Opinión

En defensa de ‘El País’

La batalla por Prisa va más allá del pulso entre Sánchez y un bróker cuyo principal objetivo es recuperar su dinero. Tiene que ver con la salud de la democracia

  • La primera página del número 1 de El País

22 de junio de 1976. Centro de Madrid. Unas 50.000 personas se congregan en favor de la libertad, la amnistía y la legalización de los partidos políticos. La manifestación había sido inicialmente autorizada, pero muy pronto, una media hora después de iniciarse, las autoridades pierden la paciencia. Fin de la tolerancia. Los “grises” -de ese color era en esos años el uniforme de la Policía- cargan y detienen a decenas de manifestantes.

Tiempo después supimos que una de las órdenes que, junto a la de cargar, habían recibido los “maderos” (apelativo con el que posteriormente nos referíamos a los policías, en concreto cuando el uniforme pasó del gris al marrón, y porque seguían repartiendo palos que daba gloria verlos), fue la agregada de detener a los que llevaran El País bajo el brazo, un nuevo periódico que había visto la luz hacía escasas fechas, concretamente el 4 de mayo. Algún criterio “objetivo” tenía que elegir Gobernación, denominación entonces del Ministerio del Interior, para reprimir quirúrgicamente a los concentrados.

La cabecera El País es homónima de la fundada en 1887 por el matemático Antonio Catena Muñoz y Manuel Ruiz Zorrilla, este último fugaz presidente del Gobierno (1871) durante el reinado de Amadeo de Saboya y destacado miembro del Partido Progresista, además de gran maestre del Gran Oriente de España. Junto a la mancheta de El País del siglo XIX destacaba, como divisa fundacional, la que definía al diario como republicano y progresista. En aquel periódico escribieron destacados miembros de la Generación del 98, firmas ilustres como Valle Inclán, Galdós, Antonio Machado, Baroja, Unamuno o Blasco Ibáñez. Ortega y Gasset, que también escribió en sus páginas, lo definió como el “defensor de las ideas más avanzadas en España”. 

El Gobierno, que ha ocupado todas aquellas instituciones que no han ofrecido suficiente resistencia, pretende ahora alcanzar una posición de dominio en la sociedad propietaria del periódico y la radio más influyentes del país

El País del siglo XX, el que hoy conocemos, fue fundado, entre otros, por el hijo de Ortega y Gasset, José Ortega Spottorno, y nació con el espíritu reformista de su antecesor impregnado en su rotativa, aunque con vocación menos republicana que progresista. Gestionado en lo empresarial por Jesús de Polanco y en lo periodístico por Juan Luis Cebrián, muy pronto se convirtió en el periódico de referencia de un amplio sector de la sociedad española, en buena medida coincidente con el que unos años después, en 1982, respaldó mayoritariamente en las urnas al nuevo socialismo encarnado por Felipe González.

En los años que siguieron a aquel histórico momento, El País logró construir una reputación de periódico serio, progresista pero independiente, de centroizquierda pero crítico. De hecho, sus editoriales contra ciertos ministros y algunos episodios del felipismo llegaron en ocasiones a ser de una considerable dureza, provocando invariablemente la irritación de la dirigencia socialista. Ahora, ese nivel de agresividad en la crítica es impensable, pase lo que pase. Y ahí, en la censura autoinfligida, radica la parte central del problema. 

Podría muy bien decirse que al igual que el ABC fue, y en parte sigue siendo, una institución en el universo conservador, hubo un momento en el que El País se afianzó como contrapeso del diario monárquico en la margen izquierda. Dos periódicos de naturaleza sistémica, en acertada expresión de José Antonio Zarzalejos, cuyos éxitos y zozobras trascienden lo estrictamente periodístico y empresarial. De ahí que prestemos una mayor atención a sus cuitas internas que a las de otros grandes medios. 

De ahí que el intento no desmentido de controlar El País, y el Grupo Prisa, por parte de un partido político, sea mucho más que una nueva escaramuza de la interminable carrera de lucha por el poder. Tan lícito es hacer todo lo posible por influir, como democráticamente insoportable aspirar a dirigir desde el poder político la línea editorial de un medio privado, como hacen los unos y los otros con los públicos, dicho sea de paso.

En la estela de Aznar…

El Gobierno, que con pasmoso descaro ha ocupado todas aquellas instituciones que no han ofrecido suficiente resistencia, pretende ahora alcanzar una posición de dominio en la sociedad propietaria del periódico y la radio más influyentes del país. Se trata de un escándalo mayúsculo que en cualquiera de los Estados de nuestro entorno ocasionaría un encendido debate, incluso una crisis política, pero que en España se ha saldado, de momento, con apenas un apresurado rifirrafe parlamentario. 

