Nuestra corta memoria periodística, no digamos ya histórica, nos limita a la hora de valorar la figura de Indro Montanelli. Hasta recibió un premio Príncipe de Asturias en los noventa, emparejado con todo lo contrario a lo que él representaba, Julián Marías, más conocido hoy por sus hijos y parientes que por lo inocuo y mediocre de su obra. No es que yo haya sentido hacia Montanelli especial estima sino más bien lo contrario, pero estamos hablando de uno de los grandes del periodismo del siglo XX (fallecería a comienzos del XXI) y su personalidad no tiene parangón con nada semejante entre nosotros: director de diarios, guionista de magníficas películas (El general Della Rovere, aquella obra maestra de Rossellini), autor de libros de éxito -popularizó la Historia del Imperio Romano en un texto brillante, como todos los suyos-, entrevistador de los grandes de su época, desde Churchill a Mussolini, de Hitler a De Gaulle. Nuestras plumas hispanas de la segunda mitad del XX se expresaron más con la lengua que con las letras, y su mediocridad no deja de ser reflejo de lo cotidiano.
Yo traigo hoy a colación a Montanelli porque patentó una idea política que se convirtió en leyenda. Hay que votar a la democracia cristiana de la corrupción y el crimen, aunque sea con las narices tapadas. Furibundo anti-comunista, única tendencia a la que fue fiel siempre, aceptó como males menores primero el fascismo, luego la Guerra Fría… para acabar abrevando en los profusos manantiales de Silvio Berlusconi, con el que acabaría rompiendo. Era un florentino y con eso está dicho todo respecto a su habilidad en el análisis del poder y su capacidad para hacer amigos breves y enemigos contumaces.
“Votar con las narices tapadas”. Este lema desvergonzado creó escuela en la Italia de los hombres como Montanelli, que creían el hallazgo terminológico para cerrar el resistible avance del Partido Comunista Italiano, el legendario PCI, y seguir dándole cuerda a una Democracia Cristiana que se consagraba en la corrupción, en la colusión con la Mafia y la vitalización de los amigos socialistas de Bettino Craxi convertidos en una casta delicuencial. Todo eso que acabaría saltando por los aires en los tribunales de justicia cuando implantaron lo que se llamó Mani Pulite. Las delicadas narices de Montanelli no supieron detectar el olor de lo que vino después y que se concretó en un nombre y un estilo: Silvio Berlusconi.
Evitaron que el PCI tuviera cotas del poder establecido y lo sustituyeron con alabanzas al populismo italiano donde hasta el jardinero del prócer salvador, el tal Berlusconi, tenía por jefe de jardinería, en sentido estricto, al contacto con la cúpula mafiosa que hacía tambalear el Estado. Italia siempre será un país donde la política está abierta a todos los recursos. Inventaron el fascismo de verdad y no esas paparruchas de niñatos barnizados que ahora nos jalean. Por eso para mí, hoy, la vulgar teoría florentina a la que dio forma Montanelli, la de votar con las narices tapadas, no es más que una finta para demorar lo inevitable: que las clases políticas se agotan y que los pueblos, las sociedades, tienen cierta querencia a la adulación cuando las acunan un día tras otro con la añagaza de la seguridad.
Tiempos ansiosos de seguridad
Estamos en tiempos ansiosos de seguridad, quizá porque la precariedad nos provee de un miedo cerval a que suceda lo peor, eso que no sabemos qué es pero que nos tememos se refiera al dicho gallego de que todo es empeorable. Desde la tan vapuleada y manida Transición no habíamos vivido en España una sensación tan al estilo de Montanelli. La gente ya no espera lo mejor sino lo menos malo. ¿Alguien con el sentido pleno de sus pituitarias olfativas podría votar a un cínico compulsivo como Pedro Sánchez? ¿Y qué me dice de un Casado que parece siempre el muchacho ansioso dispuesto a ganar unas oposiciones, tomando de aquí y de allá, sin otro rumbo que esquivar la pregunta decisiva: de verdad tiene usted criterio alguno?
¿Y la extrema derecha? ¿Qué sería de todos los argumentos que llenan la nariz de miasmas si no fuera por Vox? Contra Vox todo se hace llevadero. Son zafios, provocadores… hasta cuando caminan parece que gallardean sobre un caballo. Si no existiera Vox los esfuerzos de Sánchez y su lámpara maravillosa -¡de acetileno!- Iván Redondo no tendrían dónde agarrarse. ¡Maldita clase política que necesita de Vox para afirmarse! Casado mira a la ultraderecha en la confianza de que tanto verla acabe embrujada. Sin Vox y sin Tezanos nuestros líderes marcharían desnudos. Unos viven de eso y los otros se alimentan de las sobras de ese ensayo a lo Trump que pueden acabar llenando tantos estómagos que acaben imponiendo la sopa boba a toda la ciudadanía.
¿El lumpen no era un sector social marginal, inclinado a la delincuencia que salía de las alcantarillas de los marginados? Eso eran las viejas teorías. Hoy existe y hasta prolifera un lumpen de chicos bien de familia mal, auténticos amantes de aquello que perdieron tras haberlo robado sus padres. Detrás de Vox está el resentimiento de quienes quieren ser algo porque así les enseñaron en sus colegios y luego un montón de forofos de la desilusión; no son nada y entienden que nunca dejarán de serlo a menos que un golpe de suerte o una provocación les saque de sus esclavitudes.
Oler la realidad afecta hasta a los más presuntos analistas, ya sean tertulianos ágrafos o plumas de pavo real. Para votar al Podemos Institucional o a las cenizas de Ciudadanos hay que tener fe; nada de ideas, ni objetivos, ni proyectos. Con el desgaste de poco más de un lustro el olor les afecta como a animalillos contaminados de un virus no catalogado en los hospitales, todavía: el de la ambición que salta sobre la precariedad.
Por eso, en estos tiempos donde a paletadas nos van echando del sistema a aquellos que no vivimos de la cosa pública, hay motivo para reírnos de nuestra suerte -crecimos ya llorados- y agradecer las buenas noticias. El portavoz de la Moncloa en el diario El País, Carlos Elordi Cué, ha titulado: “Sánchez presenta su pacto con Podemos ante la élite del capitalismo mundial”. Impresionante noticia que deja nuestras narices ahítas de vahos y alguna duda sarcástica sobre cuántos y cuántas forman la élite del capitalismo mundial, y si le dieron de comer un tentempié al brillante informador o se lo prometieron. Tendría derecho a mesa y mantel. ¡Ay, Montanelli, cuánto enseñaste!