Los días previos a la finalización de la amnistía fiscal han sido un festival en el aeropuerto de Ginebra. Así lo contaba un banquerito hijo de ilustre ex político, que señalaba que él mismo ha realizado varios viajes, pero bien de incógnito, nada menos que vestido con chándal: “si llega a ir un fotógrafo de la Agencia Tributaria nos saca un book al completo porque eso estaba lleno de españoles bajando con maletines, sin cortarse un pelo”.
El incógnito era algo inevitable, ya que en este negocio de la banca privada la discreción es lo primero y en estos últimos días previos a la amnistía nadie descartaba nada. Tampoco un reportaje de las televisiones.
Este tipo de banqueritos privados son gente que mueve las carteras de unos cuantos clientes y se ganan bastante bien la vida sólo con eso. No están en nómina de ninguna entidad, sino que se mueven por las que más les conviene.
Son los que se han dedicado ahora a subir a Suiza en compañía de los titulares, para retirar los fondos y a la vez buscar abogados regularizaran con Hacienda, ya fuera mediante la vía extraordinaria o la declaración paralela.
El desfile fue apoteósico. Algo parecido ocurrió hace unos años, cuando Banesto clausuró las cajas de seguridad de las oficinas de la histórica sede de la Calle Sevilla; esa que lleva años vendiéndose para que se construya un centro comercial y un hotel de lujo, trasladándolas apenas unos cientos de metros más abajo. El trasiego de personas cruzando el centro de Madrid con bolsas de El Corte Inglés fue para registrarlo. Una vez sanos y salvos en la nueva sucursal, los suspiros de alivio de los clientes eran de nota; que todavía eran los años buenos de la burbuja, en los que el dinero negro era un caudal inagotable.