Que el Partido Popular pataleé -quizá podría hacer algo más, pero no lo hace-, está en el guion. Lo llamativo es que nadie desde posiciones progresistas haya levantado la mano y pedido la palabra; que ninguna voz relevante de la intelectualidad de izquierdas, si es que eso aún existe, acredite la coherencia tantas veces exhibida para impedir el descrédito de un medio históricamente comprometido con las posiciones nucleares del verdadero progresismo, entre ellas la defensa sin matices de la libertad de prensa.

La tarea se presenta complicada, porque el desgaste al que se está sometiendo a los profesionales, sobre cuyas espaldas descansa hoy buena parte de la reputación del grupo, es brutal. Y cada día que pasa, cada nuevo hecho que conocemos de la refriega, aún la complica más. La disyuntiva es diabólica: o se está con los que parecen dispuestos a utilizar la chequera pública, directa o indirectamente, para garantizarse una línea editorial complaciente, o con un tipo que fundamentalmente es un profesional de la rentabilidad.

Lo más llamativo es que nadie desde la izquierda haya levantado la voz para impedir la intervención, y el consiguiente descrédito, de un medio históricamente comprometido con las posiciones nucleares del progresismo

Con Joseph Oughourlian existe la duda de si lo que dice va en serio, si está dispuesto a defender el fuerte (“Sería inaceptable que, cuando estamos recordando que hace ya 50 años murió el dictador Francisco Franco, alguien cayera en la tentación de tratar de adueñarse de un medio de comunicación independiente desde el poder”), o sencillamente su estrategia consiste en reforzar su posición negociadora para coger el dinero (400 millones: inversión más beneficios) y salir corriendo. Es legítimo. Se dedica a eso. Oughourlian no vino a España a salvar nuestra democracia.

Lo de Pedro Sánchez es otra cosa. La operación que persigue el presidente del Gobierno difiere muy poco de la que perpetró José María Aznar en 1997, a través de Telefónica, en Antena 3. Aznar colocó primero como presidente de la operadora a su compañero de pupitre en el Colegio del Pilar, Juan Villalonga, y a continuación utilizó a este para sacar de la presidencia de la televisión privada a Antonio Asensio, un exitoso empresario del sector. El ex presidente, convencido de que la izquierda acumulaba un excesivo poder mediático, quiso rematar la faena, nunca mejor dicho, espoleando ante los tribunales la imputación del editor y el director de El País, Polanco y Cebrián. Sin éxito en esta ocasión. 

Nada distinto a lo de ahora. Sánchez controla con mano de hierro la televisión pública, apercibe a las privadas con el caramelo de la publicidad, la que gestiona directamente el Gobierno y la de las empresas públicas o privadas en las que ha colocado a sus hombres y mujeres de confianza, y se propone cerrar el círculo virtuoso que garantiza el dominio absoluto del relato en el espacio del centroizquierda con el asalto final al Grupo Prisa.

…y en la de Trump

Donald Trump ha desmantelado La Voz de América, y, como señala una de las escasas voces que desde posiciones socialdemócratas se atreven a cuestionar las políticas de Sánchez, la decisión del presidente norteamericano no es una medida aislada, sino que responde a una estrategia que pasa por reforzar los medios que encajen en su narrativa y neutralizar la influencia de los críticos. “El problema -aquí se puede leer el editorial íntegro- no es solo de la derecha trumpista; también ocurre en sectores de izquierda que han promovido iniciativas de ‘supervisión’ de la prensa bajo el pretexto de combatir la desinformación”.

De eso se trata. Pero no solo. Hay algo más en juego. Sería un drama inenarrable que la izquierda con vocación de mayoría, aquella que antes de la crisis financiera tenía el respaldo de 4 millones de ciudadanos, se quede, en el terreno de los medios de comunicación, sin referentes nacionales que gocen de suficientes márgenes de independencia respecto del poder político. Esa es la cuestión.

Esta es una batalla de comunicación, pero no solo, porque de cuál sea su resultado dependerán otras batallas en otros terrenos, algunos altamente sensibles. Y, por tanto y sobre todo, es una batalla política que puede tener efectos demoledores en la libertad de prensa y de opinión.  

Esto no va de elegir entre Sánchez y la caricatura de un bróker sin escrúpulos, sino entre más o menos democracia.

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