A mediados del siglo XIX, cuando la poesía francesa explotaba con autores de una talla inmensa, como Baudelaire o Verlaine, se empezó a utilizar la expresión “nostalgie de la boue” para expresar esa nostalgia que algunos burgueses empezaban a sentir hacia aquellas clases sociales o grupos humanos en las que no se daban las características de esa burguesía, que era ya la clase dominante de la época. La burguesía era orden, limpieza, ánimo de progresar económicamente, trabajo responsable, defensa de la familia, hipocresía, respeto de la propiedad, prácticas religiosas, formas educadas.
Entre los hijos de esa burguesía empezaron a aparecer vástagos que añoraban algunas de las características antagónicas a ésas: desorden, desaliño indumentario, precariedad económica, pereza, desprecio del dinero, animadversión hacia la institución familiar, blasfemia, guerra a la hipocresía o falta de educación. Para describir sintéticamente esa actitud en Francia se acuñó la expresión “nostalgie de la boue”, que literalmente sería “nostalgia del fango”, o del barro, del que muchos de esos burgueses provenían y del que habían salido a base de talento, esfuerzo y suerte. Si no se entiende bien el significado de la expresión, se puede leer un extraordinario poema de Jaime Gil de Biedma que la lleva por título y que lo explica de forma inmejorable.
Una visita a Moscú
Pues bien, el PSOE, casi desde sus inicios, ha sido un adicto a esa nostalgia. A algunos les parece incomprensible que Sánchez se haya unido a unos representantes de las doctrinas más totalitarias que todavía perduran en el mundo: los nacionalistas -¡con todos los muertos que llevan a sus espaldas!- y los comunistas, que en lo de muertos no les van a la zaga, pero eso es porque no conocen la historia de este más que centenario partido.
Todo empezó hace ahora cien años, en 1920, cuando una delegación del PSOE visitó Rusia para ver cómo estaban desarrollando los soviéticos su revolución y lograr así información de primera mano para decidir si el PSOE se adhería a la Internacional Comunista que acababa de crear Lenin o si permanecía en la Internacional Socialista, que, aunque se declaraba marxista, ponía objeciones a la dictadura del proletariado que habían establecido los soviéticos. Uno de los miembros de aquella delegación era Fernando de los Ríos, entonces un joven catedrático de la Universidad de Granada y diputado socialista a Cortes por esa provincia, al que no se le ocurrió otra cosa que preguntarle a Lenin, entonces en la cúspide de su satrapía, cuándo iba a dar libertad a los ciudadanos; a lo que ese sanguinario inventor del totalitarismo que fue Lenin le respondió con esas tres palabras que resumen mejor que muchos tratados lo que es el comunismo: “libertad, ¿para qué?”. De los Ríos, que demostró buen olfato para descubrir a dónde lleva el totalitarismo comunista, fue uno de los protagonistas del siguiente congreso extraordinario del PSOE en 1921, en el que se decidió no entrar en la Internacional Comunista (Komintern), lo que provocó la escisión de algunos militantes y dirigentes socialistas que crearon el Partido Comunista de España.
Desde aquel momento puede decirse que los socialistas han vivido, y son ya cien años, con esa nostalgia del comunismo, con esa “nostalgie de la boue”. Por eso, siempre que han tenido que distinguirse de los comunistas, los socialistas españoles o han renunciado a diferenciarse o se han colocado en posiciones aún más izquierdistas.
Cuando los comunistas, siguiendo instrucciones de Stalin, propusieron la formación de un Frente Popular, ahí estuvieron los socialistas como principal sostén de ese proyecto
Hasta el 36, el PCE había sido un partido minoritario y sin demasiado influencia, pero cuando los comunistas, siguiendo instrucciones de Stalin, propusieron la formación de un Frente Popular, ahí estuvieron los socialistas como principal sostén de ese proyecto; y ahí estuvieron con propuestas inequívocamente revolucionarias, que no se distinguían de las comunistas e, incluso, las superaban. Cuando en mayo de 1936 Azaña, recién llegado de manera torticera a la presidencia de la República, maniobró para colocar como primer ministro a Indalecio Prieto, que dentro del PSOE representaba una cierta moderación, las bases del partido y los caballeristas lo impidieron. Querían la revolución sin tapujos. Más aún, en octubre de ese año nefasto, Largo Caballero, el socialista más revolucionario, llega a la presidencia del gobierno y es aclamado con el siniestro título del “Lenin español”. Durante los meses que gobernó se caracterizó por dejar siempre claro que él estaba más a la izquierda que los comunistas.
