En estos epifánicos momentos iniciales de la andadura del Gobierno de coalición, es llamativa la expresión de propósitos de enmienda y mejora y el deseo de renunciar a pecados del pasado, que solo han traído dolor o desolación sin aportar soluciones a los graves problemas que planean sobre la vida pública española. En esa dirección se inscriben las aseveraciones de que es preciso no judicializar la política, no criminalizar los conflictos, no trasladar a los Tribunales lo que debe ser resuelto en espacios de discusión política y con decisiones políticas, y, en suma, no utilizar la justicia penal como un espacio alternativo para continuar el ejercicio de la acción política, o, como dijo Clausewitz de la guerra, la continuación de la política por otros medios.
En el extremo totalmente opuesto se ubica la que ahora será la oposición, que, para abrir boca, ha anunciado su nula disposición a renovar el Consejo General del Poder Judicial, postura que no deja de ser el incumplimiento de un deber de base constitucional, sin poner en duda que se trata de una tarea difícil dada la composición de la Cámara, e imposible sin el concurso del PP. De cuál vaya a ser su estrategia contra el Gobierno solo sabemos lo que transmiten los medios de comunicación, que se resume en una sola idea: lucha frontal con todas las armas, lo cual, casi necesariamente, incluye el recurso a los Tribunales, a todos, cada vez que sea posible, con lo que el sistema legal y judicial deriva en un arsenal disponible a gusto del usuario.
En el fondo, ambas posiciones se parecen en algo que, a poco que se medite sobre ello, y es lamentable, a saber: que a los Tribunales se acude siempre cuando se quiere, no cuando se debe, pues solo pensando así se puede prometer no acudir a ellos, sea o no sea procedente, o hacerlo a la primera de cambio, con motivo o sin él.
Si debe explicarse el porqué de una reacción durísima, también sería obligado dar a la ciudadanía una cabal explicación de cuáles son las que justifican la renuncia a la intervención del derecho penal
Observando esos propósitos de unos y otros es inevitable hacer algunas reflexiones. La primera, por supuesto, es recordar que la participación de la Justicia en problemas tan graves como, por máximo ejemplo, los sucesos pasados, presentes y futuros, de Cataluña, no ha sido una “intervención de oficio”, sino que en su momento la decidió el Gobierno, cosa que, al parecer, no debió de hacer, al menos, eso es lo que se dice ahora, a toro pasado. Claro está que, como en todo lo que se dice sin matizar, entre no intervenir y acusar de rebelión hay una amplia gradación de reacciones, y, por otra parte, si debe explicarse el porqué de una reacción durísima, también sería obligado dar a la ciudadanía una cabal explicación de cuáles son las que justifican la renuncia a la intervención del derecho penal.
En este punto, sin duda ninguna, entrará en escena una concepción del derecho penal que, para unos, es hija del racionalismo kantiano, pero que para otros es solo un modo tan inflexible como equivocado de entender su función, que no es otra que la de actuar, por supuesto con sometimiento a la legalidad, pero solo cuando no haya otra manera razonable de resolver y superar un problema, y ese interrogante ha de plantearse siempre y antes de abrir la vía de los procesos, con sus inexorables tiempos y conclusiones. Sostener que lo que dice la ley es indiscutible y la aplicación de la ley no puede ser “disponible” entraña un doble error de partida, a saber: que la concreción del suceso histórico, con todos sus ángulos de contemplación, está completa y clarificada desde antes de iniciarse el proceso penal, lo cual es falso, y por eso unos procesos terminan en condena y otros no sin que a priori se pueda pronosticar el final. El otro error es desconocer que la intervención mínima es lo que da respetabilidad al derecho penal, y no lo contrario, pues el sistema represivo se justifica cuando es preciso para alguna finalidad razonable, pero no cuando solo persigue reafirmar el principio de autoridad.
