Opinión

Ser antifascista

Con el antifascismo en la mochila uno puede rodear el Congreso, impedir una conferencia en la universidad o lanzar piedras en un acto público en cualquier plaza de España

  • Macarena Olona

Ser antifascista es la manera más rápida y segura de hacerse totalitario.

No es la única, claro. Siempre existe la opción de hacerse ultra de un equipo de fútbol, pero tiene un problema: rodear un autobús, lanzar piedras o amenazar a los simpatizantes del equipo rival son actos que siempre despiertan enérgicas y unánimes condenas, y no se disfruta lo mismo cuando todos piensan que eres un animal sin civilizar.

Hacer todas esas cosas en nombre de una causa con pedigrí es otro asunto, y también en esto hay clases. El antifascismo tiene qué sé yo que sólo lo tiene el antifascismo. El Congreso, la universidad y la plaza son símbolos de la democracia, de la libertad, del progreso y de todas las palabras sagradas que queramos darnos. Pero ay, el antifascismo. El antifascismo es una palabra de rango superior. Con el antifascismo en la mochila uno puede rodear el Congreso, impedir una conferencia en la universidad o lanzar piedras en un acto público en cualquier plaza de España sin miedo a que lo llamen fascista, la palabra que mejor funciona cuando se quiere convertir a alguien en receptor involuntario de objetos contundentes sin miedo a que quien lo hace sea condenado al ostracismo.

El antifascista desarrolla su vocación a partir de tres maniobras sencillas y eficaces. En primer lugar, se declara antifascista. Sin esto, no hay juego. En segundo lugar, declara fascista a quien se le antoje. Sin esto, no hay rival. Y en tercer lugar, sale a jugar. Con su estilo, que es el de partir piernas. Hay un cuarto elemento esencial: el árbitro. En el juego del antifascismo el equipo arbitral tiene una consigna clara: los agresores siempre tocan balón.

Los antifascistas se presentaron en el acto para impedir la conferencia. La ponente no debía hablar y los asistentes no debían escuchar; por su bien, por el bien de la democracia, el discurso de siempre

El reglamento se puede resumir en una frase corta: “defender la tolerancia exige no tolerar lo intolerante”. Pictoline, una empresa de diseño que se dedica a la ilustración -en principio sin mayúscula- le añadió dibujitos y viñetas, y desde entonces se ha convertido en la principal referencia para justificar pisotones, entradas a la rodilla y codazos en la cara. De vez en cuando alguien debe aplicar el reglamento desde una posición que en principio no puede tolerar las agresiones, pero la solución es sencilla: amarilla para los dos.

Esto es lo que se hizo la semana pasada desde uno de los pilares de la democracia liberal. Macarena Olona acudió a dar una conferencia a la Universidad de Granada. Los antifascistas se presentaron en el acto para impedir la conferencia. La ponente no debía hablar y los asistentes no debían escuchar; por su bien, por el bien de la democracia, el discurso de siempre. La situación parecía clara. Unos querían entrar al paraninfo y los otros querían impedir violentamente que entraran. La solución también era clara: la violencia del Estado contra quienes trataban de anular los derechos políticos de los asistentes.

No fue así. Los asistentes tuvieron que forcejear para poder hacer algo tan básico como entrar en la universidad. Pocas horas después aparecieron los comités sancionadores con el reglamento ilustrado. “Forcejeos entre los detractores y partidarios de Olona”; “Detractores y partidarios de Macarena Olona se enfrentan a insultos y empujones en la Universidad de Granada”; “Altercados en la conferencia de Macarena Olona en Granada”.

Lo que hace la Universidad es equiparar la agresión y la autodefensa. Dejar que los fanáticos antifascistas hagan el trabajo que la Universidad no se atreve a hacer

Y apareció también el árbitro del encuentro, que cumplió a la perfección su papel de espectador neutral. Éste es el mensaje que la Universidad de Granada publicó en redes sociales:

La UGR condena rotundamente los hechos que tuvieron lugar en el día de ayer: tanto los de quienes boicotearon el ejercicio de la libertad de expresión, como los que quienes, con su comportamiento provocador hacia los manifestantes, obligaron a intervenir a la policía y dieron lugar a escenas violentas que nunca deberían tener lugar en una Universidad. La Universidad de Granada ha luchado durante muchos años por el poder de la palabra y la libertad de expresión y así seguirá haciéndolo.

Hay un último detalle interesante en esta historia. Un último comentario sobre el acta del partido. Después de que la Universidad de Granada publicase su mensaje, la agencia Efe se refirió al vergonzoso ejercicio de equidistancia con este titular: “La Universidad de Granada condena los actos que atentan contra la libertad de expresión”. Es mentira, claro. Lo que condena la Universidad es la imagen, tan desagradable, y no el acto concreto. La Universidad de Granada despide su comunicado diciendo que lucha desde hace años “por el poder de la palabra”. Cursilería, humo, bobadas. Lo que hace la Universidad es equiparar la agresión y la autodefensa. Dejar que los fanáticos antifascistas hagan el trabajo que la Universidad no se atreve a hacer. Porque mancha. Por eso existieron siempre los perros y las perreras.

Decíamos al comienzo que el antifascismo es la manera más rápida y segura de desarrollar la vocación totalitaria, pero hasta ahora no hemos dicho nada de esto último. Practicar o justificar la violencia política no implica necesariamente ser totalitario. El totalitarismo es otra cosa, y lo hemos visto también esta última semana. Adriana Lastra fue hasta hace poco la voz del PSOE, y sigue siendo la voz del antifascismo español. El totalitarismo es esto:

Negarse a cantar una canción antifascista dice mucho de la señora Pausini, y nada positivo.

El que no canta, el que no alza el puño o la mano, el que no aplaude al líder y el que no se emociona con la gran causa es un ciudadano sospechoso. Y siempre, en todas las épocas, los más apasionados de entre los totalitarios acaban convertidos en comisarios políticos dispuestos a exigir muestras públicas e inequívocas de adhesión a la Idea.

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