La espuma que suelen levantar las más llamativas decisiones judiciales y sus correspondientes reacciones partidarias, casi siempre camuflan las verdaderas corrientes de fondo que condicionan la vida política de las naciones. Algo así acaba de ocurrir de nuevo en España. Dedicamos grandes titulares a lo accesorio y dejamos pasar lo esencial sin apenas prestarle atención. Nuestro país ha recibido efusivas y reiteradas felicitaciones por el modo en el que ha logrado sortear la dramática depresión económica de los últimos años, que se cebó con especial virulencia en el sur de Europa. Parecía que todo el trabajo estaba hecho, pero la grave crisis por la que atraviesa Italia ha puesto al descubierto nuestras principales debilidades.
¿Qué razones hay para que nuestra prima de riesgo se duplique en tan solo dos semanas contagiada por la italiana? Aparentemente ninguna de origen económico. ¿Cuáles entonces? La respuesta parece evidente: habremos hecho mil veces mejor que Italia los deberes en el ámbito de la economía, pero nuestra política se parece cada vez más al campo de minas en que se ha convertido el país transalpino. Italia era hasta ahora la gran preocupación de Europa en términos de estabilidad económico-financiera. Ahora también lo es en clave institucional, con unos dirigentes irresponsables que han cosechado un gran éxito electoral apoyándose en un populismo falaz y presupuestariamente inviable, junto a extremadas dosis de xenofobia excluyente.
Echar al PP y a Rajoy del poder no es un fin, pero sí una necesidad, un paso intermedio para recuperar la confianza en nosotros mismos y el crédito internacional
No falta quien desde las instituciones de nuestro país se esfuerza estos días en difundir todo aquello que, supuestamente, nos separa, para mejor, de Italia. Pero hace mucho que las grandes cifras macroeconómicas han dejado de ser un salvoconducto de estabilidad y confianza en el futuro. No seremos como Italia, pero nuestra política se parece cada día más a la transalpina. Lo dijo no hace mucho Felipe González: “Vamos hacia un Parlamento italiano, pero sin italianos que lo gestionen”. Y los últimos episodios que han golpeado el ya muy deteriorado tablero de la política española no han hecho sino profundizar en esta desmoralizadora impresión.
En algún momento pudimos pensar que nada podía ir a peor tras los desoladores efectos que en la estabilidad y la convivencia ha provocado el golpe a la democracia perpetrado por el secesionismo catalán. Sin embargo, la inasumible cascada de actuaciones judiciales, en fase de instrucción o de sentencias, bien sean recurribles o firmes, ha acabado por agotar la paciencia de los ciudadanos. Y lo que es peor: ha reducido al mínimo los márgenes de credibilidad del país.
Estos son hechos incontestables que no sólo cuestionan el discurso de quienes desde el Partido Popular pretenden con toda desfachatez residenciar la responsabilidad del creciente descrédito en aquellos que denuncian, con mayor o menor acierto, la agónica situación que atraviesa la malla institucional del país; son además síntomas inapelables de un fin de ciclo que cuanto más se tarde en asumir más caro nos saldrá. Un fin de ciclo anticipado por la ceguera e inacción de un Gobierno cuya indisimulable mediocridad ha ido desvelando, con obstinada insistencia, el paso del tiempo, y que ha acabado por traernos hasta aquí: hasta un pozo oscuro y maloliente del que aún desconocemos el espesor del fango depositado en su fondo.
Sánchez, Rivera e Iglesias tienen en sus manos la oportunidad de hacer de verdad política, y de sacar a España de este endiablado laberinto al que precisamente nos ha empujado la anti política
Pero un fin de ciclo, dicho sea en honor a la verdad, al que asimismo ha contribuido la medianía de una clase política y de unos dirigentes que han venido anteponiendo sus particulares intereses a los de la sociedad a la que dicen servir. Así que, descartado como remedio el actual partido en el Gobierno y su presidente, son esos dirigentes los que ahora van a ser sometidos a examen por parte de los españoles, y a los que debe exigírseles responsabilidad, altura de miras y patriotismo. No un patriotismo de corneta y mosquetón, sino ese otro galdosiano que denuncia al “filósofo corrompido que confunde [a la patria] con los intereses de un día”.
Y es que en este trance no sólo se la juega Pedro Sánchez. El envite es, debe ser, mucho mayor. Y el objetivo ha de estar situado muy por encima de la superficie embarrada. Ha llegado el momento de demostrar que la nueva política ha venido no solo pare quedarse, sino para cambiar de verdad las cosas; no para desplazar a otros de las instituciones. Echar al PP y a Rajoy del poder no es un fin; es simplemente un paso intermedio para recuperar la confianza en nosotros mismos y el crédito internacional.
De ahí que, tal y como hoy apunta Vozpópuli, la única salida aceptable a la crítica situación en la que estamos embarrancados es la adhesión por parte de los líderes de los partidos constitucionalistas a un acuerdo de mínimos basado en tres pilares: la formación de un gobierno fiable, competente y limpio, en el que debiera haber personalidades independientes; el pleno respaldo para que ese gobierno actúe con firmeza e inteligencia frente al secesionismo, sin dar un paso atrás y siempre dentro de la Constitución; y el compromiso de celebrar elecciones generales cuanto antes, sin descartar hacerlas coincidir con las municipales y autonómicas de 2019.
Sánchez, Albert Rivera y Pablo Iglesias tienen en sus manos la oportunidad de sumar por una vez y hacer de verdad política. De sacar a España de este endiablado laberinto al que precisamente nos ha empujado la anti política. De demostrar que este es un país confiable; de estar a la altura de sus gentes. Porque si no lo hacen, si no son capaces encontrar un estribo común para sobreponerse a la mezquindad autodestructiva en la que estamos instalados, serán también ellos corresponsables de lo que pase a partir de su fracaso, que, desgraciadamente, sin más anclajes a los que agarrarse, se acabará por convertir irremediablemente en el fracaso de todos.