A lo peor me está bien empleado por prestarme tan dócilmente a empaparme de documentales científicos, pero uno que acabo de ver confieso que me ha trastornado hasta la inquietud. Se trataba en él del proyecto mundial (USA, Europa, Japón, India, China, Rusia…) no ya de ir a la Luna sino de construir en ella y entre todos una “aldea” selenita capaz de permitir la estancia de hombres y pertrechos en su solar durante el tiempo preciso para averiguar primero y explotar después, llegado el caso, las inmensas posibilidades que, al parecer, podría ofrecernos nuestro satélite dadas las ingentes riquezas –especialmente, en depósitos acuíferos—que ya consta a los sabios que contiene en su subsuelo.
No es cosa de creer a ojos abiertos en las ilustraciones, claro está, pero las que en esta ocasión he podido contemplar en mi pequeña pantalla son lo suficientemente tentadoras como para entrever –esta vez a ojos cerrados-- el fabuloso plan que, según parece, lleva ya treinta años gestándose sin que los terrícolas nos hayamos enterado. Habría ya, según dicen, vehículos complejos construidos pieza a pieza por los diversos socios nacionales, inventos capaces de transportar a las misteriosas perspectivas lunares máquinas tan variadas que serían capaces no sólo de detectar el emplazamiento idóneo para la operación sino de construir en el emplazamiento elegido espacios protegidos tanto de la radiación solar como de los eventuales aerolitos, dotados de fabulosas condiciones de vida que harían de ellos un verdadero hogar, y todo por obra y gracia de adecuadas maquinaciones capaces de construir edificios de aquí te espero, en los que aseguran que el nauta encontrará a su llegada--conmigo que no cuenten-- la refinada dotación que debe permitirle una existencia lo bastante apacible y grata como para vivir hacia el futuro en la Luna ya desde este año de gracia (¿) que llevamos miteado.
Los documentales son una joya y la Ciencia un pozo inagotable e imprevisible, y bien sabemos que ya no es novedad, al menos para los millonetis, el turismo espacial
Bien, ¿lo creemos o largo lo fiamos? Hombre, a estas alturas de la camelancia cualquier cosa cabe esperar de la ingenuidad humana, pero me temo que, hechos como estamos al telediario, nos quedan escasas posibilidades de comulgar con las mismas ruedas de molino que en su día comulgaron el Gulliver que nos descubrió Swift o el Cyrano que nos retrató Rostand por no hablar del viaje que nos colocó el delicioso Luciano hace casi dos milenios, de aquel otro con el que Verne entretuvo nuestra imaginación infantil o del casi desconocido que dejó entre sus papeles el abad conquense Hervás y Panduro. ¿O es que resulta posible imaginar siquiera a la Rusia que anda perreando Ucrania hace más de dos años, sin dejar incluso de sugerir la posibilidad de una tercera Guerra Mundial, sentada en una mesa ecuménica y apostando por una paz sin condiciones y un futuro fraterno? ¿Pues y si, por si algo faltaba, vemos cualquier día a Trump de vuelta al Despacho Oval con la peluca alborotada? Miren, los documentales son una joya y la Ciencia un pozo inagotable e imprevisible, y bien sabemos que ya no es novedad, al menos para los millonetis, el turismo espacial. Pero hay algo que frena nuestra candidez y limita nuestra credulidad, algo que, de momento al menos, podríamos seguir llamando “experiencia” arrellanados en el sofá a la hora del telediario.