Hace ya casi cinco años, en diciembre de 2015, se produjo un terremoto político en Venezuela. Ese día la oposición se hizo con el control de la Asamblea Nacional con una sólida mayoría. De los 167 diputados que estaban en juego la ya extinta Mesa de la Unidad Democrática consiguió 112 dejando a la coalición bolivariana con 55. Por primera vez en 16 años la oposición venezolana vio posibilidades reales de sacar al chavismo del poder. El régimen también lo vio y desde ese momento se centró en ignorar primero y desmontar después a la Asamblea. Desde que se constituyó como tal a principios de 2016, la mayor parte de las leyes que emanaron de ella fueron declaradas inconstitucionales por el Tribunal Supremo, que sólo unos meses antes había sido renovado para que sólo hubiese chavistas de estricta observancia entre sus magistrados.
En agosto de ese año, el Supremo declaró en desacato a la Asamblea y asumió algunas de sus funciones como la de controlar el presupuesto o auditar las cuentas del Gobierno. Meses más tarde, en marzo de 2017, cortaron por lo sano asumiendo todas las funciones de la Asamblea Nacional. El desafuero era de tal calibre que la fiscal general, una abogada afín al régimen, denunció la estratagema antidemocrática. Aquello, por descontado, le costó el puesto y hoy esta mujer, Luisa Ortega Díaz se llama, está exiliada en Colombia. Lo que terminó de labrar la ruina de Ortega fue su oposición a la siguiente maniobra del Gobierno tras desactivar a la Asamblea. Ésta consistió en inventarse un nuevo Parlamento al que dieron en llamar 'Asamblea Nacional Constituyente' que, desde entonces, ha operado en paralelo a pesar de que prácticamente nadie le reconoce legitimidad como Cámara legislativa.
Tras varios errores y un recrudecimiento en la represión del Estado, a estas alturas el proyecto Guaidó puede darse por fracasado
Desprovista de poder efectivo, la Asamblea Nacional ha seguido existiendo y reuniéndose en la medida de sus posibilidades. Fue este órgano quien nombró en enero del año pasado a Juan Guaidó como presidente del mismo, una decisión que devino en la crisis presidencial de 2019. Tras varios errores y un recrudecimiento en la represión del Estado, a estas alturas el proyecto Guaidó puede darse por fracasado, pero el país sigue inmerso en una crisis política, económica y social sin precedentes.
Los muertos de la covid
Este 2020 está siendo un año especialmente malo en un país en el que el listón de lo malo estaba ya muy alto. Tal y como se preveía hace unos meses, la pandemia de la covid ha dado la puntilla a un sistema sanitario que estaba ya destruido. Nadie sabe a ciencia cierta cuántos muertos ha ocasionado la epidemia en el país. El Gobierno reconoce sólo reconoce 511, una cifra irrisoria a la que nadie da crédito. En la vecina Colombia se han confirmado más de 23.000 y en Perú, un país con la misma población que Venezuela, hay confirmados más de 30.000. La información que ofrece el Gobierno de Nicolás Maduro es incompleta e inconsistente y no es fácil hacer estimaciones porque tampoco lo es entrar en el país. Los aeropuertos están cerrados desde el 12 de marzo y, en principio, no reanudarán sus operaciones hasta el próximo mes de octubre.
La economía no es que vaya mal, es que está devastada y se ha hundido a un nivel de mera subsistencia. Se calcula que el 80% de la población vive en pobreza extrema y que uno de cada tres niños de menos de cinco años padece desnutrición crónica y retraso en el crecimiento. El Gobierno, entretanto, se mantiene aferrado al poder acosando a los opositores, encerrando a los disidentes más contumaces y racionando la poca comida que hay disponible. La oposición no está mucho mejor. Tras la bocanada de aire fresco que supuso el nombramiento de Guaidó como presidente de la Asamblea Nacional y su proclamación en cabildo abierto como presidente interino, la esperanza se ha ido poco a poco desvaneciendo.
Tanto Estados Unidos como la Unión Europea y la mayor parte de los países de Hispanoamérica se pusieron del lado de los opositores
Los opositores se han demostrado incapaces de ponerse de acuerdo y presentar un frente unido contra la dictadura. Con Guaidó si obtuvieron apoyo internacional masivo. Tanto Estados Unidos como la Unión Europea y la mayor parte de los países de Hispanoamérica se pusieron sin fisuras del lado de los opositores, acompañando ese apoyo de una batería de sanciones contra los capitostes del régimen con la esperanza de que el ejército se revolviese contra el Gobierno forzando así la transición a la democracia. Pero eso no ha sucedido. Veinte meses después de la proclamación de Guaidó Maduro mantiene un control firme del poder repartiendo lo poco que hay entre los más cercanos.
Y cuando digo que hay poco es que hay poco, poquísimo. La producción petrolera está en mínimos históricos. Este verano bajó hasta los 392.000 barriles diarios cuando hace 20 años PDVSA extraía más de tres millones todos los días. El crudo aporta el 96% de los ingresos en divisas del país, por lo que no hay ya ni para robar. Los pocos dólares que entran se quedan en la cúpula del régimen que lucha por mantenerse a toda costa y con todo en contra. En esa dirección van encaminadas las elecciones del próximo 6 de diciembre que plantean un dilema muy serio a los opositores.
Dudas ante las elecciones
Una parte, con Guaidó a la cabeza, ha pedido boicotear los comicios arguyendo que serán un fraude y que concurrir a ellas será un modo de legitimar la dictadura. Como alternativa proponen prorrogar la legislatura, pero eso la Constitución no lo contempla. Otra parte de la oposición, la acaudillada por Henrique Capriles, candidato en las presidenciales de 2012 y 2013, negocia con el Gobierno su participación. Resumiendo, unos apuestan por la ruptura completa y los otros por negociar con el régimen una salida consensuada al desastre actual.
En este punto podríamos hacer dos lecturas. La primera es que el chavismo ha vuelto a salirse con la suya dividiendo a la oposición para mantenerse en el poder como ha venido haciendo desde el principio. La segunda es que la postura de Capriles de forzar una transición ordenada parece más sensata y, sobre todo, más pacífica. Eso es al menos lo que piensan él y los suyos. La pega principal de esta aproximación al problema es que el chavismo nunca ha estado dispuesto a negociar nada de lo fundamental, es decir, el usufructo del poder y el control férreo de la maquinaria estatal.
Para que esas elecciones signifiquen algo deberían estar supervisadas de principio a fin por un equipo de observadores compuesto por especialistas de la OEA y la UE a los que no se les pusiese una sola traba en el control del escrutinio, que es donde el régimen suele perpetrar el fraude. Antes de eso, el Gobierno Maduro debería liberar a todos los presos políticos (quedan aún unos 250), interrumpir en el acto la persecución judicial a los opositores, presentar una hoja de ruta creíble para salir de la dictadura respetando la constitución y desmantelar el pseudo parlamento creado en 2017 y que sigue en activo. En esa hoja de ruta ni Maduro ni ninguno de los chavistas sancionados por la comunidad internacional tienen cabida. Sin dar antes todos estos pasos no hay transición posible y nos encontraríamos ante la enésima trampa del chavismo ante la que se diría que algunos están deseando caer.