Ni rastro del marxismo
El PSOE lo reinventan los líderes socialdemócratas europeos, con Willy Brandt a la cabeza, y los estrategas del Departamento de Estado norteamericano en el Congreso de Suresnes de 1974 para ofrecer a la democracia española, que ya se veía y olía venir, una opción de izquierdas que no fuera la comunista, que en la clandestinidad era inmensamente mayoritaria. El miedo a situaciones como la portuguesa o la griega de aquel momento, con unos comunistas preponderantes, que eran hasta estalinistas, estuvo detrás del impulso que recibieron los jóvenes socialistas españoles para hacerse con las siglas y la marca. Fue un invento que tuvo un éxito incuestionable, basado en el prestigio que tenía la marca del puño y la rosa –en la que ya no había ni rastros del marxismo primigenio-, y en la habilidad del joven líder, Felipe González, un hombre que venía del entorno de la democracia cristiana sevillana alrededor de don Manuel Giménez Fernández, ex ministro de la CEDA durante la República.
Pero el gran éxito de Felipe y su partido en aquellas primeras elecciones democráticas de junio de 1977 no acabó con esa enfermedad crónica socialista que es la “nostalgie de la boue” y así, al mes siguiente, en la solemne sesión de apertura del Congreso de los Diputados que preside el Rey Juan Carlos, mientras los comunistas, con la Pasionaria al frente, aplauden al monarca, los socialistas permanecen impávidos. Y mientras los mismos comunistas, liderados por Santiago Carrillo, aceptan la monarquía parlamentaria como forma de Estado, los socialistas, al menos en teoría, permanecen fieles a la república.
Así llegamos al famoso Congreso de 1979, en el que Felipe González forzó el abandono del marxismo como doctrina axial del PSOE. Ahí se produjo una curiosa paradoja, en el PSOE de 1979 se podían contar con los dedos de una mano los dirigentes que tenían formación y credo marxistas, Luis Gómez Llorente y pocos más, así que renunciar al marxismo para muchos de ellos fue renunciar a algo que sólo conocían de oídas. Pero justo entonces el PSOE se convirtió en la “casa común de la izquierda” y empezaron a llegar a sus filas todos los que, procedentes de las diversas familias de la izquierda marxista (maoísmo y troskismo, principalmente), habían cosechado unos fracasos absolutos en las elecciones que hasta entonces se habían celebrado. De manera que, tras el abandono formal del marxismo, fue cuando el PSOE, ese invento de la socialdemocracia europea para oponerse al comunismo e ideologías afines, empezó a estar lleno de marxistas y de nostálgicos de eso, de “la boue”.
Esa nostalgia del comunismo, que existe en el PSOE desde que el bueno de Fernando de los Ríos abjuró del comunismo en 1920, fue tomando la forma durante el felipismo de un odio cerval a la derecha. Hasta el punto de que, como se pudo comprobar después de las elecciones vascas de 2001, Felipe declarara que prefería estar unido a los reaccionarios del PNV antes que colaborar, siquiera en la lucha contra ETA, con los liberales y conservadores del PP. Desde entonces los socialistas no han perdido ocasión para mostrar su preferencia por, como decíamos al principio, los partidarios de ideologías totalitarias –nacionalistas y comunistas-. Especialmente significativo ha sido comprobar cómo también ahora sus bases no han dudado en elegir a Podemos como socio. Otra vez, y como siempre, la “nostalgie de la boue”.