Es difícil escribirlo en pasado. Y, sin embargo, llegó.
Fue hace unos años, siete u ocho. Aquel día empezamos charlando de un proyecto en el que quizá podríamos trabajar en un futuro no muy lejano y se nos hizo de noche en una terraza de Madrid. Se le podría haber llenado la boca de batallitas y hazañas, pero sólo hablaba de periodismo. Tanto le daba que se hiciera en Sinaloa que a la vuelta de la esquina: ir, ver, empaparse, sacudirse cualquier estereotipo y contarlo. Periodismo.
Nos reunimos hace unos años. David Beriáin (Artajona, Navarra, 1977) se esforzaba por sacar adelante un proyecto para enviar a periodistas jóvenes a diferentes partes del mundo y contar lo que pasaba. Miguel Ángel Jimeno, profesor de la Universidad de Navarra, le dijo que quizá yo podría encajar en sus planes tras haber trabajado en varios escenarios del África subsahariana. Me llamó y quedamos.
Ya era una leyenda. En Navarra todos sabíamos quién era David. A veces hay un margen de decepción al conocer a tus héroes. No con él. Vestía su camisa caqui y sus botas, como si acabara de salir de la selva colombiana. Estuvimos en la azotea de su estudio hasta que apretó el hambre. “¿Vamos a cenar? Conozco un sitio”. Me llevó a su casa, recogimos a su mujer y nos quedamos horas en una terraza cercana. Se hizo muy tarde.
Mentiría si digo que recuerdo todos los detalles de la conversación, pero sí algunas preguntas. “¿Cómo lo harías para entrar en tal guerrilla africana y entrevistar a su líder?”. Había cervezas en la mesa -no pagué una ronda- en aquella peculiar entrevista de trabajo. Como ha hecho siempre, él quería conocer a la persona y eso sólo se consigue preguntando. Poco o ningún interés sobre otras formalidades, como el colegio o la universidad en la que yo había estudiado.
Algunos habrían aprovechado la oportunidad para tratar de impresionar. A mí ya me tenía ganado y cualquier historia que contase bastaría para dejarme con la boca abierta. No recuerdo que hablase de sí mismo en ningún momento; si acaso, de las personas a las que había conocido en sus viajes.
La enormidad de este mundo reside en sus personas y el periodista -también humano y con margen de error- trabaja con la materia prima más sensible
Charlar con él era entrar en euforia y asumir que, en realidad, el mundo no es tan grande, que no hay distancia física lo suficientemente amplia para buscar excusas. La enormidad de este mundo reside en sus personas y el periodista -también humano y con margen de error- trabaja con la materia prima más sensible. “Somos lo que vivimos y las historias que nos cuentan”, decía siempre, y enardecía a todos los que le escuchaban.
93 metros. Así bautizó a su productora. Alguien me contó una vez que esa era la distancia que había entre la casa de su abuela y la iglesia del pueblo, y que era lo que ella caminaba con asiduidad. Y que ese ínfimo trayecto -más todavía teniendo en cuenta las vueltas al mundo de David- aún albergaba muchas historias por contar. No tengo la certeza absoluta de que la anécdota sea real, pero encaja con una forma de ver lo que nos rodea de la que muy pocos presumen.
El proyecto por el que nos reunimos no salió, pero eso no le supuso ningún desánimo. Le escribí algún mensaje al ver sus reportajes en televisión y respondió al minuto. Muerto en Burkina Faso junto al cámara Roberto Fraile. ¿Con qué autoridad moral se habla ahora de David? Mis excusas hacia él y su familia por unas líneas que no hacen ninguna justicia.
Eran tipos curtidos y sabían a lo que se exponían. David y Roberto estaban ahí para contarlo. Para hablar de los otros y no de ellos mismos. Para hacer lo que sabían y amaban. Para ser periodistas.
David fue y será todo lo que ha vivido y todas las historias que le han contado: un gigante.