Hablar con señoritas psicóticas es como hacer gárgaras con gasolina. No sabes cuándo, pero vas a arder. En la historia de la literatura hemos conocido, sí, a algunas de estas inflamables damas aficionadas a meterse piedras en los bolsillos y dejarse caer al río; practicar pentagramas en sus muñecas o tragarse pastillas como si fueran palabras. Conocemos a varias de ellas. Parece que la muerte les da un cierto aire de familia, que su final trágico es anterior a su propia escritura y que sus versos suenan mejor estando ellas bajo tierra. Es una parte de la basura en la que nos gusta meter las manos. Y puede que biográfica o literariamente sea deplorable. Sin embargo, lo hacemos.
En ese huerto de drásticas escritoras estropeadas en vida una brilla por encima del resto. Se trata de la argentina Alejandra Pizarnik (1936-1972), demasiado apetecible para la relectura ahora que el Centro de Arte Moderno de Madrid ha publicado una edición facsimilar de sus diarios, de los que ya conocíamos pasajes enteros gracias a la impresión que hizo de ellos la editorial Lumen en 2002. Sin embargo, los de ahora contienen apenas 86 páginas. Se trata de folios mecanografiados por la propia Pizarnik.
Volver a leerla supone arder en un trago vigoroso. Se revelan claves, repeticiones y pistas; y con ellas no me refiero a datos esclarecedores sobre su muerte. No es eso lo que habría que buscar, sino la presencia de imágenes y temas que se repiten y que sólo pueden ser localizadas a lo largo de su obra si se lee con cierta distancia. En su Prosa completa (2001), su antóloga y amiga Anna Becciu afirma que entre las fichas de Alejandra Pizarnik consiguió un proyecto de libro formado por cuatro cuentos en homenaje a Alicia en el país de la maravillas, de Lewis Carroll, por quien la poeta sentía una auténtica devoción.
Se trata, en efecto, de una serie de relatos protagonizados por tres personajes: la muerte, una niña y una muñeca. Todas sus acciones tienen lugar en un jardín, un tema al que Pizarnik se refiere con tanta insistencia como lo hace con la infancia o su angustia por superar la barreras del lenguaje. Hija de inmigrantes judíos de origen ruso y eslovaco que se dedicaban al comercio de joyería, Pizarnik no sólo hablaba el español con marcado acento europeo y tartamudeaba, sino que su relación con la palabra parecía accidentada por una necesidad de expresión mucho mayor de la que ella podía conseguir.
El jardín y el lenguaje se multiplican como lugar atrofiado de la infancia. A lo largo de toda su poesía alude a ellos; con más fuerza todavía en El infierno musical (1971). “Las muñecas desventradas por mis antiguas manos de muñeca”, escribió un año antes de quitarse la vida con 50 pastillas de Seconal. Y no enumero la dosis como quien remoza la ya truculenta escena; no. Enumero porque de haber sido palabras en lugar de grageas, habríamos podido entender la urgencia de esta rara Alicia que busca hacerse a veces gigante, en otras pequeña.
El trío muerte, niña y muñeca aparece en varias ocasiones en el jardín. En el relato Devoción, las tres juntas beben té bajo un árbol, mientras la niña reprende a la muerte porque al hablar incurre en incorrecciones lógicas. “Soy huérfana. Nadie se ocupó de darme una educación esmerada”, se disculpa la muerte como trasunto de la poeta. En otro texto, A tiempo y no, que se supone forma parte del hipotético libro homenaje a Carroll, aparecen de nuevo las tres: van a buscar a “la reina loca” para que les cuente su historia. Acaban tomando el té, a la hora del crepúsculo mientras esperan al perro de Maldoror.
Esa devoción que sentía Pizarnik por Carroll estalla por completo en El hombre del antifaz azul; aquí, en lugar del famoso conejo blanco, es un hombrecillo con antifaz quien va de un lado a otro exclamando: “Los años pasan, voy a llegar tarde” y, en lugar de sacarse del bolsillo un reloj, saca una pistola en la que consulta la hora. El universo de Pizarnik que gira alrededor de Carroll es complejo, oscuro y elaborado; también violento, hermoso a quemarropa. Se trata del trago vigoroso de nuestra Señorita psicótica, sentada frente a un primoroso juego de té en el que bebe gasolina en tacitas de porcelana mientras corrige a la muerte porque al hablar comete errores.