María Isabel Celaá Diéguez nació en Bilbao el 23 de mayo de 1949. Jamás habla en público de sus padres ni de sus hermanos (tiene dos), pero lamentó que su madre muriese durante el confinamiento por la covid-19 (abril de 2020) sin que ella pudiese ir a verla, y dijo que un tío suyo, hermano de su madre (Ángel Diéguez Canales), murió en 1941, con 23 años, en el campo de concentración nazi de Mauthausen-Gusen.
La familia era acomodada. Isabel estudió en el prestigioso colegio católico del Sagrado Corazón de Bilbao. Luego inició una formación académica que cabe calificar de formidable, porque no son muchos los políticos españoles (sobre todo los actuales) que han logrado terminar tres carreras universitarias. Isabel se licenció en Filosofía, Filología inglesa y Derecho por las universidades de Deusto y Valladolid. Pertenece al ilustre, glorioso y nunca suficientemente recordado cuerpo de catedráticos de Instituto, que santa gloria haya y que tantísimo hizo por la educación de cientos de miles de niños y niñas españoles hasta que cayó exterminado por la LOGSE en 1990. Isabel Celaá fue catedrática de Inglés (y sus variedades) durante casi treinta años, hasta que se dejó tentar por la política. Aunque haya gente que se niegue a creerlo, es católica.
Es perfectamente bilingüe en el idioma de Shakespeare y de Joyce. Vivió en Belfast y Dublín. Su vinculación con la cultura irlandesa ha producido resultados más que estimables, como varios ensayos sobre poesía y novela (en inglés), entre ellos In the shell of our own loneliness. Y quizá por eso sus dos hijas, Bárbara y Patricia, se educaron en colegios vinculados a Irlanda.
Es una mujer fuerte con principios muy claros, pero jamás pierde los estribos y hay que admitir que ocasiones no le han faltado. En sus intervenciones públicas es calmada, pausada y serena, hable de lo que hable. Quienes la conocen bien aseguran que hay un gesto que denota cierto aumento de su agresividad verbal: meter la mano en el bolsillo. Pero hay que fijarse porque, si no se sabe esto, no se nota. Luego, en privado, es divertida, irónica y muy cercana. Sus aficiones, como quizá no podía ser de otra manera, son la literatura, el arte y la música. Disfruta lo mismo con la ópera que con el cantante británico Ed Sheeran, que no es irlandés pero es pelirrojo como una zanahoria, lo cual le convierte casi en irlandés honoris causa.
Su pasión es la docencia y se le ha notado siempre. Fue una madre que los domingos, en Bilbao, antes de ir a comer a casa de los abuelos, llevaba a las niñas al Museo de Bellas Artes, donde les explicaba de todo: desde el románico hasta Zuloaga. Sus hijas dicen que en aquellas matinés artístico-pedagógicas se despertaba su interés y se lo pasaban bien. No hay ningún motivo para dudar de su sinceridad.
Empezó en política en 1987 (tenía casi 40 años) porque un buen amigo, José Ramón Recalde, consejero de Educación en el gobierno vasco, le pidió que fuese su jefe de gabinete. Ella dijo que sí. Pero la mafia vasca le disparó a Recalde un tiro en la cara, al cual sobrevivió milagrosamente. Más tarde, a principio de los 90, Celaá fue ya viceconsejera de Educación con Fernando Buesa. Pero Buesa acabaría asesinado también por ETA. Fueron dos de los momentos más duros en la vida de Isabel Celaá, vasca por los cuatro costados, que se maneja sin problemas en la lengua vasca. Pero que tuvo que escuchar cómo en las fiestas de Bermeo de 2010, mientras ella intervenía en euskera, un grupo de aborígenes le gritaban “maketa, vete a casa”. Maketo, el insulto racista y xenófobo inventado por el racista y xenófobo Sabino Arana Goiri.
