Sin noticias sobre la convocatoria del Pleno del Congreso de los Diputados para el debate sobre el estado de la nación, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, multiplica toda clase de apariciones sin prensa y, en todo caso, sin preguntas. Lo mismo le da en Casa América con los del Ibex que en un centro de Navalmoral de la Mata con los mayores. Pudiera ser que la intención de los planificadores reunidos en la sala de mapas fuera corregir el síndrome de la Moncloa, que de forma tan severa ha afectado a los sucesivos inquilinos de la residencia presidencial, sobre todo a partir del segundo año.
Pero sucede que esas salidas al exterior, fuera del perímetro blindado del complejo, resultan perfectamente inútiles, habida cuenta de que Sánchez se desplaza envuelto en una burbuja impenetrable de escoltas y asesores, que garantizan su aislamiento de la gente del común, alejada a prudente distancia de manera para que los gritos de adhesión lleguen atenuados a su destinatario.
Recordemos que el debate sobre el estado de la nación es un uso parlamentario establecido en 1983, del que no hay rastro en la Constitución ni en el reglamento del Congreso, que se adoptó con carácter anual y lleva seis años sin celebrarse. Era ahí donde el presidente del Gobierno debía rendir cuentas de su gestión durante los doce meses anteriores. Su propósito se concebía como antítesis del toreo de salón ante públicos bobalicones y cautivos de adhesión sin fisuras. Porque en esa plaza de primera categoría de la carrera de San Jerónimo no hay reses “afeitadas”, todas tienen su cuerna íntegra. Allí salen por los chiqueros los diputados peor intencionados, ya sean aliados del gobierno o de la oposición, cada uno de los cuales tiene su propia lidia, requiere su distancia, pero sobre todo exige que nunca se le pierda la cara.
Fue Belmonte quien abolió aquel axioma lagartijero de “te pones aquí, y te quitas tú o te quita el toro”. El empeño del Pasmo de Triana era demostrar que esto no era tan evidente como parecía y proclamar al contrario que “te pones aquí, y no te quitas tú ni te quita el toro, si sabes torear”. Frente a la complicada matemática de los terrenos del toro y los terrenos del torero entonces predominante y que, a su juicio, era superflua sostenía que el toro no tiene terrenos, porque no es un ente de razón, y no hay registrador de la Propiedad que pueda inscribirlos a su nombre.
De modo que “todos los terrenos son del torero, el único ser inteligente que entra en el juego, y que, como es natural, se queda con todo”. Es decir que, carente como está el toro del uso de razón, ningún terreno puede ser inscrito en el registro de la propiedad a nombre de toro alguno. Otra cosa es que como el toro no comparte el contenido del toreo en cuanto tal, las reglas de la tauromaquia hayan de ser forzosamente unilaterales.
El toro y el toreo
Desde el teorema de Belmonte podríamos aproximarnos a la geometría del toreo y formular la ecuación de la curva del toro, que es la que describiría en el ruedo un toro que se arranca hacia el torero buscando empitonarle, suponiendo que éste corre en línea recta hacia el burladero. Se trata de un caso particular de las curvas o líneas de persecución, en este caso la que describe el astado que, en cada instante, se dirige hacia el torero, pero como éste va desplazándose por derecho para tomar el olivo, la suma de las rectitudes infinitesimales en que puede descomponerse la trayectoria del toro progresa en inclinación siempre en el mismo sentido y acaba describiendo una curva. Esos tramos infinitesimales dejan impresa en el ruedo la huella de una curva, caracterizada por la propiedad de su tangente de estar siempre dirigida hacia la posición del torero en movimiento.
El arte del toreo incluye momentos de fuga como el emprendido por el diestro hacia el burladero para ponerse a salvo, pero brilla sobre todo en las situaciones contrarias, cuando el diestro se atornilla en el ruedo y cita de lejos al astado que se arranca en línea recta. Entonces, todo lo aprendido sobre las curvas de persecución queda inservible y cobran su plena vigencia los principios de la tauromaquia de Pepe Hillo, el primero de los cuales es una adaptación del de la impenetrabilidad de la materia, según el cual es imposible que dos cuerpos ocupen el mismo espacio al mismo tiempo.
Pero además para que el lance se verifique con valor artístico añadido, es preciso que el matador intervenga en la venida del toro -parar, templar y mandar-, que le cite en debida forma y que le dé salida con el engaño, sin necesidad de quitarse de donde está o, si en último extremo debiera hacerlo, proceda evitando descomponer la figura, de manera irreprochable. Es el peligro el que da interés a la fiesta y llena las plazas. Entre tanto aquí a falta del debate sobre el estado de la nación empezamos a debatir sobre el estado de la emoción. Continuará.