"Donde se queman libros se terminan quemando también personas", dijo el poeta Heinrich Heine. Una frase que cae, como una lona, sobre uno de los episodios históricos más lamentables del siglo XX y en el que hordas de bien alimentados, sonrientes y saludables integrantes de las juventudes hitlerianas lanzaban libros a una pira de fuego. Vestidos con pantaloncito corto, entusiastas y convencidos del bien moral que su barbacoa ejercía sobre el resto los alemanes, no hicieron más que adelantar lo que se supo más tarde. De esos libros vinieron aquellos hornos.
A lo largo de la historia, distintos poderes –la iglesia, la burguesía, la realeza, los dictadores y hasta los directores de bibliotecas- se han empleado a fondo en prohibir cientos de títulos. El miedo es comprensible. Un solo libro puede hacer tambalear a un imperio o un edificio moral entero. Montesquieu o Voltaire contagiaron el estornudo de la Ilustración en las colonias americanas y Charles Darwin sentó a los monos a la mesa en la que la iglesia católica repartía raciones gustosas de dogma.
Las mejores páginas de la literatura han sido objeto de persecuciones, secuestros, decomisos, boicot, procesos judiciales, recortes y tachaduras. La sociedad de la posguerra convirtió Lolita, de Valdimir Nabokov, en su bestia negra. Acusado de pornográfico y pedófilo, el manuscrito sufrió toda clase de boicots. El editor Lord Weidenfeld tuvo que luchar a brazo partido cuando quiso publicarla en Inglaterra.
Amparado en la Ley Comstock de 1873 la primera norma nacional que prohibió la distribución de obras “obscenas y/o lascivas”, en 1921 un tribunal estadounidense declaró obsceno un pasaje del Ulises, de Joyce. El libro estuvo prohibido hasta 1933. Eso, sin contar el trabajo de edición y censura con el que fueron asolados Trópico de Cáncer, de Henry Miller, o Fanny Hill, un clásico de la novela erótica en cuyas páginas John Cleland narra la historia de una incauta jovencita de provincias que cae en la prostitución llevada por sus deseos de probar fortuna en Londres.
Libros como Madame Bovary, de Flaubert, y Las flores del mal, de Charles Baudelaire, fueron también señalados como ejemplares inmorales. Aunque muchas veces el sexo o la impudicia han servido como excusa para podar o desaparecer libros que dicen cosas mucho más subidas de tono… político. Porque aquellos donde el escote no es el problema, el asunto se vuelve todavía peligroso.
Ocurrió en 1852 con La cabaña del tío Tom, de Harriet Beecher Stowe, que fue criticado por los promotores de la esclavitud y descrito como una falsa representación de la misma. Cien años más tarde, se repitieron decenas y decenas de estos episodios. Aunque en un comienzo Rebelión en la Granja, de George Orwell, no fue objeto de pega alguna por parte de los censores del franquismo. Se pensó que era (solo) una parodia del estalinismo. Al leerla más detenidamente, el asunto ya no les pareció tan inocente.
Editores como Jorge Herralde conocieron de cerca el tufillo autoritario de los censores del franquismo. Tal y como contó el editor catalán al periodista Juan Cruz, el aparato de gobierno “desaconsejó” la publicación de 43 títulos. El eufemismo iba en serio. No se pudieron imprimir. La mayoría fueron censurados por razones políticas, al detectar en sus páginas pasajes subversivos. En la lista figuraban Cantos de Maldoror, de Isidore Ducasse, conde de Lautréamont; Diario del ladrón, de Jean Genet; El bravo soldado Schweik, de Jaroslav Hasek; La revolución del Edicto de Nantes, de Pierre Klossowski...
Existe también una censura buenista. Una torcedura aparentemente bienhechora, una ceguera incapaz de situar un libro en el contexto de su escritura y que pretende restaurar conflictos borrando convenientemente palabras o pasajes que generan escozor. Ocurrió con El color púrpura, de Alice Walker o Matar a un Ruiseñor, de Harper Lee, señalada por el racismo en el lenguaje; la prosa de Lee, lejos de alentar la segregación consiguió su peor retrato al mostrarla tal y como era.