Isabel Celaá ha sido parlamentaria de la Cámara vasca durante casi 15 años. Salvo dos breves periodos, en que fue jefa del gabinete de Ramón Jáuregui y presidenta de la comisión de Exteriores del Parlamento de Vitoria, se ha dedicado siempre a la educación. Cuando el lehendakari Patxi López le ofreció la Consejería de Educación de su gobierno (2009-2012), Celaá pareció entrar en erupción. Impulsó la reforma de la educación pública vasca con una atención constante hacia el trilingüismo, hacia la Formación Profesional y hacia la incorporación de las nuevas tecnologías (entonces eran nuevas, o casi) a las escuelas. Llevó a los centros de Secundaria a las víctimas de ETA para que explicasen a los chavales qué les había pasado. Ahí empezó a convertirse (y seguiría después) en el azote público del ministro de Educación José Ignacio Wert, de quien decía: “No es capaz de gestionar la educación y su ley [educativa] es un ataque directo al autogobierno”. Aquellos eran los tiempos en que, según sus hijas, lo mejor era hablar con mamá los domingos por la mañana. Porque por la tarde empezaba a hervirle la cabeza ante lo que había que hacer en la nueva semana y se ponía, vamos a decirlo suavemente, dificilita.
Cuando Pedro Sánchez accedió a la presidencia del Gobierno tras la moción de censura contra Rajoy, Isabel Celaá (que era diputada socialista por Álava y sanchista convicta y confesa) fue llamada para ocuparse del Ministerio de Educación. También de la portavocía del propio Ejecutivo. Las iras que ha despertado esta mujer en la derecha política, en la derecha mediática y en la iglesia católica comenzaron muy pronto. Celaá impulsó la octava ley educativa de la democracia española, disparate (que haya habido ocho leyes) que no tiene parangón en la Europa civilizada y que se debe, resumiendo muchísimo el asunto, a que los gobiernos conservadores siempre tratan de defender los privilegios educativos de la Iglesia mientras que los progresistas intentan apostar por la escuela pública y laica. Esas dos tendencias históricas, que en realidad proceden del siglo XIX, han hecho que las leyes educativas sean, en realidad, “contraleyes” para desmontar lo que hicieron los anteriores y poner otra cosa, lo cual puede ser políticamente muy entretenido pero los niños de cuatro generaciones seguidas se han vuelto locos.
Con Celaá, la católica Celaá, los partidos y los medios conservadores casi agotaron los contenidos del Diccionario sohez de Delfín Carbonell Basset: el mayor catálogo de insultos del idioma castellano, 726 páginas de barbaridades perfectamente catalogadas. La ministra trató de poner coto a la enseñanza concertada para favorecer una educación pública que buscase la “excelencia” (uno de sus conceptos favoritos); volvió a quitarle a la Religión su condición de curricular y su peso en la nota media; intentó reducir la capacidad de los centros privados para “seleccionar” a sus alumnos (la enseñanza pública acoge al 79% de los alumnos inmigrantes) y, en fin, despertó las iras de la oposición. No siempre sin motivo. Esta mujer que jamás pierde los nervios lanzó un desafortunadísimo comentario hacia un diputado del PP, Juan José Matarí, padre de una hija con síndrome de Down. Tampoco fue especialmente acertada su frase, “Tenemos que dar un palo soberano a la segregación escolar”, por más que la intención, como tantas veces, fuese buena y hasta un punto humorística.
El resultado es que, cuando Sánchez decidió prescindir, en julio pasado, de la desgastada y vapuleadísima Isabel Celaá como ministra, esta mujer hiperactiva y un punto obsesiva no se quería ir. Había dejado muchas cosas sin hacer o sin terminar, decía. Había acabado con la denostadísima Lomce de Wert, pero su Lomloe levantó marejadas iguales o mayores. No terminó de implantar lo que sí hizo en el País Vasco, un nuevo modelo de Formación Profesional. Tampoco universalizó la enseñanza de cero a tres años. Y lo de eliminar el castellano como “lengua vehicular” de la educación atrajo sobre su cabeza una cellisca política comparada con la cual la “Filomena” fue un chaparroncito.
