Era un deseo que tenía desde hace mucho tiempo y del que he querido librarme. Me imaginaba que eso de ser el amo de un país daba más gusto. La ocasión era buena y el negocio quedó concluido en pocos días. Al presidente le llegaba el agua hasta el cuello: su Gobierno, compuesto por paniaguados suyos, estaba en peligro. Las arcas estaban vacías e imponer nuevos impuestos hubiera sido la señal para el derrocamiento de todo el clan que asumía el poder, tal vez de una revolución. Ya había un general que armaba bandas de rebeldes y prometía cargos y empleos al primero que llegaba.
En cuatro días nos pusimos de acuerdo. Anticipé algunos millones y asigné al presidente, a todos los ministros y a sus secretarios unos estipendios dobles que los que recibían del Estado. Me han dado en prenda -sin que lo sepa el pueblo- las aduanas y los monopolios. Además, el presidente y los ministros han firmado un convenio secreto que, prácticamente, me da el control sobre toda la vida de la nación. Aunque yo parezca, cuando vaya por allí, un simple huésped de paso, soy, en realidad, el amo casi absoluto del país.
Sufrir todas las molestias y servidumbre de la comedia política es una fatiga tremenda, pero ser el titiritero que, tras el telón, puede solazarse tirando de los hilos de los fantoches obedientes a sus movimientos es un oficio voluptuoso
El espectáculo, para mí, es bastante divertido. Las Cámaras continúan legislando, en apariencia libremente; los ciudadanos siguen imaginándose que la nación es autónoma e independiente y que de su voluntad depende el curso de los acontecimientos. No saben que todo lo que ellos creen poseer -vida, bienes, derechos civiles- penden, en última instancia, de un extranjero desconocido para ellos, es decir, de mí.
Mañana puedo ordenar la clausura del Parlamento, una reforma de la Constitución, el aumento de las tarifas de aduanas, la expulsión de los inmigrantes. Podría, si quisiese, revelar los acuerdos secretos de la camarilla ahora dominante y derribar con ello al Gobierno, desde el presidente hasta el último secretario. No me sería imposible siquiera empujar al país que tengo en mis manos a declarar la guerra a una de las repúblicas limítrofes.
Un sindicato de negocios
Este poder oculto, pero ilimitado, me ha hecho pasar algunas horas agradables. Sufrir todas las molestias y servidumbre de la comedia política es una fatiga tremenda, pero ser el titiritero que, tras el telón, puede solazarse tirando de los hilos de los fantoches obedientes a sus movimientos es un oficio voluptuoso. Yo no soy más que el rey de incógnito de una pequeña república en desorden, pero la facilidad con que he conseguido adueñármela y el evidente interés de todos los enterados en conservar el secreto, me hace pensar que otras naciones, y bastante más grandes e importantes que la mía, viven, sin darse cuenta, bajo una análoga dependencia de misteriosos soberanos extranjeros. Siendo necesario mucho más dinero para su adquisición, se tratará, en vez de un solo dueño, como en mi caso, de un trust, de un sindicato de negocios, de un grupo restringido de capitalistas o de banqueros.
¿Les gustó el cuento? Bueno, pues es hora de aclararlo por completo. Ustedes, supongo, habrán entrevisto en esas confidencias, según y cómo, ya la imagen de Puigdemont, ya la de Elon Musk, como eventuales protagonistas en los que reconozco manos ideales para el guante en que vivimos. Pero, ca. Ese cuento no es mío, qué más quisiera yo, ni por asomo –no todos en este país vamos a aspirar así como así a los bienes ajenos-- sino la profecía anticipada que escribiera Giovanni Papini hace un siglo mal contado, vamos, en 1931. No quiero lo que no es mío, pero ahí lo dejo por si vale para ilustrar el barrunto que muchos tenemos sobre la posibilidad de que lo que nos gobierne en esta complicada vida no sea la Razón tomista sino el Arquetipo junguiano: ese hombre, Papini, no ofrecía una historieta ni menos se inventaba un Gog inverosímil. Quizá, simplemente, entrevió una fantasía que la Historia se ha encargado de descubrir en la España en que vivimos.