), y es imprescindible en caso de falta de acuerdo definitivo. Porque hoy en día, digan lo que digan, la tecnología aún no permite una frontera invisible.
En tercer lugar, que se mantiene el trilema del brexit: si se quiere evitar la frontera con Irlanda, hay que renunciar a la homogeneidad de regímenes comerciales de Irlanda del Norte y Gran Bretaña o renunciar a salirse del mercado único y la unión aduanera (sacrificando la autonomía de la política comercial).
Algunas encuestas ya muestran que, en caso de no-deal, Irlanda del Norte preferiría la reunificación con Irlanda que permanecer en el Reino Unido
Y si esto es igual, aparte de May, ¿qué es lo que ha cambiado en el escenario político del Reino Unido? Tres cosas. En primer lugar, que tras las elecciones europeas las encuestas para unas posibles generales muestran que el brexit ha polarizado la política en torno a las opciones de salir (representada por el Brexit Party) o quedarse (representada por los Liberal Demócratas), en detrimento de los partidos tradicionales tory y laborista, que han terminado por agotar a los votantes con sus divisiones internas y su indefinición. En segundo lugar, la postura de Escocia, quien tiene cada vez más claro que exigirá un segundo referéndum de independencia porque no está dispuesta a permitir dejarse arrastrar por un no-deal. Y, en tercer lugar, la postura de Irlanda del Norte, porque algunas encuestas ya muestran que, en caso de no-deal, preferiría la reunificación con Irlanda que permanecer en el Reino Unido. Esto no es ninguna utopía: el Acuerdo del Viernes Santo establece, de hecho (en su Anexo A), la obligación de un referéndum cuando haya indicación de que la población de Irlanda del Norte quiere la reunificación.
Así que, cuando Theresa May pasee estos días a Donald Trump por Londres, dentro de su visita oficial, probablemente sienta algo de alivio al pensar que su sucesor o sucesora no solo tendrá que enfrentarse a sus mismos problemas, sino a tensiones políticas internas cada vez más intensas que podrían desembocar en un hundimiento de los partidos tradicionales o en una división nunca vista del Reino Unido. Si le sumamos a eso los efectos de una economía mundial amenazada por una guerra comercial y tecnológica cada vez más peligrosa, no me extrañaría si, tras despedir a Trump en el aeropuerto, le entran unas ganas irrefrenables de ponerse a canturrear.