Ahora, cinco meses después de su destitución, el presidente del Gobierno ha nombrado a Isabel Celaá nueva embajadora de España ante la Santa Sede. Nadie lo esperaba. Sustituye a una avezada diplomática de carrera, María del Carmen de La Peña. Celaá es católica, habrá que repetir esto porque hay quien tiene cierta tendencia a olvidarlo, pero su experiencia en “Exteriores” es corta (tres años el en gobierno vasco) y todo indica que quizá no sabe bien dónde la han metido. Es un nombramiento eminentemente político, no diplomático.
Ante la imposibilidad constitucional de quemarla viva delante de la catedral, que es lo que muchos parecen desear en el fondo de su corazón, arrecian las presiones de los sectores más tridentinos de la Iglesia española (y de las asociaciones de padres de la “concertada”, que no la perdonarán jamás, Isabel Celaá, jamás) para que el Vaticano niegue el placet a la nueva embajadora. Eso es casi imposible; además, la Santa Sede ya está habituada a que España le envíe embajadores “raros”, como Francisco Vázquez, Jorge Dezcallar (exdirector del CNI) o el inolvidable Gonzalo Puente Ojea.
Falta por ver si Isabel Celaá se pone la tradicional mantilla negra y, esto sobre todo, si es capaz de sobrevivir a las dagas florentinas, venenos venecianos y maquinaciones romanas que circulan, ya sin disimulo, por la todopoderosa Curia, ahora que Francisco es ya un anciano y su “primavera” parece entrar en un grisáceo otoño. Comparado con lo que pasa en los Palacios Apostólicos, las furias de la gallera política (y educativa) española son el Tomad, Virgen pura.
El peligro de la paloma
La paloma no es un animal sino toda una familia de aves (las columbiformes) que integra a más de 300 especies distintas. Hay palomas en todo el mundo salvo en los polos. Su prestigio es muy variable y depende de a quién le preguntes. Pablo Picasso se quedó de piedra cuando alguien le encargó el diseño de una paloma como símbolo universal de la paz. “¿Una paloma para simbolizar la paz?”, dijo, “¡pero si son las ratas del aire!”
Su adaptación a la vida de los seres humanos es antiquísima. Viven cómodamente con nosotros y de nosotros. El autor del libro del Génesis, fuera quien fuese, tuvo la ocurrencia de hacer que fuese una paloma la que advirtiese a Noé de que el diluvio remitía, y llevaba en el pico una ramita de olivo. La imagen ha tenido un éxito colosal durante aproximadamente 2.700 años. Incluido a Picasso, que hizo el dibujo que todos conocemos.
Los teólogos cristianos tuvieron gravísimas dificultades para explicar y para hacer entender cuál era la tercera persona de la Trinidad. Dios Padre era perfectamente reconocible, iconográficamente, como un señor de cierta edad y con barba. Cristo tampoco tenía problemas: un treintañero guapísimo y barbado, muchas veces rubio y de ojos azules, como el de la película Rey de reyes, de Nicholas Ray, lo cual le alejaba completamente del aspecto habitual entre los palestinos pero a quién le importaba eso.
Ahora bien, ¿qué hacer con el Espíritu Santo? ¿Cómo se representa un espíritu? Alguien, quizá inspirándose en la historia de Noé, volvió sobre la paloma. Nuevo éxito. El Espíritu Santo será siempre, para los cristianos, una colúmbida blanca. Y uno de sus cometidos más importantes es el de iluminar a los cardenales en el difícil trance de la elección de un nuevo papa.
De ahí procede un viejo chiste romano que vuelve a circular cada vez que muere un pontífice y hay que elegir a su sucesor. Charlan el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo sobre dónde pasarán las próximas semanas.
–Yo creo que voy a viajar al Sinaí o a Caldea, a ver si veo a los viejos amigos: Moisés, Abraham…
–Pues yo –dice Jesús– pasaré estos días en Nazaret y en Jerusalén, para encontrarme con los míos: Pedro, Santiago, la familia…
–Ah, pues yo he decidido que volaré a Roma –dice el Espíritu Santo, aleteando gozosamente.
–¿Y eso?
–Pues porque es un sitio en el que no he estado nunca…