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¿Es la moral una cuestión genética o puede aprenderse?

Tendría yo 10 u 11 años cuando, un sábado por la mañana, nuestro padre nos llevó a una piscina cubierta para que dejáramos estudiar a mamá, que andaba de exámenes. Normalmente, siempre estábamos con ella —o con ambos—, y hacer

  • Llegada de uno de los ocho detenidos a los juzgados de Barbate

Tendría yo 10 u 11 años cuando, un sábado por la mañana, nuestro padre nos llevó a una piscina cubierta para que dejáramos estudiar a mamá, que andaba de exámenes. Normalmente, siempre estábamos con ella —o con ambos—, y hacer planes sólo con él era algo extraordinario; como cuando estábamos de vacaciones escolares y una tarde te llevaba —a uno de nosotros o a los tres hermanos— a su oficina. A mí me encantaba acompañarle, pues aunque solía contarnos anécdotas del trabajo, la empresa se me antojaba un mundo aparte en el que nuestro padre era el rey.

Por supuesto, él no tenía tiempo de hacernos caso, de modo que en cuanto llegábamos le decía a su secretaria que nos llevara a merendar y a tomar un helado. Y si después te aburrías de dibujar en el tablero, de aporrear la máquina de escribir o de girar y pasearte en las sillas de ruedines, te ponía a cortar planos —luego tenías agujetas en los dedos durante varios días—. A veces, incluso permitía que me sentara en la mesa de su socio —que estaba siempre en la fábrica y rara vez iba por allí— y que jugara con la calculadora de manivela mientras él despachaba con comerciales o alguno de sus obreros, que le llamaban Maestro; como los toreros al matador y los discípulos a Jesús. Por eso, aquella mañana que estábamos con él no me extrañó que un empleado del polideportivo se dirigiera a él en esos términos.

—¡Pero, Maestro! ¿Qué hace usted por aquí?

El hombre, que en su juventud había trabajado para mi padre como peón, le contó que un buen día le había surgido la oportunidad de colocarse de bedel y no lo había dudado: ganaba menos que en la obra, pero era mucho más descansado. Y cuando nos despedimos de él para ir a sacar las entradas de la piscina, puso el grito en el cielo.

—¡Ah, no!¡Usted hoy no paga aquí!
—No, deje, si yo pago encantado.
—¡De eso nada! —se ofendió el hombre— Hoy invito yo.
—No, déjelo. Además, tendremos que dar las entradas en el vestuario.
—No hace falta. Les dice usted que viene de mi parte y le dejan pasar.
—Que no, de verdad, que prefiero pagar —insistió mi padre con esa autoridad que el otro debía de conocer tan bien como nosotros.
—Vale, vale, Maestro, lo que usted diga.

No tengo muy claro si la moral es algo que se aprende en casa o si va en los genes, pero creo que el ambiente en el que te crías influye decisivamente en el tipo de persona que serás

Cuando estuvimos lo suficientemente lejos, comentó con una sonrisa burlona: “Este nos quería invitar, ¡como si la piscina fuera suya!”. Entonces, yo no entendí por qué no había querido que nos bañáramos gratis; hoy, sí: nunca he robado un chupachups en una tienda ni he hecho un simpa en un bar. A estas alturas de mi existencia, no tengo muy claro si la moral es algo que se aprende en casa o si va en los genes, pero creo que el ambiente en el que te crías influye decisivamente en el tipo de persona que serás.

¿Sería yo la misma si mi padre hubiera sido, por ejemplo, dueño de saunas gais? Imagino que en ese caso él no me habría llevado a su negocio las tardes sin colegio. Y en mi época de estudiante, no habría ganado un dinerillo escribiendo a máquina y atendiendo las llamadas de su oficina por las tardes; probablemente me habría encargado de que hubiera suficiente cambio en la caja, de reponer las bebidas y de comprobar que las toallas limpias hubieran llegado de la lavandería. Además, en lugar de tratar con obreros, aparejadores y oficinistas, lo habría hecho con chaperos, policías corruptos y camellos; no olvidemos que ese tipo de saunas son templos consagrados al vicio y al dinero negro. La prostitución y el tráfico de drogas no son actividades inocuas; quizá lo serían si pagaran impuestos como cualquier otra empresa, pero mientras eso no suceda, conllevarán siempre cierto peligro. Hace muchos años, un camello muy popular entre la gente bien me contó que su organización les había dado orden —a él y a otros como él— de no vender nada hasta nuevo aviso. Les habían robado una tonelada de hachís de un almacén sevillano; paralizarlo todo era una estrategia para ver quiénes ponían su material en la calle: en cuanto lo averiguaran, los matarían. “En nuestro business no se recurre ni a policía ni a abogados”, comentó encogiéndose de hombros.

Es lógico que, quien siempre ha convivido con el delito, no pierda el tiempo con disquisiciones morales; por eso creo que la hija de un hombre honesto no puede ser igual que la hija de un proxeneta. Si mi padre se hubiera hecho rico con la prostitución y sus aledaños, ¿me habrían indignado el asesinato de los guardias civiles en Barbate? No lo creo. Quizá hasta me habría hecho gracia. Y no tengo muchas dudas sobre lo que habría hecho si las circunstancias me hubieran puesto a tiro maletas y más maletas de ese dinero que no es de nadie.

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