Tablero político
La cuestión es que la apertura del escenario judicial altera, como es lógico, el tablero del juego político, y diciendo esto no quiero afirmar que los problemas de raíz política nunca pueden tener carácter penal, pues eso no es verdad, y, tomando un ejemplo sencillo, quemar contenedores o coches como modo de protesta puede tener una raíz política, pero, a la vez, constituye delitos de desórdenes públicos y de daños. Con toda seguridad, salvo que nuestros males sean mayores de lo que parecen y el número de irresponsables infinito, ninguno de los que reclaman la necesidad de evitar la judicialización incluirá a esos graves desmanes, aunque no faltará algún iluminado que sostenga que eso es una forma de la libertad de expresión.
De lo que es, o de la utilidad de la justicia penal, la ciudadanía hace una valoración que, por supuesto, no es unánime, sino acorde con la sensibilidad de cada cual, y, especialmente, con la propia experiencia. La variabilidad de la valoración complica el discurso. Tenemos, eso sí, una predominante ausencia de opiniones no ya elogiosas, sino ni siquiera condescendientes o tolerantes con el modo en que funciona la Justicia, pero de eso a suponer que mayoritariamente la sociedad española cree que su intervención debe ser evitada, media un abismo. Por supuesto que hay quienes con fe de carbonero entienden que la intervención judicial jamás puede ser una “opción”, sino siempre una “necesidad”, y ante eso de nada vale intentar convencer a los que así piensan de que más vale un mal arreglo a un buen pleito.
Continuando con lo que divulgan los medios, el nuevo Gobierno quiere impulsar la “despenalización” de los conflictos ligados al 'procés', y esa será la tarea que se encomendará al Ministerio Fiscal. Dicho así parece fácil, pero a estas alturas del partido, con sentencias ya firmes, con suplicatorios que han de cursarse al Parlamento Europeo o al nacional, y otras diversas causas abiertas y pendientes, la cosa no es tan sencilla, salvo que se plantee solo como promesa de “criterio futuro”, lo cual solo puede entenderse si media una razonable confianza en que nuevas realidades no harán imposible la “renuncia al derecho penal”.
Una reforma legal que excluya a los partido del posible ejercicio de la acción popular, la vía a través de la cual han comparecido en procesos penales en los que bastaba con la intervención del Ministerio Fiscal
Otra vía posible, si de verdad se considera inadecuado el trato que el Código penal da a muchos problemas, y no solo a los del 'procés', sería, en buena lógica, cambiar el Código, pero eso lleva tiempo, además de que sería ocasión para nuevas broncas, si bien esos no son argumentos para dejar de hacerlo, al margen de la eventual decisión de conceder indultos.
Dejo para el final un tema particularmente delicado, pero creo que bastante clarificador de la sinceridad de los propósitos de las formaciones políticas. Una buena oportunidad para dar un primer paso en el deseo de no llevar a los Tribunales los problemas políticos sería la promoción de una reforma legal que excluyera a los partidos del posible ejercicio de la acción popular, que es la vía a través de la cual han comparecido en procesos penales en los que bastaba con la intervención del Ministerio Fiscal (por ejemplo, Vox fue parte en el proceso por los hechos de Barcelona de octubre de 2017). El modo de hacerlo es una reforma legal que podría aprobar el Congreso, y sería una buena ocasión para saber quiénes son los que desean continuar disponiendo del recurso a los Tribunales penales.
Muchos han dicho ya que el ejercicio de la acción popular tendría que negarse a todas las Administraciones públicas, pero, hasta ahora, los partidos españoles no han encontrado nunca el momento oportuno para hacerlo.
Bienvenido sea, pues, ese propósito de “desjudicializar” los problemas políticos, pero ni eso es siempre posible, pues no se puede tener, contra viento y marea, el propósito de “no acudir” a la justicia ordinaria o a la constitucional, pues las leyes no siempre son operativas por sí solas, y, menos aún, caben las interpretaciones “libres” de la Constitución.
Queda, por último, otro aspecto del problema. Siempre se ha dicho que dos no discuten si uno no quiere. Como sucede con tantas frases hechas, esa refleja solo una media verdad. Si un sector de los actores políticos se empeña en llevar a los Tribunales los temas que tácticamente le interesen, los demás se verán fácilmente arrastrados a entrar en la lucha les guste o no.
Lo que nos falta, en el fondo, es educación política, materia en la que es patente el raquitismo.