Octubre de 2010. Sala Alcalá 31. Exposición del fotógrafo Santos Yubero. Imágenes que recorren la vida de Madrid entre 1925 y 1975. Lo contó Ruth Toledano en El País, haciéndose a su vez eco de la anécdota referida por Lucía Laín, comisaria adjunta de la exposición: “La sala [está] inusualmente llena para la mañana de un día no festivo. Se oyen las risas de dos ancianos que no se conocen entre sí y que, ante la foto de un grupo de civiles durante la guerra, discuten si se trata de ‘los tuyos o los míos’”.
Toledano tituló el artículo con el verso de un poema que Antonio Machado dedicó a la capital: “Rompeolas de las Españas”. Aquellos eran dos ancianos bienhumorados, que probablemente lo vieron todo, lo padecieron todo, rescatando unos segundos de afectos malogrados, ayer imposibles y hoy imprescindibles. Dos ancianos que probablemente, once años después, repetirían la escena, si todavía estuvieran en condiciones de hacerlo, ante la sorpresa de ojos mucho más jóvenes, no siempre capaces de apreciar el valor de ese tardío alborozo.
Entre lo que se decía en el Madrid del 31 en adelante y lo que hoy se escucha, hay elocuentes paralelismos que no fomentan precisamente los desmemoriados
No entiendo el empeño de ciertos personajes de regresar a la España a garrotazos, ese afán por desandar el laborioso camino del reencuentro y desautorizar el posterior abrazo de aquellos que un día fueron enemigos irreconciliables. Me resulta irritante el intento de traducir en votos la estrategia del señalamiento y la confrontación, la intolerante actitud de quienes han optado por sobrevivir a costa de negar el derecho del adversario a la discrepancia. Nunca comprenderé a quienes son incapaces de asimilar la lección de esos dos supervivientes que ríen con ganas porque no pueden distinguir si las boinas de la fotografía color sepia de Yubero son rojas o nacionales; menos aún a los que quieren convertir la campaña del 4 de mayo en un revival subconsciente de los días amargos del 36, si es que ese año y los sucesivos hubo alguno que no lo fue.
El prestigio de la calumnia
En 1821, huyendo de la Inquisición, Leandro Fernández de Moratín escribe desde Bayona, camino de Burdeos, a su amigo Juan Antonio Melón: “Mi carácter es la moderación; no hallo razón ni justicia en los extremos; los tontos me cansan y los malvados me irritan. No quisiera hallar estas clases de gentes en donde hubiera de vivir”. No las halló. Murió en París. Moratín fue un progresista que se dio de bruces con esa España del siglo XIX que parecía no tener remedio: “la España que pudo ser”, en palabras de Julián Marías, y no fue; la que sembró la semilla tóxica de las dos Españas que se desangraron no mucho tiempo después.
Habrá quien piense que exagero, que no ha lugar a cotejos que eluden el contexto histórico. Pero es que entre aquel y este contexto, entre lo que se decía en el Madrid del 31 en adelante y lo que hoy se escucha en demasiadas ocasiones, hay elocuentes paralelismos que no fomentan precisamente los desmemoriados; resuenan ecos inquietantes de conductas excluyentes. Entre aquella España y la de ahora hay preocupantes semejanzas que nos advierten de un futuro sombrío, la principal de las cuales es la ruina de la política, la consolidación desde el poder de tics despóticos que creíamos superados, como la redención del enfrentamiento y la calumnia como factores de prestigio o el florecimiento y la protección mediática de la vulgar mentira, la incompetencia y la estupidez.
Tampoco voy de ninguna manera a elegir la papeleta de aquellos que pretendan convertir la pandemia en la principal materia de confrontación de la campaña
Así que debiéramos estar muy atentos a lo que se diga y se prometa durante la campaña electoral madrileña. Por mi parte advierto que no pienso votar a quien utilice un lenguaje guerracivilista, a quien amenace con meter en la cárcel al adversario. Tampoco a los que nos tomen por imbéciles y utilicen la mentira y la burda manipulación como ganchos electorales; a los que propongan soluciones simplistas a problemas complejos; a los que dificulten el debate entre candidatos o no admitan preguntas de los periodistas en sus comparecencias públicas.
Como no voy en ningún caso a votar a los cabezas de lista que lo hayan sido exclusivamente por razones tácticas, como apunta aquí Juan Carlos Rodríguez Ibarra, y a sabiendas de que, salvo que logren gobernar, su dedicación posterior a las lecciones de mayo nada tendrá que ver con la defensa de los intereses de los madrileños. Tampoco voy de ninguna manera a elegir la papeleta de aquellos que pretendan convertir la pandemia en la principal materia de confrontación de la campaña, aparcando o tapando los demás problemas de los ciudadanos.
Pero por encima de cualquier otra consideración, a los que de ningún modo votaré, es a los empeñados en desmentir a Machado, a los que hace tiempo llegaron a la conclusión de que su continuidad en la política pasa por convertir Madrid, como ya ocurriera con Cataluña, en un nuevo foco de discordia entre españoles.